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31 agosto 2006

Un domingo en San Basilio de Palenque

Alberto Salcedo Ramos

 

Uno de los «palenques» —comunidades de negros cimarrones— más paradigmáticos y antiguos, el pueblo de San Basilio de Palenque en la costa atlántica de Colombia, mantiene hoy antiguas costumbres africanas y un lenguaje con fuertes resabios bantúes, como casi no se encuentra en América. También, como gran parte de África, combina la valiosa cultura con carencias enormes.

 

I

Uno de los forasteros que han venido este domingo a San Basilio de Palenque, le pregunta a Fredman Herazo si alguna vez se ha imaginado cómo sería la vida de su pueblo sin el tambor.

Herazo sonríe, titubea. Se nota que, en sus ocho años de guía turístico, es la primera vez que le plantean esa cuestión. Al frente de donde nosotros estamos, un adolescente descalzo toca el tambor. Tiene los ojos entrecerrados, como en éxtasis, y su torso desnudo chorrea sudor. Cualquiera que oiga desde lejos esta retreta de golpes secos, se imaginaría quizá que quien la desencadena es un gigantón de manos enormes y no un muchacho enclenque cuyas manitas enardecidas, veloces, a duras penas se distinguen mientras aporrean el cuero.

Cuando reanudamos el viaje, Fredman Herazo nos informa que tiene una sed de esas que no se quitan con agua sino con cerveza. Pese a que son apenas las diez de la mañana, hay cuadrillas de borrachos soñolientos a ambos lados de la calle. Amanecieron bebiendo —nos aclara el guía— por un motivo muy especial. Ayer se casó un hijo de Evaristo Márquez, aquel campesino que tuvo un fugaz cuarto de hora en 1968, cuando actuó junto a Marlon Brando en la película «Quemada». También se casaron otras dos parejas. Herazo advierte que en Palenque jamás se habían efectuado tres matrimonios durante una sola noche, un acontecimiento que él interpreta como anuncio de fertilidad para el pueblo.

Fredman Herazo se empina la cerveza con urgencia, como si creyera que es la última que queda. Se pasa el dorso de la mano derecha por los labios, carraspea.

—El tambor —dice de pronto, mirando a la estudiante de antropología que le formuló la pregunta— es lo máximo para nosotros.

Y agrega que, definitivamente, él y sus paisanos saben que no es posible concebir el destino de Palenque sin el tambor. Basta con recordar el rostro del adolescente que vimos hace un momento, para comprender la respuesta de Herazo. Cuando a los negros africanos los trajeron a América como esclavos, les arrebataron de un tajo la lengua y la patria. Si la pérdida resultó menos dramática de lo que debió haber sido, fue por el tambor. El tambor fue raíz y alfabeto, tierra y voz, armadura contra el látigo.

Casildo Padilla, un poeta palenquero, me había hablado dos días antes, en Cartagena, de la impresión que sintió una tarde en el desierto de México, cuando vio la postal de un indígena acurrucado en el suelo, cubierto por un  Fotografía por Alberto Salcedo Ramosinmenso sombrero de charro. De repente, Padilla tuvo la sensación de que aquel indiecito llevaba más de cuatro siglos con el rostro escondido, para evitar que lo vieran llorando. En cambio el negro, que nunca se ha dejado aplastar por un sombrero, que siempre ha caminado desnudo bajo la luz del sol, no sólo sobrevivió físicamente bajo la canícula, sino que además se dio el lujo de conservar la alegría. Algunos historiadores consideran que sin el tambor, los esclavos no habrían resistido el maltrato. O tal vez se hubiesen rebelado dos siglos antes.

El tambor —dice ahora Fredman Herazo— no es un simple trasto de parranda, como suponen algunos visitantes. En el pasado les permitió a los tatarabuelos transmitir códigos cifrados, para burlar los controles del amo. Aún hoy el tambor es tótem en Palenque. Cuando retumba, la gente calla, como si tratara de descubrir en sus redobles algunas claves secretas sobre la vida y la muerte. «El tambor», me explicó Casildo Padilla, «es un libro que suena». Además, genera ganancias al que consigue el tronco, al que aporta el cuero, al que arma el instrumento, al que lo toca, al grupo musical, al que se lo vende como adorno a los turistas, y al pueblo entero, que lo utiliza para encantar a los foráneos.

Los percusionistas de Palenque han viajado hacia los lugares más remotos. Y han acompañado a músicos tan importantes como Totó la Momposina y Mongo Santamaría. Los grupos folclóricos Sexteto Tabalá, Semilleros de Batata y Alegres Ambulancias han sido aclamados en los mejores festivales de su género en el mundo.

—Para nosotros el tambor es hacha y machete —exclama Herazo.

Pareciera intencional que el legendario pueblo Yoruba, allá en África, lo bautizara con el nombre de «Kitambre», que en idioma castellano significa «quitar el hambre». El tambor, incorporado a la vida diaria, es también inherente a la muerte: está presente en el Lumbalú, ese canto fúnebre de los antepasados.

 

II

Todas las personas con las que hemos conversado este domingo se preguntan de qué manera podría aprovechar San Basilio de Palenque el hecho de que la Unesco lo haya declarado «Obra Maestra del Patrimonio Oral e Inmaterial de la Humanidad».

Pasada la euforia inicial que produjo la noticia, la gente quiere saber si tamaño reconocimiento servirá, a fin de cuentas, para que el gobierno atienda por fin las necesidades de los palenqueros: la ausencia de agua potable y de alcantarillado, el desempleo. La lista de reclamos es más bien extensa. Nalfa Simarra, vendedora de «Caballitos» —dulces de papaya verde— dice que el 70 por ciento de los seis mil habitantes de Palenque defeca en los montes, como en la Edad de Piedra, pues el precario sistema de pozas sépticas ya no da abasto. La lingüista Solmery Cásseres se queja de la carretera de acceso y el concejal Arturo Hernández dice que a veces toca trasladar a los enfermos en mecedoras, debido a que no cuentan con una ambulancia. Silida Reyes, auxiliar del puesto de salud, considera gravísima la escasez de material quirúrgico. Si en este momento, por ejemplo, le llevaran un paciente con la cabeza partida, ella tendría que suturarlo con hilo para el rostro, mucho más delgado que el que se utiliza para coser cuero cabelludo. Basilia Pérez, secretaria administrativa, asegura que en los tres colegios las sillas son insuficientes. En todos los salones, según ella, hay entre diez y quince alumnos que reciben las clases de pie, o sentados en pedazos de tronco que ellos mismos trastean diariamente. El problema afecta a un tercio de los 911 estudiantes del pueblo.

«En el bachillerato sólo hay nueve computadores para los 330 alumnos», dice Walberto Torres. «Y de esos nueve, tres están dañados».

Una ama de casa que por razones obvias se negó a identificarse, recordó que hasta hace unos tres años padecieron el acoso violento de guerrilleros y paramilitares. «Se fueron de aquí cuando entendieron que nosotros no tenemos ni dónde caernos muertos».

 

III

Varias de las personas con las que nos hemos tropezado durante el recorrido con Fredman Herazo, le huyen a la cámara fotográfica o dicen de frente que se dejan retratar siempre y cuando les demos dinero. Algunas quieren un refresco, otras, una colombina. Los borrachos que sobrevivieron a los tres matrimonios de anoche, mendigan aguardiente. Y el propio Herazo se detiene en casi todas las tiendas, para beber cerveza por cuenta de nosotros. Le pregunto entonces si en la lista de situaciones que hay que cambiar, no figura esta maña de pedir y pedir.

«Lo que pasa», responde, mirándome con dureza, «es que todo el que viene aquí, gana algo. A usted le van a pagar por lo que escriba. Al otro, por sus fotos. La muchacha aquella, hace una tarea y saca cinco en la universidad. El señor de la camisa roja, cobra por haber manejado el carro hasta acá. Y a nosotros, ¿qué nos queda?»

Fotografía por Alberto Salcedo RamosLe recuerdo que, hasta ahora, nadie nos ha pedido un trozo de carne ni un par de botas de trabajo, sino tan solo ron y cigarrillo. Herazo se encoge de hombros, pone una cara de tristeza que me hace sentir miserable. Aunque admite que una comunidad pedigüeña corre el peligro de envilecerse, señala que ése es un lastre de su eterna pobreza. Luego nos pregunta cómo actuaríamos nosotros si fuéramos palenqueros y tuviéramos que vivir con el asedio permanente de los forasteros que sólo piensan en su propia conveniencia. Durante años les ha tocado lidiar con el fotógrafo que muestra el billete antes que la cámara, para que lo dejen retratar al anciano de la tribu; con la antropóloga que promete el oro y el moro para que le permitan filmar su documental, y ni siquiera tiene la delicadeza de regarles una copia,  y con el político que los utiliza como afiche de propaganda.

—Los periodistas no se quedan atrás —agrega, mirándome con un gesto irónico.

El abogado Manuel Cásseres Reyes dice que se ha pasado la vida oyendo la misma historia, repetida hasta el cansancio como un disco rallado. Siempre se habla —protesta— del boxeador Kid Pambelé, primer campeón mundial de Colombia, de las negras ancestrales que venden dulces, de los cantos de velorio, de las dinastías de tamboreros y, claro, cómo no, de Evaristo Márquez. Nos quedamos en el boceto pintoresco, en el dibujito anecdótico. Imponemos la agenda de los temas de acuerdo con lo que queremos oír, pero nunca les preguntamos a ellos, los palenqueros, cuál es el cuento que necesitan contar.

¿Y cuál es, a propósito, ese cuento?

Manuel Cásseres asegura que Palenque es, en la actualidad, el pueblo de Bolívar que tiene el mejor índice de alfabetización. En cada casa, según él, hay por lo menos un profesional. Le pregunto si existe alguna investigación seria sobre el tema, y por toda respuesta me pide que escriba el dato sin ningún temor.

—Esa investigación es muy fácil y nosotros mismos la hemos hecho sacando las cuentas de casa en casa, porque aquí todos nos conocemos.

María Margarita Padilla, 18 años, dice que los jóvenes de hoy, a pesar de que conservan el sentido de pertenencia, son capaces de ver más allá de su aldea. Saben que algunos elementos del legado, como el tambor, son intocables, mientras que otros toleran el cambio. Vendiendo «cocadas», como las abuelas, apenas se llega hasta las playas de Cartagena. Estudiando se avanza mucho más en el camino. De modo que aunque aprecian la herencia que les tocó en suerte, no están dispuestos a hacerse inmolar en nombre de ella. Bonita la lámpara de kerosene, pero se necesita la luz eléctrica. Sabroso poner el pie descalzo sobre la arena, pero se necesitan los zapatos.

—El no tener nos obliga a ser —dice Fredman Herazo ahora, mientras se despide de nosotros.

Guiñando un ojo con malicia, nos pide una última cerveza. Y nos implora que, por favor, no vayamos a olvidarnos de él, como acostumbran todos los que vienen de visita. Herazo, como el resto de sus paisanos, piensa que el honor que la Unesco les concedió al declararlos patrimonio cultural, sólo tendrá valor si en la práctica les sirve para solucionar los problemas. Es cierto que llevan más tres siglos sobreviviendo a punta de mapalé, pero va siendo hora de que comprendamos que el tambor, el sublime tambor, no puede hacerles todos los milagros.

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© 2006, Alberto Salcedo Ramos
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Para citar este documento:
Salcedo Ramos, Alberto: «Un domingo en San Basilio de Palenque. Crónica», en Ciberayllu [en línea]


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