Dandi maya

Víctor Hurtado Oviedo

Agustín Lara fue un platónico que no cayó en la tentación de la pureza


Agustín Lara fue una miniatura de tamaño natural. El bolero -que es grande- no se encarnó en él solo por falta de espacio; pero el bolero era él como Mahoma es el Islam.

Su cuerpo de ramas secas fue un trazo de pincel chino humedecido en barro indígena, en el cieno perfumado y ocre del que están hechas las vasijas antiguas del golfo de Yucatán: talle de estrechez de asombro, como un cuchillo de frente.

Admira que de aquella magrura haya emergido tanta pasión inacabada, tanta hambre de posguerra que consumió hasta el mínimo instante. En el fondo de esa potencia para sobrevivir al frenesí, estuvo el desborde loco del amor, capaz de alimentar los más extremados desmanes, los escándalos, los llantos y los arrepentimientos.

La suya fue una cara sucesiva, de reencarnaciones incontables. Antes de mirarlo por primera vez, uno sabía que ya había visto el rostro de Agustín Lara en alguna piedra rota, en un pájaro mínimo o en la arena calcinada por el sol del Caribe. Un tajo célebre de rival furioso había afrentado esa cara.

Los labios finos de este dandi maya, entrenados para el beso, jamás olvidaron el cigarrillo, trampolín en llamas del que nunca se decidió a saltar el punto suicida de la brasa. Ejerció la galantería como un sacerdocio, y no sé si -al final- también como una farsa, pues toda sinceridad puesta ante un público, termina un poco en impostura.

Su numen feraz de padre pródigo engendró madres de cabellera blanca, novias imposibles y mujeres malas. Así, fue uno de los últimos platónicos, no porque le bastase el amor casto -lejos de él la tentación de la pureza-, sino porque nos donó un museo de eternos arquetipos: la madre llorada por el vástago perdido, la prometida de blanco inmortal, la dama impracticable, la chica burlada por el hombre cruel, y la efe cíclica de la mujer fatal, falsa, falaz, fatídica y funesta.

Lara no inventó el bolero pues este honor secreto tiene otro dueño: Pepe Sánchez, cubano, sastre y mulato, quien compuso Tristezas, primer rey de la dinastía gloriosa. Sin embargo, Agustín Lara creó de otra manera ese ritmo perdurable: lo convocó a crecer; le dio alas del tamaño del mundo y lo lanzó a volar a través de las generaciones, que son territorios de tiempo. El genio jarocho marcó también al bolero, "para bien o para mal" -como enseñan los neutrales- con las improntas del cariño interesado (amor de bolsillo), la traición, el desengaño, el dolor y otros agotadores sentimientos.

Toda esa mitología inconsolable ha convencido a gente de mucha fe de que solo quien sufre como vendedor de enciclopedias tiene derecho a sentir un bolero; pero esto es solo la convención de las lágrimas. En realidad, uno puede vivir a la luz de esa música y ser, aunque no lo quiera, inevitablemente feliz.

Lara cuelga de las horcas sedosas de las academias pues muchas de sus letras veneran lo cursi. Algo hay de razón en ello. Pongo un disco de Agustín Lara, y, tras una ronda de huesos por el piano, su voz de pésame entra conversando en la canción y dinamita la retórica: "El mundo se abre a mis pies como si mis pecados hubieran deshecho la tierra, y, dentro de mi sublime inconsciencia, se pudiera sentir, sacando el corazón por la ventana de la vida, un rocío bienhechor que fecundara el último retoño de mi fantasía".

¡"Sacar el corazón por la ventana de la vida"!, ¡"fecundar el último retoño de mi fantasía"! Estas líneas, por gruesas, no hubiesen pasado la aduana de Rubén Darío; pero todo creador gigante es un huracán que trae vientos nuevos junto con hojas muertas, y en el propio Rubén hay tales hojas como para alfombrar un otoño. En fin, es cosa de ellos: Rubén Darío, Agustín Lara: que entre los genios se entiendan.

Cada cual tiene sus boleros como se tiene a sí mismo, y nadie es intercambiable (excepto los candidatos que son las mismas caras nuevas). La música amada no es solo una ondulación que se desdobla en el aire: es también un tiempo pasado; es una escena, un encuentro que viene otra vez. Es toda una época que insiste en buscarnos; quizá es el tiempo viejo de la juventud, cuando uno creía que la gente merecía el mundo (hoy, lo inverso es lo real).

El bolero es un dulce felino de siete vidas que muere y mata de amor y deja a todos sobrevivientes. Para mí es un tiempo que se toma con café; entonces se unen el rumor de una música y el perfume memorioso de tazas servidas. En esos instantes ni siquiera extraño mi juventud porque ella no se pierde: solo pasa a los jóvenes. Extraño mis sueños, que hoy parecen -porque lo fueron- de otro mundo. Bienaventurados sean quienes mueren antes que sus sueños.


© Víctor Hurtado Oviedo

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