El escritor venezolano de provincia

[Ciberayllu]

Jorge Gómez Jiménez

 

El escritor, independientemente de que sea exitoso o fracasado, siempre ha estado debatiéndose entre dos tendencias aparentemente opuestas: quienes se quejan de la carencia de lectores y quienes creen que lo que falta es oportunidades. En realidad ambas tendencias tienen un origen común, pues si no hay lectores es difícil que la sociedad brinde oportunidades: el lector es un consumidor de lecturas, y uno de los productores de lecturas es el escritor.

Estas dos tendencias son, a su vez, expresión de otras dos más profundas. Si anuláramos ambas carencias —lectores y oportunidades—, obteniendo de esta manera una sociedad ávida de lecturas y por ende generosa en apoyos a la tarea del escritor, estaríamos situándonos ante las dos grandes necesidades de la literatura contemporánea: el reconocimiento intelectual (que conllevaría a una sociedad a convertirse en lectora) y el reconocimiento material (que abriría las oportunidades al escritor).

Venezuela es uno de los países en los que ambas carencias se encuentran marcadas con mayor énfasis. En Venezuela los contenidos informativos de calidad son un producto caro, principalmente porque, al no ser la nuestra una sociedad lectora, los individuos rechazan la lectura en contraste con otras fuentes de información. Hay poca demanda, luego la oferta es cara. La lectura es básicamente un proceso en el que el individuo localiza y asimila contenidos informativos; la sociedad venezolana lee mucha televisión. En rigor, es más factible hallar un televisor que un libro en la casa de una familia pobre venezolana. Obviamente, si la producción literaria no tendrá quien la consuma, es absurdo sacarla al mercado.

Donde más claramente se evidencia todo esto es en la provincia venezolana. En muchos de los pueblos del país, las librerías son simples expendios de textos escolares y artículos de oficina. Venezuela quizás conoció escasamente el librero, ese híbrido entre comerciante e intelectual que nunca dejará de ser romántico, como factor de impulso de su entorno. Las bibliotecas, por su parte, reproducen en gran medida esta tendencia a la escolarización. Ni siquiera las capitales estatales venezolanas cuentan con bibliotecas bien dotadas en las que un eventual lector pueda saciar sus necesidades con material reciente.

Distingamos aquí lo que podríamos llamar dos sectores de la demografía literaria venezolana en función del acceso a la información. Alertemos que consideramos fuentes de información no sólo a material escrito, sino también a las diversas manifestaciones culturales y sociales que pueden aportar algo al escritor. En la capital de Venezuela, el acceso a la información está garantizado por diversos entes, y sólo hace falta que un escritor avezado detecte las fuentes a las que puede acceder y se dirija hacia ellas. Esto ocurre, aunque en menor medida, en algunas grandes capitales de estados y, también, en algunos pueblos con vida cultural bullente. A este sector lo denominaremos el circuito cultural. Todo lo demás es la provincia; aquí, las fuentes de información son tormentosamente escasas o se hallan deformadas por el influjo del entorno.

De esta manera, el acceso a fuentes de información en la provincia es sumamente restringido. Sólo puede acceder a información fresca aquel sector de la población que devenga recursos en medida tal que le permite atender a sus propias necesidades intelectuales, y ya que éstas son consideradas las menos urgentes —inclusive por aquéllos con recursos— muchas veces ni siquiera se intenta el acceso a la información. De esta situación se deriva, igualmente, que se rehuya el establecimiento de políticas que permitan facilitar el acceso a la información.

Sin estructuras para tal acceso, el escritor —principalmente el de provincia— se encuentra atrapado en algo que literalmente puede definirse como un mundo ilusorio. Desconoce las tendencias hacia las cuales se mueve la literatura contemporánea y carece de herramientas para innovar, pues para innovar es necesario establecer una plataforma de lanzamiento con base en el panorama general, al cual no puede acceder. Sin embargo, ya que el sentido de ser un escritor consiste, precisamente, en producir textos singulares, que se distingan de todo lo anteriormente escrito, se moverá naturalmente hacia lo que supone una innovación. Es aquí donde el mundo ilusorio, compuesto quizás por novelas de García Márquez o poemas de Neruda, o cualquier otro texto con más de tres décadas de antigüedad al que pueda accederse en la provincia, limita las posibilidades del escritor.

Lo que definimos como mundo ilusorio no es sólo el desconocimiento que de las nuevas tendencias presentan muchos de los escritores de provincia. Existe igualmente una ignorancia abrumadora en cuanto a textos básicos de los grandes autores de siempre, encontrándose aún entre nuestros escritores, por ejemplo, prejuicios para leer en profundidad a los grandes nombres contemporáneos latinoamericanos (Borges y Cortázar son poco conocidos más allá de El Aleph y Continuidad de los parques, cuento éste que tuvo la suerte en Venezuela de difundirse como texto de estudio en la escuela secundaria); desigualdad en el reconocimiento de méritos (endiosamiento de autores como Gallegos y Uslar Pietri, que contrasta con el desdén hacia otros más cercanos e igualmente valiosos como Liendo y Montejo); posiciones estandarizadas (muchos de nuestros autores recuerdan a Massiani como un narrador de adolescentes por Piedra de mar, e ignoran la existencia de la poesía de Cadenas o de Julio Miranda); rechazo hacia la diversidad de tendencias, a veces también por prejuicios o estándares de opinión (leer a Henry Miller revelaría gusto por lo porno; Umberto Eco es sólo el autor de un libro farragoso llamado El nombre de la rosa; considerar a J. J. Benítez lo más moderno de la literatura española; la novela negra es sólo un divertimento para cinéfilos); o inclusive situaciones cómicas derivadas de la carencia de información (escritores lanzándose largas disertaciones sobre el último poema de Borges, concursos en cuyas bases se pide que el cuento enviado no sea reconocible).

Las relaciones entre las fuentes de información y el material literario que con ellas se produzca, pueden ser palpadas perfectamente al comparar el desarrollo de la literatura en la provincia con el del circuito cultural. No es gratuito que los escritores caraqueños definan como literatura venezolana únicamente lo que se produce en sus círculos. En la demografía literaria, comúnmente son más difundidos los autores establecidos en el circuito cultural, pues es allí donde residen justamente las vías de difusión. Difícilmente estas vías de difusión servirán para dar a conocer la obra de los autores establecidos en la provincia. De hecho, los autores de provincia —aun los que viven en las capitales de estados— ni siquiera saben de qué forma pueden sus textos ser difundidos a través de esas vías. Me atrevería a afirmar, sin que para ello medie otra evidencia que mi contacto personal con muchos de ellos, que entre los escritores de provincia existe la plena convicción de que, aunque envíen resmas de sus textos a las revistas y periódicos capitalinos, nunca serán publicados (lo cual se sustenta también en situaciones concretas, por cierto); esa certeza, que casi podría decirse que nace en el individuo en el mismo momento en que se convierte en escritor, le inhibe de investigar sobre la existencia de otros medios de difusión ajenos al circuito cultural, como por ejemplo las revistas que editan las universidades, los sitios literarios en Internet —red sobre la cual pervive aún hoy un ingente prejuicio— o inclusive las publicaciones extranjeras, muchas veces más generosas con los escritores venezolanos que las nacionales.

Las vías de difusión de la literatura son principalmente los suplementos culturales de los medios de comunicación. En una economía devastada como la venezolana, publicar un libro puede ser una verdadera odisea para un escritor, por lo que la difusión suele restringirse a los suplementos culturales. En la provincia existe una febril actividad alrededor de las separatas de los periódicos regionales, pero esto no siempre procura que la difusión sea eficientemente encaminada, bien por el escaso peso específico del medio, bien por una incompetente selección de los textos que se publican. Además, como las vías de difusión del circuito cultural están más cerca de los entes privados y públicos de poder económico y político, se hacen obvios los privilegios naturales que asisten a los escritores en ese ambiente. Es muy posible que un texto publicado en el Papel Literario llegue a las manos de un editor de rango nacional o internacional; es casi imposible que ocurra lo mismo con un texto que aparezca en alguna publicación de, digamos, Los Teques, apenas a unos kilómetros de la capital. Y, en literatura, sin difusión no hay éxito.

Como la información de que se dispone en la provincia es escasa o distorsionada, allí el entorno literario termina siendo, paradójicamente, un factor dañino para el desarrollo de la literatura. En este entorno participan por igual los escritores que producen material de lectura y los lectores que están allí para consumirlo. Como aquéllos no encuentran el rumbo de la difusión, y éstos acuden a la aprehensión de contenidos culturales dictados principalmente por los medios de masas, como la televisión y el cine, en la provincia se ha delineado como literatura el conjunto de cosas publicadas que tengan forma de ensayos, artículos, crónicas, cuentos o poemas, generalmente sin que se produzca una verdadera valoración literaria de tales contenidos. Dicho en pocas palabras: cualquiera que pueda articular frases con alguna coherencia —o con menos incoherencia que el común— es considerado escritor.

Esa literatura mediocre, que sí encuentra a sus lectores porque no existe formación para el lector, lamentablemente se constituye en una gran masa que ocupa el espacio en el que por derecho deberían estar los escritores de valía —que los hay—, y los excluye. Por evolución natural, por dominar parámetros de excelencia en literatura, quizás esos escritores de valía logren salvar los obstáculos y algún día recibir el reconocimiento por su obra. Pero sólo quizás. Los otros, los que se dedican a leer poemas en las reuniones sociales, a crear asociaciones de escritores en las que sólo se reúnen quienes, por no desarrollar ninguna obra, tienen suficiente tiempo, o a escribir las esquelas de los actos culturales del colegio local, serán siempre reconocidos en sus pueblos como escritores, y esa es justamente su máxima aspiración. En ese sentido, el éxito está garantizado para los mediocres; para los escritores de valía, cuyas aspiraciones van mucho más allá, el éxito es una cuestión, en cierta medida, de azar.

Es preciso, entonces, desarrollar de alguna manera una cultura lectora que eduque al público, no para que sepa qué es literatura, porque esto podría tener ribetes filosóficos, sino para que aprenda a detectar los contenidos que definitivamente no son literatura, pues necesitamos tener lectores más desconfiados, más suspicaces. Sin embargo, hacer efectivo este proceso implica la participación del Estado como ente regulador de nuestra sociedad: debe bajar el costo de la información mediante diversas acciones, como nutrir las bibliotecas con colecciones de textos provenientes de los rincones más recónditos del orbe, propiciar el acceso de los escritores a las grandes vías de difusión y establecer fondos editoriales que lleven a los escritores hasta los lectores.

En líneas generales, este proceso tendría la doble facultad de elevar el nivel cultural de la población y aumentar las posibilidades económicas del sector editorial. Que escribir sea negocio, propuesta que suele asquear a los idealistas y, en general, al común, pero que urgentemente necesitan los escritores sea aplicada. Como todo oficio, el de escritor debería procurar el sustento económico a sus oficiantes.

Este punto tiende a ser muy problemático por una circunstancia especial: el escritor mismo no reconoce su oficio como una actividad productiva. Y no está muy lejos de la verdad, porque la literatura está entre las artes que menos dividendos materiales producen en Venezuela. Contrastemos con otra disciplina artística. Mientras que un pintor sin demasiada preparación o talento puede colocar un cuadro, pintado en una semana, por un monto equivalente al sueldo mínimo mensual vigente en Venezuela, no existen suficientes empleadores que ofrezcan la misma cantidad a un escritor, ni siquiera trabajando a tiempo completo durante los treinta días del mes. El oficio del pintor, del músico, inclusive el del artesano que se sienta en una acera a ofrecer sus creaciones, tiene ya toda una estructura comercial que, aun siendo insuficiente, genera mayores beneficios que los obtenidos por hacer literatura. No es necesario ser un gran pintor para vivir del arte; un escritor muy talentoso, que haya obtenido reconocimientos internacionales, generalmente debe tener otro trabajo para poder llegar a fin de mes sano y salvo. Y eso si ha logrado conectarse al circuito cultural o si es natural de allí: un escritor de provincia no puede siquiera soñar con ello.

Las mismas características comentadas en el párrafo anterior influyen para que la gestión cultural ofrezca resultados desiguales entre la literatura y las demás disciplinas artísticas. Asumiendo la gestión cultural como una actividad en la que se atiende tanto la capacitación del sector para el que se trabaja —pintores, bailarines o escritores, cualquier cosa— como la obtención de recursos para la producción de arte, la literatura tiene un escollo intrínseco e insalvable que obliga a crear toda una estructura para que cualquier intento de un gestor sea exitoso. Ese escollo es la originalidad de la obra literaria: si bien un pintor puede ganarse la vida desarrollando un estilo ya antes consagrado por otro artista, el escritor que intente esto será despreciado salvo si demuestra excelentes dotes para innovar dentro de ese estilo; un bailarín o un músico pueden ganarse la vida interpretando las creaciones de otros, o incluso las creaciones populares conocidas como folklore, mientras que trasladar estos procedimientos a la literatura comportarían un plagio. Hoy por hoy, el mayor alcance que puede esgrimir la mayoría de los gestores culturales de provincia en el área de literatura, es conseguir que algún que otro escritor dicte un taller; gestiones que apunten a la publicación son nulas o se desarrollan con un éxito discutible. Sin embargo, éstos, los gestores culturales de provincia que han propiciado la publicación, al menos en ediciones marginales que suelen obsequiarse en actos públicos o venderse después de años de llevarlas a las ferias, son los pioneros a los que debe pedírseles urgentemente una opinión en este tema.

Estas circunstancias, y otras que quizás se han escapado, han venido modelando una odiosa serpiente que se muerde la cola. Como no hay formación para la literatura, no hay lectores; como no hay lectores, no existe un desarrollo sostenido, que apunte a lo material, a lo tangible, del oficio de escribir; como no existe ese desarrollo, la difusión de los escritores es precaria; como tal difusión es precaria, se supone que publicar un libro es perder la inversión; como publicar un libro es perder la inversión, no hay un mercado editorial más allá del diminuto que vive del circuito cultural, lo que a su vez inhibe el proceso de formación de lectores y el desarrollo del oficio literario. Es de hacer notar que este círculo vicioso se vive con intensidad, en carne viva, en la provincia: aunque los logros son limitados, en el circuito cultural ya se puede gozar de cierto ambiente en el que un escritor podría desarrollarse, mediante talleres y otras formas de capacitación, e inclusive obtener ciertos ingresos por su trabajo literario.

Creemos que todo —lectores tanto como oportunidades— se encuentra en estado latente, y que sólo hace falta desarrollar ciertas estrategias para el despertar. Lo primordial es que dejemos de considerar a la literatura, esa terrible ocupación de mentes atormentadas, como un entretenimiento, una actividad para el tiempo libre. Que el escritor mismo aprenda a valorar la naturaleza de su esfuerzo y la necesidad de capacitarse para lograr la excelencia, pues el proceso no se podrá poner en marcha sino desde dentro de sus impulsores naturales.

© 2000 Jorge Gómez Jiménez
Ciberayllu

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