Después de la caída

Del fujimorismo a la democracia en el Perú

[Ciberayllu]

José Luis Rénique

 

Aquí estamos, diez años después, tragándonos la resaca de una nueva decepción. Ayer García, hoy Fujimori: expectativas similares y un mismo deplorable final ¿Qué pasó? ¿Por qué nos pasó de nuevo? ¿Qué hacer para que no nos ocurra otra vez?

No es fácil hacer el balance de acontecimientos que acarrean tantísima pasión y que, por lo demás, no terminan aún de desenvolverse. Es por demás urgente, sin embargo, mirar al futuro, sobreponernos al pasmo y la indignación, recordando siempre aquella vieja ley de la historia: que en el fondo de toda crisis palpita siempre la posibilidad de un cambio.

Comprender la naturaleza de la etapa que termina es, en esa perspectiva, punto de partida obligado. No, por cierto, para encontrar al chivo expiatorio con quien ventilar nuestras frustraciones. Es oportuno recordar hoy las palabras del historiador Jorge Basadre escritas poco después de la caída de Augusto B. Leguía, presidente peruano protagonista también de dos reelecciones, y derrocado —también— poco tiempo después de la segunda de estas: que no fue un «bólido llovido del cielo e impregnado con desconocidas miasmas, sino más bien una concreción y una acentuación de males persistentes que algunos vislumbraron y quisieron curar sin que se les quisiera escuchar». Porque si se quiso curar la decepción de García abrazando a un nuevo caudillo, a la luz de los acontecimientos, sería imperdonable ahora insistir nuevamente en la misma terapia.

Por eso no es un frío diagnóstico académico lo que aquí interesa. Más que de estructuras o de procesos, es de principios y de conductas, como de responsabilidades colectivas, a lo aquí quisiera referirme. Para ello, en medio de la incertidumbre prevaleciente, no he encontrado mejor punto de partida que mi propia memoria. Quisiera, por lo tanto, compartir con ustedes tres anécdotas personales sin pretender que sean ellas casos prototípicos o historias ejemplares; tres viñetas ilustrativas, nada más, que nos ayuden a comenzar a desmadejar ese complicado ovillo llamado «fujimorismo».

Se remonta mi primera historia a comienzos de 1992; a un restaurante en el Chinatown de la ciudad de Nueva York; a una conversación con un viejo compañero de estudios. Poeta y narrador de calidad «Carlos» había dividido sus lealtades políticas juveniles entre el aprismo y el trotskismo, de cuyas historias era un verdadero erudito. A fines de 1989, «Carlos» había conocido a Alberto Fujimori. Y aquel encuentro habría de cambiar el curso de su vida. En julio del 90 entraba con él a Palacio de Gobierno convertido ya en uno de sus inseparables colaboradores más cercanos. Conversando con «Carlos», tuve la primera constancia de la profunda lealtad que el nuevo mandatario era capaz de suscitar. «Carlos» creía ciegamente en su capacidad para conducir la modernización del país. Compartía con su jefe la absoluta certeza de que los partidos políticos eran el gran obstáculo para la realización de ese objetivo. Por ello es que era necesario —según él— ir más allá de la democracia formal, buscar un modelo más efectivo y directo de administración, desterrar, de una vez por todas, la política tradicional. De no hacerlo se corría el riesgo de un colapso nacional. Discutimos largamente. Rebatió, con fervor, cada una de mis objeciones. Nos veríamos nuevamente en Lima algunos meses después. Lo encontré animoso y expectante, convencido de que ahora sí, el país había entrado en curso de recuperación. Para entonces ya era obvio a que se había referido en su conversación anterior: el régimen al cual servía había sobrevivido exitosamente la presión originada en el exterior por un «autogolpe» que, de otro lado, se había ganado las simpatías de la mayoría de la población. Cuando, a las pocas semanas de aquel segundo encuentro, cayó Abimael Guzmán, me quedó más claro que nunca que el audaz enroque fujimorista había pasado su Rubicón. No volví a ver el rostro de «Carlos» hasta hace unos días, en un noticiero de televisión, sentado al lado de su líder en el jardín de un hotel de Tokio en patético testimonio de una lealtad sin horizontes.

Mi segunda historia ocurre a inicios del 95. Tiene lugar en una oficina de la comandancia del Ejército en la ciudad de Puno. El personaje es esta vez un coronel de esa institución. Actuaba «Ricardo» como un guerrero victorioso. Bajo su liderazgo, Puno se había convertido en caso piloto de la pacificación nacional. Se preciaba «Ricardo», sobre todo, de haber contribuido —codo a codo con su paisano Vladimiro Montesinos— a la redacción de la «ley de arrepentimiento», a la que asignaba un papel fundamental en la derrota de la subversión. Habló también del Presidente Fujimori a quien, curiosamente, reconocía mayor audacia y firmeza que su admirado General Velasco. «A Velasco —me dejó saber— le tomaba varios días decidir, por ejemplo, un alza de la gasolina, porque le angustiaba pensar cómo esto iba a afectar a uno u otro sector». No era ese el caso de Fujimori, en quien «Ricardo» reconocía una capacidad de mando mayor que la de cualquier general. Me habló, asimismo, de las difíciles condiciones en que él y sus compañeros daban la lucha contra la subversión. Me mostró la modesta habitación contigua en la que pernoctaba. Su familia, por razones de seguridad, residía en Arequipa. Me reveló que su sueldo de coronel no le alcanzaba para sobrevivir; que su ingreso principal en realidad provenía de «un par de volquetes» que tenía alquilados en ese momento al batallón de ingenieros del Ejército, el que los utilizaba en la realización de una serie de «obras cívicas». Los tenían trabajando en ese momento en la pavimentación de la carretera Juliaca-Huancané. Mientras conversaba conmigo, «Ricardo» no paraba de atender sus asuntos. Resolviendo el reclamo, por ejemplo, de los representantes de un comité local de Cambio 90 —el partido del gobierno por ese entonces— insatisfechos con un par de autoridades poco colaboradoras o comunicándose, en otro momento, con la oficina regional de Electro Perú para demandar la solución «en el acto» del reclamo de otra delegación del mismo partido. «Recuerde usted —advirtió a su interlocutor— que el Presidente ha priorizado todo lo que es electrificación». De rato en rato, asimismo, recibía los informes detallados de las actividades de Javier Pérez de Cuéllar en campaña electoral por la región. Inconmovible, al momento de despedirnos, me entregó un almanaque con el rostro sonriente del candidato-presidente quien algunas semanas después sería reelegido por primera vez.

Mi tercera historia es acerca de otro reencuentro con otro antiguo compañero de universidad. «Manuel» había sido por un par de años Ministro del régimen. Hablaba con gran satisfacción de sus logros en dicho cargo. Se preciaba, sobre todo, de haber visitado, al lado del presidente, zonas del Perú a las que jamás había llegado un representante del gobierno central. Su orgullo, aparentemente, estaba justificado: diversos observadores afirman que nunca se ha hecho tanto por el desarrollo de los servicios sociales en las áreas rurales del Perú como a través de la última década. Le pedí, en cierto momento, que me relatara cómo había llegado al ministerio. De su relato subrayo un detalle que entonces y ahora me parece notable. Tras algunas conversaciones previas, le habían pedido asistir a una entrevista personal. No se le dio detalles sobre con quien sería. Le llamó la atención, sí, la hora y el lugar en que lo citaron: frente al cine Balta de Barranco, a la medianoche. A la hora convenida llegaron dos autos que lo guiaron hasta la oficina del SIN en la Base de Las Palmas. Vladimiro Montesinos era su entrevistador. De su conversación con él no me dijo mucho. Lo que sí recuerdo es lo que me contó después: cómo al cabo de dos días le asignaron, para a una nueva entrevista, el mismo punto de encuentro, con el mismo recorrido y el mismo despacho. Sólo que, en esta oportunidad, en el mismo escritorio encontraría nada menos que al propio Presidente de la República.

Hagamos un esfuerzo ahora por poner estas tres historias en perspectiva, poniendo especial énfasis en comprender cómo las opciones personales fueron entretejiéndose con el drama del país.

La historia de «Carlos» nos recuerda, es cierto, la amarga frustración de diez años atrás. «Heredamos —diría Alberto Fujimori en su discurso de aceptación de la presidencia— un verdadero desastre». Y no le faltaba razón. Descendiente de una familia aprista, veterano de las luchas internas de la izquierda de los 70, «Carlos» sabía bien lo que la crisis del APRA y la ruptura de la Izquierda Unida significaban. Nada quedaba detrás si el partido más antiguo en toda la historia del país y la segunda fuerza electoral se desplomaban: era el final de lo que él y su jefe denominarían a partir de entonces como la «partidocracia». A similar conclusión habían llegado militares como «Ricardo», quien a su viejo anti-partidismo de cuño velasquista añadía ahora la certeza de que izquierdistas e inclusive apristas eran cómplices emboscados de la subversión; que en tales circunstancias se abría para las fuerzas armadas una nueva oportunidad de acción. El mesías en que, con la ayuda de «Carlos» y de un país atemorizado, se había convertido Fujimori en 1995 y el «señor de la guerra» que «Ricardo» era para ese entonces fueron el resultado humano de aquella decisión castrense. De la misma manera que la promoción de Velasco había visto en la lucha contra las guerrillas del MIR, en 1965, la oportunidad para lanzar su proyecto revolucionario, la promoción de «Ricardo» encontró en la lucha contra Sendero Luminoso la oportunidad de un plan de salvación nacional, ya no de corte izquierdista sino más bien neo-liberal. En el camino, el núcleo duro de ese proyecto encontró en Montesinos a su guía y estratega providencial, y en el ingeniero Fujimori a su cara pública. En 1993, cuando ya el proyecto comenzaba a disfrutar de sus primeros éxitos, una revista limeña reveló los detalles del llamado «Plan Verde», el esbozo de una democracia tutelada de corte fascistoide, de fachada civil y de alma militar. Los jefes de las FFAA se limitaron a negarlo, como negarían después el propio récord delictivo de su líder clandestino. Con la economía en plan de recuperación, la mayoría no quizo enterarse de más. De los críticos y los disidentes se harían cargo el grupo Colina o los operativos psicosociales. Habíamos dado un paso más en el descenso hacia el infierno.

A «Manuel» tampoco le preocupaban las peculiaridades operativas del régimen que le había llamado a colaborar. No le preocupó, por ejemplo, la curiosa relación umbilical que el mandatario tenía con su jefe de inteligencia. Hecho a la cultura corporativa empresarial, simpatizaba con la llamada «democracia ejecutiva» que los líderes del régimen decían practicar, en tanto que asuntos como los derechos humanos no tenían por que preocuparle si, de otro lado, se estaba haciendo tanta obra por los sectores populares. En el discurso oficial, además, los autotitulados «defensores los Derechos Humanos» no eran sino representantes encubiertos de la subversión. En los años subsiguientes, más aún, amigos y profesores de su propia facultad entrarían al gobierno sin prestar mayor atención a este tipo de denuncias.

La historia de estas personas representa una de las hebras fundamentales en la constitución del fujimorismo: la aceptación —pasiva o activa— por parte de grupos críticos de las élites peruanas de la «tentación autoritaria» representada por Fujimori. Esa antigua tradición de la política peruana cuya premisa básica es el desconocimiento de la viabilidad de la democracia en el Perú, la convicción, como contraparte, que mano dura y centralización son condiciones fundamentales para fortalecer la nación, que los caudillos y sus excesos, es decir, son un mal necesario en el Perú. Asistidos por esa creencia, hombres y mujeres profesionalmente calificados pero de dudosa consistencia ética se rindieron al realista dictado de las circunstancias. Con Latinoamérica saliendo de la llamada «década perdida» y en medio del boom de los llamados mercados emergentes, poco tiempo había para reparar en minucias de procedimiento. Poco importaba —como le escuché decir hace poco a un ex-embajador del Perú en Washington— que el presidente al cual servían «tuviera un íntimo rechazo hacia la institucionalidad democrática». Los objetivos y no los medios eran lo realmente importante. Y los hechos parecían darles la razón. Mientras varios líderes latinoamericanos sucumbían a las conmociones generadas por la liberalización económica la figura del eficiente y popular presidente peruano ganaba en estatura internacional.

¿Cómo explicar esta trágica ausencia de capacidad crítica? Fácil sería explicarse todo a partir de la lógica de la corrupción. Ojalá la cuestión fuese así de simple. Un análisis más fino revela graves brechas en los valores y principios éticos de la clase política peruana, tanto como su casi nula formación doctrinaria. Desprovistos de la orientación que de esos elementos emana, carecían de la entereza para resistirse a la lógica simplista propalada desde el SIN, reforzada, cuando era necesario, por un bien dosificado uso de la intimidación y el chantaje.

Desprovistos de criterio, perdieron la capacidad de apreciar dónde terminaba la eficiencia y dónde comenzaba el crimen o qué conductas políticas y sociales podían estar alentándose bajo el manto de la impunidad que los «éxitos» gubernamentales garantizaban. Sin una base moral y doctrinaria, sin una cultura política nutrida por una sólida memoria histórica, un pragmatismo vacío terminó imponiéndose como la única y dudosa ideología de la clase política nacional.

No es extraño entonces que la política fuese envileciéndose cada vez más. De ello escuché hace unos días un testimonio excepcional. Preguntado por un periodista radial por su parecer sobre el nuevo gabinete ministerial, el congresista Eduardo Farah respondía que lo único realmente importante era la cartera de Economía pues todo lo otro era político, y lo político no es sino teatro y decoración. Tamaña desvaloración de la política —a la que con sus actos el propio Farah ha hecho destacada contribución— es otra de las hebras fundamentales de esta situación. Y los problemas que de ella se derivan no pueden ser más preocupantes.

En una era de globalización intensa como la que vivimos no es mucho lo que un país pobre y periférico como el Perú puede hacer para innovar en lo económico. Nunca como hoy, el manejo de la economía doméstica había sido un asunto tan claramente transnacional. Ser un buen cliente y un pagador puntual parece ser la fórmula general que nadie se atreve a rebatir. De ello depende la esencial llegada de capitales. Es en el mundo de la política, paradójicamente, en que radican las posibilidades de innovación. Donde se juega la posibilidad de ir diseñando el capitalismo con rostro humano del que hasta el Papa ha hablado en los últimos años. No es posible enfrentar los retos del siglo XXI con conductas y creencias políticas del XIX, con una clase política que, como los patriotas criollos de hace siglo y medio, no confía en la población. Y es que en el Perú, tras 180 años de republicanismo, la gran innovación sigue siendo la construcción de un sistema democrático con instituciones efectivas y legítimas. Los fujimoristas del 90 no fueron en ningún caso los primeros en imaginar que en una postergación de dicha tarea, con la consiguiente adopción pragmática del caudillismo autoritario, era la mejor opción. Quien revise con atención nuestra historia del ultimo siglo podrá comprobarlo fehacientemente.

La pregunta es si en la oportunidad que se ha abierto ahora ante nosotros podría ser distinto. Tras una década de autoritarismo, sin partidos y más pobres que nunca, estamos al respecto, lamentablemente, a fojas cero de nuevo. En ello radica, sin embargo, el problema y la posibilidad del momento actual. La desconfianza en los políticos en el Perú de hoy es similar o mayor que la existía cuando en 1990 Alberto Fujimori apareció como el outsider providencial, puro, intachable y sin pasado. Frente a la posibilidad del retorno de los «partidos tradicionales», hay muchos peruanos que aún hoy prefieren a los corruptos de los 90, porque piensan que robaron menos e hicieron más. Prevalece, más aún, en gran parte de la población, una visión que equipara hacer politica con llenarse los bosillos con impunidad. Hay, no obstante, un inédito hambre de moralización que seguirá expandiéndose en la medida en que se vaya conociendo la verdadera extensión de la corrupción fujimorista. No es extraño, en tal sentido, que se haya recurrido a personajes de la generación anterior que, como Paniagua y Pérez de Cuéllar representan, esencialmente, una imagen de solidez ética y moral.

No es, sin embargo, suficiente. Con toda su rectitud, esas figuras representan el pasado. Echar a andar un sistema político moderno, principista y sin caudillismos, requerirá bastante más. No hay democracia sin ciudadanos. Y eso requiere no sólo partidos políticos representativos sino, fundamentalmente, de una efectiva sociedad civil; y que ésta se convierta, más aún, en protagonista central de la vida pública. Y esto requiere, a su vez, romper con la pasividad. Comprender que más que despreciar la política es preciso adecentarla, enriquecerla y democratizarla, arrebatárselas a los Farah y a los Montesinos para convertirla en un espacio de consensos y coexistencia. La época y el país lo demanda. Y en esto nos cabe a todos una enorme responsabilidad.

Si alguna lección debe quedar de lo acontecido en los 90 es que la abstención y la pasividad son la contraparte perfecta de la impunidad. La larga lista de asuntos por atender —la despolitización de la fuerza armada, el esclarecimiento de las privatizaciones, el restablecimiento de la autonomía municipal, la independencia del poder judicial, etc.— tiene como requisito una ciudadanía alerta y políticamente educada..

Lo vivido en los últimos días, estoy seguro, ha significado para muchos de nosotros un fuerte remezón personal. Ése es, en esta hora, nuestro mayor capital. Hago mías, al respecto, las palabras, emocionadas y sinceras, de un buen amigo mío:

«Creyendo que la búsqueda la Gran Solución era lo único por lo que valía la pena movilizarse, nos refugiamos en una cómoda abstención. Siento que mi reacción fue apartarme de la pequeña política del día a día. Esa política contingente, sin soluciones de fondo y definitivas. Y en ese espacio que dejamos fue construyéndose el tenebroso aparato de poder que ahora ha entrado en descomposición. Sabemos que en toda sociedad las virtudes y defectos se distribuyen a lo largo de una curva normal, con un pequeño grupo muy honrado, otro muy corrupto y la gran mayoría en el centro de la curva. La cuestión es cómo impedir que, en determinadas circunstancias, sea el pequeño grupo de los corrompidos el que imprima su lógica al conjunto de la sociedad.»

Reacciones como esta son acaso el saldo favorable, reitero, de la crisis del fujimorismo. Y es que más allá de la indignación nuestras mejores energías deberían concentrarse en imaginar la forma de desplegar el potencial participativo, pedagógico y fiscalizador del poder ciudadano. Eso y no otra cosa es hacer sociedad civil. La tentación autocrática y caudillista es demasiado vieja en el Perú como para desterrarla de un plumazo. Desaparecerá sólo en la medida que la democracia sea capaz de mostrar logros reales. Y esto no será posible sin una decisión colectiva de construir una política de principios de sólido basamento moral e intransigentemente no negociables.


© 2000 José Luis Rénique, [email protected]
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