Leyendo y recordando a Vargas Llosa en una cárcel del Perú*Conversación con Walter Palacios Vinces, periodista y abogado |
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Eduardo González Viaña |
«El momento más grave de mi vida ocurrió en una cárcel del Perú», dice Cesar Vallejo en los Poemas humanos, y justamente Vallejo fue el poeta con el que se iniciaron las lecturas en el club del libro en la cárcel Castro Castro de Lima en enero del 2004. Más tarde, cuando los visité, estaban comentando La guerra del fin del mundo, y habían leído también Historia de Mayta, La fiesta del Chivo y El paraíso en la otra esquina, lo que hace pensar que ése fue el año de Mario Vargas Llosa entre los presos políticos del Penal de Máxima Seguridad Miguel Castro Castro en Canto Grande, a diez kilómetros de la capital peruana. Pero hay un hecho más que nos da seguridad de eso. Quien dirige este club del libro fue el actor principal de la primera obra de teatro que escribió Vargas Llosa.
—Creo que hiciste de Atahualpa en La huida del Inca. ¿No es así?
—No es así. Hice del Sumo Sacerdote.
Se trata de Walter Palacios Vinces. Periodista y abogado, compañero de colegio en Piura del ilustre hombre de letras, presidente de la Federación de Estudiantes del Perú en los años 60, y en los 90, por muy poco tiempo, director de la revista Cambio, se encuentra hoy acusado y procesado por delitos de traición a la patria y terrorismo, en sospechosos juicios penales abiertos en tribunales militares durante el gobierno de Alberto Fujimori, y no extinguidos aún pese a que el Perú vive ahora en democracia.
Durante el golpe de Estado de 1992, el gobernante de origen japonés hizo poner una bomba primero y después clausuró la revista que Palacios dirigía y ordenó el inmediato encarcelamiento de sus periodistas. En medio de las circunstancias de la época —juicios que duraban una hora, jueces sin rostro, investigaciones bajo torturas bestiales y asesinatos encubiertos— Walter tuvo que salir del país y residir durante una década en el extranjero bajo la protección de las Naciones Unidas.
Debería pensarse que, llegada la democracia, se acabaría la persecución, pero no es así. Walter está preso desde hace dos años debido a una triste y brutal aberración jurídica peruana según la cual los inocentes tienen que probar su inocencia, en vez de que antes un fiscal les demuestre su presunto delito. Lo acusaron de terrorista porque durante el régimen anterior era usual aplicar aquel epíteto condenatorio, no tan solo a quienes lo merecieran sino también a cualquier opositor de izquierda. En 2002, presumiendo que el gobierno democrático había cambiado esas situaciones, viajó de México al Perú a ponerse a derecho. Y no se equivocó pues un juez lo relevó de todo cargo y decretó su libertad. Sin embargo, de inmediato, le iniciaron un segundo juicio por el mismo delito, del cual también fue absuelto al declararse «cosa juzgada» la imputación. Pero al cabo de dos años sigue en prisión, y tras una nueva aberración procesal, espera otro juicio.
Estamos recordando el año 1952. En el Perú se había instaurado una férrea dictadura militar encabezada por el general Manuel Odría. El Apra y el partido comunista estaban fuera de la ley y sus dirigentes perseguidos, encarcelados o en el destierro. En el Caribe y en América Latina también se padecía dictaduras como las de Fulgencio Batista en Cuba, Duvalier en Haití, Rafael Leonidas (el Chivo) Trujillo en la República Dominicana, Somoza en Nicaragua y, un poco después, Pérez Jiménez y Rojas Pinilla en Venezuela y Colombia, respectivamente.
En junio de ese año, en Piura, plácida ciudad de la costa norte del Perú, los vecinos se preparaban para ir al teatro. El cine Variedades —principal sala de espectáculos artísticos de la ciudad— presentaba la obra La huida del Inca. Era el número central de la Gran Velada Literario-musical que cada año organizaba el colegio Nacional de San Miguel.
A diferencia de años anteriores, en que se presentaban obras teatrales de autores conocidos, especialmente españoles, en esta oportunidad la obra pertenecía a un alumno del propio colegio, del quinto año de secundaria, llamado Mario Vargas Llosa.
—Me imagino que al fondo del cine, junto a la pantalla, había un piano, esa encantadora herencia del cine mudo.
—Claro. Y continuaron usándolo en el cine parlante. En las películas del Lejano Oeste, cuando el héroe galopaba, el pianista aceleraba su ritmo.
—Pero, cuéntanos tú mismo, Walter, ¿cómo estaba diseñado el argumento? ¿Quién te escogió para ese papel y por qué lo hizo?
—Todos los actores que participaban en el montaje eran alumnos del quinto año, compañeros de Mario. El único que estudiaba en cuarto año era yo y me correspondía desempeñar en La huida del Inca el papel de sacerdote, de sumo sacerdote.
—Han pasado 52 años de ese acontecimiento artístico y no tengo muy preciso el argumento de la obra pero sí recuerdo que en la propaganda y en el programa se presentaba como «drama en tres actos». Prólogo y epílogo de Mario Vargas Llosa. El argumento giraba en torno a los últimos días del emperador inca, al derrumbe del imperio ante la Conquista europea a fines del siglo XV.
Ese año, 1952, Mario había llegado a vivir a Piura con su familia materna. Su abuelo era el Prefecto, la máxima autoridad política del departamento. Los dos años anteriores, como bien se conoce, Mario estudia en el Colegio Militar Leoncio Prado, en Lima. Deja el internado de ese colegio, se traslada a Piura y es matriculado en el centenario y tradicional Colegio San Miguel.
He mencionado que yo era el único actor que estudiaba en cuarto año. Mario y el resto de actores eran de quinto. Y no porque yo sea menor que Mario, al contrario, soy un año mayor que él, pero por razones familiares había perdido dos años de estudio. De tal manera que con Mario nos conocíamos pero no éramos muy amigos. Entonces, ¿Me preguntas cómo llego a formar parte del elenco de La huida del Inca? No por decisión de los profesores. La selección de actores y reparto de roles los determinó el propio Mario. Nuestro acercamiento y amistad se debió a circunstancias culturales dentro del colegio.
—¿Quizás entonces también conoces a personas que van a ser personajes de sus libros?
—Claro que sí. Por un lado, Javier Silva Ruete, el amigo íntimo en La tía Julia y el escribidor. Por otro lado, Ferrufino.
—¿Ferrufino?
—Me refiero al director del plantel, Luis Marroquín, uno de los personajes que aparece en el cuento Los Jefes. Fue él quien ordenó que los sábados se destinaran a actividades culturales, y las denominó Veladas Sabatinas.
Para estas Veladas Sabatinas había dispuesto que cada sección debía preparar, organizar y presentar un acto cultural en el patio central del colegio ante todo el alumnado recordando fechas especiales: Día de las Madres, Día del Maestro, del idioma, de personajes históricos. A mi salón le correspondió organizar el acto por el Día de Maestro. Yo fui el coordinador del mismo y me tocó la disertación alusiva a la fecha. Al finalizar la actuación, que parece fue exitosa, se me acercó Mario para darme una opinión favorable.
Ese hecho pudo haber influido para que, días después, me propusiera integrar el elenco teatral de La huida del Inca. Yo acepté gustoso. Empecé a participar en los ensayos. Eran sesiones intensas. Todas las tardes, después de clases un grupo de entusiastas muchachos dedicábamos horas a memorizar textos y practicar movimientos escénicos bajo la dirección del propio Mario.
—¿Era un director muy exigente?
—¡Te imaginas! Él era alumno como nosotros, tenía 16 años de edad, había escrito el drama en tres actos, dirigía la obra, marcaba los pasos, los desplazamientos en el escenario, las inflexiones de voz de cada actor.
Recuerdo que en uno de los primeros ensayos, cuando me corresponde entrar en acción, empiezo muy circunspecto a pronunciar mi parlamento y Mario detiene el ensayo y me dice: no, no Walter, así no. Tú no eres un sacerdote, un personaje serio. Tú eres un chamán, un brujo, un hechicero, por eso tu actuación tiene que ser farsesca. Y él mismo comienza a caminar, a dar pequeños saltos gesticulando grotescamente. Eso no he podido olvidarlo hasta ahora. Todos aceptábamos y cumplíamos con disciplina sus indicaciones. La seriedad con la que nos dirigía, no alteraba nuestras relaciones de amistad.
Mario tenía en el colegio un círculo de amigos que eran considerados «blanquiñosos o pitucos»: Javier Silva Ruete, RonaldWoodman, los mellizos Temple, los Seminario, entre otros, pero igualmente alternaba con muchachos de estratos sociales medios y bajos procedentes de las provincias de la sierra y del bajo Piura. Serranos de Ayabaca y Huancabamba, cholos de Catacaos y Sechura.
En una oportunidad Mario me pregunta si deseaba hacer práctica periodística en el diario La Industria, de Piura. Y claro que me hubiera gustado pero no podía porque, para entonces, había conseguido un trabajo de locutor en Radio Piura, y las labores eran diarias de 6 a 8 de la noche.
Volviendo a lo de la obra teatral, llegó el día del estreno y había tanta expectativa entre los piuranos, que los boletos de entradas se agotaron. Hubo gran tumulto para conseguir una butaca en el Variedades y muchos quedaron en la calle sin poder ver la obra. El éxito artístico y económico fue rotundo y dio mucho que comentar en la Piura de entonces. El director Marroquín y los profesores del colegio «sacaban pecho», orgullosos de sus pupilos.
—¿Les dieron algún premio por eso?
—El premio fue el viaje de promoción a Lima. A mí me incluyeron en el viaje siendo de cuarto por haber participado en la obra teatral. Y, claro, eso ocasionó protestas de algunos de quinto año, que no alcanzaron cupo en el ómnibus.
En la capital de la república nos alojamos en el local del Instituto Pedagógico Nacional, que años más tarde se trasladaría y convertiría en la Universidad La Cantuta y que estaba ubicado en la Avenida. Mariátegui en Jesús María. Ahora en ese local funciona el Colegio Nacional de Mujeres María González de Fanning.
Una noche «tiramos contra» saltando las rejas del Instituto que daban a la calle y nos fuimos al jirón Huatica, en el populoso barrio de La Victoria, que era un concurrido burdel limeño. Cuando regresábamos a Piura y contábamos esta «hazaña» nuestros compañeros nos escuchaban atentos y envidiosos.
—Es curioso que sobre La huida del Inca, Mario muy pocas veces haga recuerdos y referencias públicas. Sin embargo, muchos años después, él llevaba en su billetera, como amuleto, el programa impreso de la velada sanmiguelina de 1952 en la que se estrenó (creo que fue única presentación) su obra teatral. Él mismo me lo mostró doce años después, en 1964, en París, cuando pasé a visitarlo en su pequeño departamento en el Barrio Latino. Era un papel doblado, amarillento y medio roto que sacó de su billetera, y en el que todavía podían leerse los nombres de los alumnos actores que figuraban en el reparto. Por ahí estaba el mío. Pasé algunas veces por su casa y en esas visitas, en las conversaciones que sosteníamos, Mario me preguntaba sobre algunos detalles de Piura, algunos personajes, calles y ambientes de la ciudad. Estaba escribiendo —él no me lo dijo— su segunda novela con la que volvería a causar sensación, La casa verde.
—En sus memorias, en El pez en el agua, Mario te menciona no sólo como actor en La huida del Inca sino que también refiere que años después te convertiste en actor profesional y dirigente revolucionario. ¿A qué se deben estas referencias?
—Mario terminó secundaria en Piura en 1952. Un año después estudiaba en la Facultad de Letras en la Universidad Mayor de San Marcos, en Lima. Yo culminé mi secundaria en 1953 y luego viajé a Lima para iniciar estudios de medicina en San Marcos pero no logré alcanzar vacante.
Cuando preparaba mi viaje de regreso a Piura me encontré de casualidad con Mario en el céntrico Jirón de La Unión y me dice: Estás loco, ¿qué vas hacer en Piura? ¿Por qué no estudias teatro en la ENAE (Escuela Nacional de Arte Escénico)? Conozco al director, es mi profesor en San Marcos. Se refería al Dr. Guillermo Ugarte Chamorro. Esa misma tarde fuimos caminando hasta el local de la ENAE, en la calle Washington, y me presentó al director quien dispuso que nos entregaran las bases para el examen de ingreso.
Una de las pruebas consistía en leer una obra de teatro y el día del examen exponer y comentar el argumento ante un jurado de tres profesores. Cuando salimos de la ENAE, Mario me dice, te sugiero que tomes como tema de examen, si te parece, Bodas de sangre de García Lorca. Así lo hice. Días después aprobé el examen con muy buen puntaje y así ingresé a la ENAE. En 1954 me quedé en Lima estudiando teatro y haciendo locución en Radio Lima. Después no volvimos a vernos y quizá por ese episodio Mario piensa que me hice actor profesional, pero no supo que sólo estudié un año de teatro, dejé la ENAE y en 1955 me encontraba ya en Trujillo estudiando en la Universidad Nacional que fundara el libertador Simón Bolívar y empecé a comprometerme con una sostenida actividad política de izquierda, con una juvenil vocación de rebeldía que, pasados los años no he podido (o no he querido) abandonar. Por eso, tal vez, ahora estoy donde me encuentro.
—Disculpa, Walter. En eso no estoy de acuerdo contigo. No te encuentras aquí por tus ideas de izquierda. De acuerdo a la Constitución, ninguna persona debe ser perseguida por eso. Lo que ocurre es que, luego de la dictadura, el gobierno democrático y la llamada clase política han cedido a una cierta debilidad cobarde y no han sido capaces de declarar nulos actos tan bestiales como los que te han puesto a ti y a centenares de personas en la prisión. Te lo digo porque hace poco la Comisión de la Verdad denunció estos hechos, y hasta el momento no se ha tomado desde el Ejecutivo las acciones correctivas que son necesarias. Pero, cuéntame o más bien, cuéntanos, por favor. ¿Te volviste a ver con Mario?
—En 1964 me vi con Mario en París. Yo era dirigente del MIR (Movimiento de Izquierda Revolucionaria) del Perú y él un joven novelista cuyo reconocimiento internacional empezaba después de la publicación de su galardonada primera novela La ciudad y los perros. Era un peruano de izquierda instalado en Paris y muy cercano a la revolución cubana. Fue en esa oportunidad, marzo—abril de 1964 que le llevé tu primer libro de cuentos Los peces muertos, recién publicado en Trujillo por la editorial Trilce. Él lo recibió con entusiasmo, dijo que lo leería y yo seguí un largo viaje que me conduciría por toda Europa.
Un año después, en 1965, regresé a París y volvimos a encontrarnos. Uno de esos días por la noche, fuimos a dejarlo a su trabajo, en la radio televisión francesa, con Ricardo Letts que se encontraba también en Europa y Jorge González, un buen amigo de Paul Escobar, que era profesor de la Universidad Agraria de La Molina y se encontraba haciendo una maestría en La Sorbona.
Con Mario fue la última vez que nos vimos. Han pasado 40 años y durante todo ese tiempo no hemos vuelto a encontrarnos personalmente. Mario, a partir de los años 70 cambió su posición política. Todos sabemos en qué medida. Lo hizo en forma abierta y franca. Llegó a ser candidato presidencial de la derecha peruana en las elecciones de 1990.
Políticamente estamos en posiciones contrapuestas pero, más allá de esas diferencias, considero que es un extraordinario escritor, un excelente novelista de talla internacional. Sería torpe y mezquino no reconocer sus grandes cualidades literarias que lo han llevado a recibir muchos y merecidos premios y reconocimientos.
—Un arquitecto de la novela. Un gigante de la literatura. Pero, ¿no se te ocurre pensar que se puede cambiar de dirección política y continuar siendo honesto?
—Siempre lo he creído así.
—Es más, Walter. Recuerdo que en una ocasión le dije a Mario que ni él ni yo habíamos cambiado. Que solamente habíamos dado un salto y la tierra había continuado girando. Pero nosotros seguíamos siendo los mismos. ¿Te encontraste otra vez con tu director de teatro?
—Hace unos cinco o seis años, cuando me encontraba exiliado en México, Mario llegó con Patricia, su esposa, al Distrito Federal. El iba a dictar una conferencia o a presentar uno de sus libros en el Centro Cultural de La Universidad Nacional Autónoma. Me hubiera gustado asistir pero no pude. Por esos días yo tenía serios problemas de salud, pasaba momentos difíciles en el destierro y mi madre acababa de fallecer en Lima. No sé cómo decidí escribirle una nota de saludo. Inmediatamente después de habérsela enviado reparé que dicha nota estaba escrita con un grueso e imperdonable error ortográfico y era tarde para corregirla. No tengo reparo en referir este hecho. No sé si Mario recibió la nota, si llegó a leerla no imagino su reacción. Todavía no termino de lamentar el incidente.
—¿Prefieres alguna de sus novelas?
—Si me preguntaran cuál de sus novelas prefiero, yo respondo que me inclino por La guerra del fin de mundo, aunque reconozco que toda su producción es destacable e importante. Y algo mucho más importante que todo eso: ayudan a vivir.
Me había quedado pensando en esta última frase de Walter Palacios y no sabía con quién comentarla. En el club de lectores que organiza habrá unas 30 personas, la mayoría encausada por motivos políticos. Quizás, diez eran presos comunes. Me acerqué a un joven que suponía perteneciente a este último grupo, pero me equivocaba.
Tenía 31 años, aunque aparentaba 19. A esa edad lo detuvo la policía porque estaba haciendo pintas políticas. Inmediatamente lo metieron a la cárcel y lo procesaron. En menos de una hora, un tribunal militar lo declaró traidor a la patria y le impuso 25 años de prisión. Ahora se sabe que a los ingenuos como él, sencillamente les daban largas condenas de inmediato, en tanto que a aquellos a quienes sospechaban poseedores de secretos, los torturaban hasta la muerte. En los momentos en que transcribo esta entrevista se acaban de descubrir restos humanos calcinados en las proximidades de los incineradores y en la huerta colindante al Servicio de Inteligencia del Perú.
—O sea que todavía te faltan 13 años para redimirte de haber hecho pintas políticas. ¿Te está defendiendo alguien?
El joven se queda callado. Y yo me doy cuenta de que mi pregunta es tonta. Los pobres no tienen abogados. La izquierda citadina no quiere comprometerse. El gobierno no quiere ser considerado blando.
—¿Por qué estás en el grupo de lectura de Walter Palacios? ¿De qué te sirve leer y discutir La guerra del fin del mundo?
—En estos doce años de prisión injusta he aprendido mucho. He aprendido que cuando se te cierran todas las puertas, tienes que aprender a vivir. Y cuando lees una obra tan maravillosa como esa, algo en ella te enseña a vivir. Si no fuera así, estaría llorando todo el tiempo.
* Una versión previa de esta crónica apareció en Librusa en octubre del 2004.
© 2005, Eduardo González Viaña
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González Viaña, Eduardo: «Leyendo y recordando a Vargas Llosa en una cárcel del Perú. Conversación con Walter Palacios Vinces, periodista y abogado», en Ciberayllu [en línea]
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