La fiesta del chino

De cómo se desanunció una re-elección anunciada

[Ciberayllu]

Nelson Manrique

 

Cuando se movieron las piedras

El 29 de febrero del año 2000, el diario El Comercio de Lima recogió la denuncia sobre la falsificación de un millón de firmas para la inscripción del oficialista Movimiento Independiente Perú 2000. Entonces, la coyuntura peruana cambió radicalmente, de un día para otro. El escándalo suscitado movilizó a la población peruana y provocó el estallido de una crisis política cuyas consecuencias apenas empezamos a avizorar. Es imposible determinar las razones por las cuales la arbitrariedad, llegada a un cierto punto, se convierte en intolerable y la pasividad, que es una forma de avalar el statu quo, deja el paso a la indignación y a la búsqueda de terminar con el estado de cosas existente. Ese punto se alcanzó en el Perú a fines de febrero, a un mes de las elecciones generales. Y el escándalo internacional suscitado no ha hecho más que profundizar la crisis interna.

Hasta entonces, existía un amplio sector social que apoyaba al presidente Fujimori —quien pretende un tercer mandato, sin precedentes en la política peruana— porque creía que él constituía una garantía de paz y orden social. Quienes así pensaban, tendrán que revisar profundamente sus supuestos. De un momento a otro en el país se ha instalado la polarización, entre quienes apoyan a Fujimori y quienes están en contra de su permanencia en el poder, al parecer hoy masivamente aglutinados en torno a la candidatura de quien hasta hace un mes aparecía como un protagonista menor, el economista Alejandro Toledo. El patito feo de la fiesta resultó inmejorablemente situado cuando estalló la crisis: hasta entonces, había desarrollado una campaña no confrontacional; los medios de comunicación adictos al régimen no lo habían tocado y más bien lo habían favorecido ligeramente —así como a Federico Salas—, como una manera de debilitar las candidaturas «fuertes», de Andrade y Castañeda.

Fujimori debió ver materializarse sus peores pesadillas con la disparada de Toledo, y, más aún, cuando vio al candidato menor repetir el guión que él mismo había protagonizado en 1990, cuando en pocas semanas las masas lo inventaron como candidato ganador, partiendo desde una posición marginal de desconocido profesor universitario, aureolado con la imagen de representar el cambio, sin compromisos con el pasado, bendecido por el efecto teflón —por el cual ninguna acusación se le pegaba— capaz de derrotar la campaña multimillonaria de un contendiente respaldado por enormes recursos para comprar votos, y por una cobertura mediática que al final resultó siendo negativa por lo atosigante. La vida te da sorpresas...

A estas alturas resulta claro que la contienda electoral de abril del 2000 se definirá entre estas dos únicas candidaturas, mientras que los demás contendientes se han convertido en el coro griego de un resultado largamente anunciado.

Hace un mes ésta parecía una elección aburrida, con un resultado previsible. Hoy, en la víspera de la votación, Alberto Fujimori está haciendo lo imposible para no ser derrotado en su propia cancha, con sus propias reglas y con árbitro comprado. Como lo reporta el titular de un despacho de la agencia Reuter, emitido el pasado 5 de abril, Fujimori literalmente está, políticamente hablando, luchando por su vida. La arremetida de Toledo ha fagocitado el apoyo del resto de los candidatos de oposición, lo cual parece demostrar que no se trata tanto de elegir una alternativa conocida (lo mismo que favoreció a Fujimori en 1990), sino de cerrar el paso a quien ha dejado de representar lo nuevo y se resiste a entender que su tiempo ha terminado.

El triste fracaso de una ilusión

El esquema sobre el cual se había planificado la re-reelección era muy simple. En esencia, se trataba de dejar sin espacios de expresión a los grupos políticos opositores acallando —ya fuera por medio de dádivas, chantajes o por la intervención directa— a la prensa; demoler a los candidatos más fuertes a través de campañas psicosociales de desprestigio, y promover indirectamente a los candidatos débiles, de tal manera que los representantes de la oposición, nivelados en un bajo nivel de apoyo electoral, se anularan mutuamente entre sí. Fujimori no haría propiamente una campaña electoral, sino más bien aprovecharía la enorme ventaja que le otorgaba ser el presidente en ejercicio. Todos los medios de comunicación social serían inundados con las imágenes del presidente-candidato, presentando las 3,600 obras que había anunciado iba a inaugurar en los 40 días previos a las elecciones.

Todo este proyecto se fue al diablo. Fernando Rospigliosi ha llamado la atención la semana pasada (Caretas, 3 de abril del 2000) sobre el hecho de que Fujimori no había realizado un solo mitin desde 1990, y de repente se ha visto obligado a lanzarse a orador de plaza por la disparada de Alejandro Toledo. Los votos se han venido peleando pueblo por pueblo y el panorama electoral ha cambiado radicalmente, pues el candidato re-reeleccionista ya no corre más solo. La emergencia obligó a candidatos al parlamento, como Pablo Macera, que aparentemente harían un ingreso discreto a sus nuevas opciones políticas, a ensuciarse las manos y a salir a defender por calles y plazas la candidatura oficialista, prestando el aval moral de su presencia a personajes como el cuestionado Absalón Vásquez, en la práctica el jefe de la campaña electoral oficialista.

La política como juerga

La campaña ha tenido, pues, que replantearse en olor de multitudes. Los recursos que iban a servir para intercambiar víveres por votos tuvieron que fraccionarse para alquilar, adicionalmente, vehículos en que transportar a los entusiastas funcionarios estatales que debían hacer bulto en los mítines presidenciales. Las carencias del desentrenado orador debieron ser cubiertas por el creativo Sr. Sanchiz —el especialista español contratado para contrarrestar el desastre— con ingenio y buenas piernas. El presidente que nunca descansaba, porque el Perú no se puede detener, se convirtió en un entusiasta de la farándula, y en los mítines cada 30 segundos de discurso y promesas tuvieron que alternarse con la tecnocumbia El ritmo del Chino, tan cargada de contenido político como «Y se canta así, y se baila así» (coro de fondo: «¡Chino, Chino, Chino, Chino!»); el perfecto sustituto para el programa político ausente. Nuestro otrora adusto mandatario descubrió en sí insospechadas cualidades de bailarín, para ponerse a tono con el cómico e imitador nacional Carlos Álvarez y las chicas de Euforia. Pero (¡ay!), a pesar de todo, no pudo detenerse la disparada del condenado Cholo Toledo.

Es claro que con recursos tan pobres otro candidato estaría perdido, pero también es evidente que Fujimori sigue teniendo una base social significativa. Por desgracia, no lo suficientemente amplia como para poder arriesgarse a una confrontación leal, que excluya la manipulación, el chantaje a los más pobres, jugando con sus carencias básicas, y el fraude anunciado.

La muerte en el alma

La fiesta del Chivo, la última novela de Mario Vargas Llosa, aborda, a partir de una despiadada reconstrucción de lo que fue la dictadura del dominicano Rafael Leonidas Trujillo, un problema que, a mi juicio, es critico en el Perú de hoy: el del adormecimiento de la conciencia moral de todo un pueblo (finalmente comprometido en el orden social y político imperante, de arriba a abajo) al que puede empujar un régimen corrupto. Un simple ejemplo: ¿Por qué los partidos de la oposición no se pusieron firmes en negarse a continuar en la lisa electoral hasta que se hiciera una investigación moralmente solvente, hasta las ultimas consecuencias, del fraude de las firmas falsificadas? ¿No será porque la cantidad total de firmas presentadas por los partidos para inscribirse asciende a 22.5 millones, mientras que el total de los electores inscritos en los padrones son 12.5 millones? Parece evidente que, para inscribirse con medio millón de firmas, en nuestro país, todos los partidos tenían que hacer fraude. El problema no radica en la corrupción de unos y la pureza de otros: se trata de la capacidad del fujimorismo de imponer tales reglas, dictadas para complicar la inscripción de los candidatos opositores. Solo que, en el entusiasmo alimentado por la impunidad, a los estrategas oficialistas se les fue la mano y, llegado el caso, cuando decidieron inscribir sus nuevos movimientos, no les quedó más remedio que falsificar las firmas para saltar (dos veces) la varilla que ellos mismos habían puesto. ¿Desmoralizante? Sí, sobre todo porque termina imponiéndose un sentido común que da por supuesto que así son las cosas, sin plantearse la posibilidad de cambiarlas. Y la admiración por la efectividad, más allá de las formas, como por ejemplo esa forma incómoda llamada democracia, hace el resto.

Alberto Fujimori tiene hoy apoyo no sólo en los sectores menos informados de la población sino también en sectores políticamente informados; y no sólo entre los que disfrutan del carnaval de las finanzas publicas, o en general actúan por oportunismo. Un problema crítico para entender estos tiempos será explicar por qué tuvo apoyo social Fujimori. Quizás sea que la década del 80 fue tan traumática que terminó optándose por sacrificar todo a asegurar el orden, convertido en el valor supremo. Quizás que en medio de la crisis asomaron algunos elementos, de lo que es realmente la sociedad peruana, tan perturbadores que el miedo se instaló, y se sintió, más bien inconscientemente, que cualquier cosa que amenazara con desestabilizar la paz relativa existente debía ser conjurada a cualquier precio. Sólo que a estas alturas el régimen de Alberto Fujimori ya no es capaz de conjurar los males, sino más bien promete convocarlos.

© 2000 Nelson Manrique, [email protected]
Comente en la plaza de Ciberayllu.
Ciberayllu

Más comentarios en Ciberayllu.

195/000408