A 21
días de su inicio, la crisis generada por la toma de la residencia
del embajador japonés en Lima parece haber llegado a su peor punto
de impase. Con el país bajo la lupa de la opinión internacional,
en medio de la incertidumbre, la política peruana pareciera marchar
hacia un punto de definición. En las líneas siguientes, desde
la distancia, se intenta colocar los hechos en un contexto más amplio.
Una digresión necesariaTiempo atrás tuve la oportunidad de entrevistar a un coronel del Ejército Peruano. La conversación tuvo lugar en su oficina en la ciudad de Puno, donde dicho oficial ejercía un cargo de alta responsabilidad político-militar. Por ese entonces, Javier Pérez de Cuéllar recorría el altiplano en lo que sería el inicio de su campaña por la presidencia. Desde su escritorio, a través del teléfono, el coronel seguía los movimientos del aún no declarado candidato a través del departamento. Otras interrupciones tenían que ver con nombramientos de autoridades locales y disputas dentro de Cambio 90 el partido del gobierno; problemas a los que el coronel daba expeditiva y tajante solución. Era mediados de 1994 y el coronel hablaba con tono victorioso. En algún momento, al referirse a la permanente preocupación de su institución por el futuro del país, el coronel intentó establecer los vínculos entre el velasquismo y el fujimorato. "Entre Velasco y Fujimori, ¿cuál de los dos cree usted que era más fuerte como líder?" aproveché para preguntar. "Fujimori por supuesto," respondió mi entrevistado sin dudar. "Mientras Velasco tomaba días antes de decretar, por ejemplo, una subida del precio de la gasolina, porque tenía que pensar cómo le va a afectar a estos y a los otros, Fujimori toma una decisión y la ejecuta de inmediato sin entrar en cavilaciones" afirmó el coronel rubricando su argumento con un golpe sobre la mesa. Al despedirnos, esgrimiendo una sonrisa cazurra, me alcanzó un calendario con la foto del presidente-candidato que sacó de un cajón de su escritorio. En los meses previos a mi entrevista, la zona selvática del departamento de Puno la provincia de Sandia en particular había sido escenario de lo que sería el último intento del MRTA por establecer un frente guerrillero fuera del noreste amazónico, donde habían centrado sus acciones de guerrilla rural. Fracasaron miserablemente. Heridos, agotados, prácticamente entre sollozos, un puñado de jóvenes provenientes del departamento de San Martín argumentaban su inocencia ante un reportero local en un video que tuve oportunidad de ver. Interesado en el tema de la violencia política en América Latina, había leído por aquel entonces un excelente libro sobre la toma del Palacio de Justicia colombiano con una docena de magistrados dentro en noviembre de 1985 (Ramón Jimeno, Noche de lobos, Bogotá, 1988). Pretendían los asaltantes que, desde la cautividad, el máximo tribunal del país procesara públicamente al Presidente Belisario Betancur por sus responsabilidades en la frustración del proceso de paz y diálogo nacional. Fieles a su voluntarismo afirmaba Jimeno quienes concibieron la operación, creían que este "juicio excepcional" podría concluir con la formación de un nuevo gobierno. Era como agitar un trapo rojo frente a un toro bravo continuó pues ni las élites del país ni el ejército estaban dispuestos a aceptar que se diera tratamiento de triunfadores a quienes habían sido derrotados en el campo de batalla. Aislado, Betancur optó por dejar que los militares aplastaran a los rebeldes aún a costa de la vida de sus propios funcionarios. Veintiocho horas después de iniciada la toma, unos 115 cuerpos yacían en los escombros del destruido Palacio de Justicia bogotano. En perspectiva concluyó Jimeno tales acontecimientos no sólo señalarían el completo descrédito de los esfuerzos de paz sino que abrirían paso al clima de impunidad y descontrol militar que lanzó a Colombia por los caminos de la guerra sucia. Once años después, desdichadamente, las víctimas de la violencia política colombiana siguen contándose por decenas. Todos estos recuerdos han venido a mi memoria en estos días mientras sigo, a la distancia, los sucesos relativos a la toma de la residencia del embajador japonés por el MRTA en Lima. Y si me he tomado la libertad de agotar al lector con una larga digresión inicial es porque creo que las anécdotas que anteceden ayudan a identificar los elementos que se anudan en el impase que entra hoy a su vigésimo primer día. Como en el caso colombiano, ciertamente, la toma limeña me remite, en primer lugar, a la naturaleza voluntarista y hermética de la decisión emerretista los supuestos "derrotados" de tres semanas atrás, reflejo de una tradición vanguardista y militarista en creciente desprestigio a través de Latinoamérica. Me remite también, de otro lado, al triunfalismo y a la arrogancia de los "vencedores"; a su creencia de que sus aciertos en la guerra subversiva avalan sus visiones autoritarias y escasamente democráticas. El Perú bajo la lupa:
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© José Luis Rénique, 1997
970111