«Muchas veces también el ángel sabe mentir»
Lo inconocido de Jaime Saenz

[Ciberayllu]

Guillermo Delgado P.

 

«El castellano es palabra mayor.
Y dice que se profundiza en América»
.
Saenz


Jaime Saenz (La Paz 1921-1986). Novelista, poeta, escritor de abrumadora influencia en la literatura boliviana del siglo XX. Pedro Lastra, poeta chileno ha dicho de Saenz: «Tremendo escritor, de alcances plurales». En poesía tiene la siguientes obras: El escalpelo (1955), Muerte por el tacto (1957), Aniversario de una visión (1960), Visitante profundo (1964), El frío (1967), Recorrer esta distancia (1973), Bruckner (1978), Las tinieblas (1978), Al pasar un cometa (1982), La noche (1984). Entre su obra teatral está La noche del viernes (1987, Homenaje publicado en Hipótesis). En narrativa publicó: Imágenes paceñas (en colaboración, 1979), Felipe Delgado (1979) Vidas y muertes (1983), Los cuartos (1985). Quedan también algunos inéditos tales como: Tocnolencias (un capítulo fue publicado por Revista Cultural de Presencia (La Paz, 24 de Octubre, 1993).

Primero, un poco de mitología. Ya hace tiempo, gracias a la gentileza de Arp, una estudiosa de la literatura que comparte sus conocimientos en el departamento respectivo de la Universidad Mayor de San Andrés en La Paz (Bolivia), recibí un texto por demás bello del malogrado Jaime Saenz. El anverso del libro tiene a manera de carátula un esbozo suyo y el reverso un retrato de Saenz por Enrique Arnal.

Encandila una vez más el escritor con esa prosa tan suya en la obra póstuma titulada Los papeles de Narciso Lima-Achá (La Paz: Talleres Gráficos Mundicolor/ Instituto Boliviano de Cultura, 1991, 511 pp.). En tiempos en que especialistas en la temática escriben «contra la literatura» relacionándola sobre todo con «la formación del estado moderno y las condiciones que mantienen o redefinen la hegemonía capitalista, particularmente bajo situaciones de dominación colonial o neocolonial» —como alega John Beverly—, algunos lectores profanos hallamos en textos más recientes acaso un concentrarse en la estética y en la vena creativa de una lengua que no tiene sino un poco más de medio milenio de presencia en las Américas. Esta lengua es incisiva en su simbolismo, reveladora de un modo de ser y estar en el mundo. Álvaro Diez no se equivoca en su presentación del libro al afirmar que «en la literatura boliviana del siglo XX, la obra completa de Jaime Saenz es alta luminaria».

Segundo, un poco de lectura. Recientemente conversé con el poeta chileno Pedro Lastra y concidimos en apreciar la savia literaria de Saenz, asunto que ya pocos hacen por esas cosas atolondrantes de la postmodernidad. Pues Lastra se deleitaba con otro texto singular escrito por el mismo Saenz. El texto a que hago referencia está agotado. Entiendo que primero se dejó estar y, luego, de la noche a la mañana, simplemente la edición quedó agotada. El texto está dividido en dos partes y el autor los llama Libros. El primero tiene catorce (XIV) capítulos y el segundo veintiseis (XXVI). Cada capítulo está dividido por números romanos, asunto que pareciera no tener importancia. (Recientemente, empero, asigné la lectura en voz alta del capítulo VIII del primer libro a un estudiante que no pudo leer tales números. En vez de comentar y analizar ese capítulo terminé enseñando ¡los números...romanos! En fin, estamos en el año MCMXCIX.)

Sembrados de temas escabrosos, almacenados en anaqueles de bibliotecas americanas o europeas, la técnica del hallazgo de manuscritos heredados (p. 414), textos inéditos, diarios, memorias y archivos extraviados, ha sido —de siempre— motivo inspirador en la literatura. El último debate candente al respecto tiene que ver con la autoría triádica de un texto, el del ilustre Guamán Puma, de quien se sugiere no ser sino un individuo, amén de dos cronistas jesuitas antijerárquicos que —se dice— fueron, en realidad, los autores de la Primera Corónica. La escritura de este póstumo texto de Saenz, en particular, se inspira en la estrategia de los inéditos que un día aparecen en manos de un heredero: «...si algo ha tenido la virtud de incitarme a escribir, ha sido la lectura de ciertos papeles autobiográficos, que pertenecieron a un amigo mío llamado ...» El anarquista escritor irlandés George Bernard Shaw declaró que —nos recuerda Borges— «toda labor intelectual es humorística». Por el mismo hecho de imprimirse en forma póstuma uno podría decir que estos Papeles legados por Saenz tienen paralelos lúdicos con el contenido que el escritor compone a manera de confabulaciones en ambos libros.

En este texto ahora difícil de encontrar, el autor emerge con un narrador que nos inmiscuye en una excelente trama centrada en los pormenores vitales de Carlos María Canseco y Narciso Lima-Achá que fungen de autores. Así, el Libro Primero corresponde a Carlos María y el Segundo a Narciso Lima-Achá o Limachi, como el narrador aclara en un momento (pp. 253-254). Por otro lado, la persistencia de la estrategia literaria de los manuscritos —encargados a Carlos María de quemarse a la muerte de Narciso— dan rienda a un círculo narrativo, pues el escritor, al comienzo, ofrece el texto de Carlos María, a quien se le presenta Narciso deviniendo, eventualmente, en sujeto principal de la primera parte. Narciso termina confiando en Carlos María, que le socorre en sus últimas horas: «Son mis famosos papeles... Como ya te dije, es una especie de autobiografía» (p. 225). Narciso Lima-Achá, al final de su texto, en sus Papeles —que es la segunda parte del libro— termina advirtiendo que: «Con humildad y soberbia, digo adiós a mis papeles —y los dejo aquí, en este cajón de la cómoda, para que no desaparezcan sin moverse de su sitio, en cenizas invisibles. Canseco [Carlos María] ya sabe». Carlos María Canseco, en el primer libro, sin embargo, tiene la misma preocupación que Narciso Lima-Achá: «¿A quién recurrir, para confiarle el supremo encargo de que destruya mis manuscritos, juntamente con los papeles de Lima-Achá, una vez que yo haya exhalado el último suspiro?»

Jaime Saenz, utilizando técnicas paralelas —diría yo— y transformado en personaje por el narrador, aparece en ambos manuscritos. En la página 239 está «con cara de truhán y con errático aire de loco» y luego vuelve a aparecer en las páginas 483-485: «Como siempre, estaba en estado lamentable; y lo primero que hizo fue zamparse cuatro copas seguidas...». Y así, esas desnudas descripciones nos empellen para referirnos a aquellos pensamientos vertidos por Borges: «Cualquier destino, por largo y complicado que sea, consta en realidad de un solo momento: el momento en que el hombre sabe para siempre quién es». Los Papeles al ser publicados nos dan a conocer la verdadera catadura de su autor (p. 225), en virtud de sus propias confesiones —esos recursos técnicos de la escritura revelados a través del yo literario y el biográfico que sugiere el mexicano Juan José Doñán— y no por el prisma con que yo miro. Por ese detalle, uno quisiera pensar que el autor trabajó una buena parte de esta prosa narrativa con los elementos de la autobiografía.

Si uno fuera más lejos y se negara a seguir la ficticia trama del suspenso, diría que el escritor salpica el texto de evidentes indicios biográficos (pp. 417-418). Al hacerlo, se revela en esta literatura una aproximación rara vez compartida por lo escritores nacionales de quienes no sabemos sino aspectos secundarios y elementales: «El amigo Saenz lanzó una risotada —sin duda tenía un gran humor» (pp. 423-424)

Quizá con la cita de Borges que consigné en el párrafo anterior, el grueso del texto póstumo de Saenz nos acerca, fuera de la trama —que es el principal motivo literario—, a los momentos profundamente meditativos de su pasión por la escritura. Es por demás cierto que a Saenz le inspira el entender este misterio que llamamos vida y al anterior de ella, el mismo ser y el devenir. «Y se me ocurrió que el tiempo no era sino un misterio, y que ese misterio, como todas las cosas, era perecedero, y fenecería por efecto del tiempo» (p. 23). Sus diálogos filosofados —poética y narrativa— que surgen del encuentro cotidiano con el ir y venir vital de los personajes, revela las profundidas de las motivaciones humanas y las rencillas del diario vivir: «El hombre que quiere ser lo que es, tiene que recordar que ha sido, y lo que ha sido; y tiene que recordar que es, y lo que es» (p. 411). Ademas, el narrador empuja los encuentros humanos a las situaciones límite y surgen temas antes acallados como la homosexualidad (pp. 260, 280, 315), el racismo (pp. 39, 60, 88), la identidad (pp. 253-254), el fascismo (pp. 431-444) y aquel extraño elogio de lo teutón que se lee en un sabio diálogo traducido que toma todo el capítulo IX del primer libro. Quizá porque Saenz reflexionaba estos temas con mucha antelación, o por lo menos con la misma pasión con la que ya se escribía de ellos en otras partes del mundo, yo calificaría a los Papeles como sincrónicos de una preocupación que sólo poetas, literatos y filosófos pueden antelar. «Sólo con el recuerdo de sus muertos, uno llega a comprender la verdadera magnitud de las infamias que ha cometido».

Como entusiasmado lector gocé, por demás, de varias partes en las que el narrador de esta obra de Saenz ejercita una calidad etnográfica en su voz cuando reconstruye pasajes enteros que hablan de la convicción con que el autor conoce a la humanidad que le rodea y de la distancia crítica e irónica que es capaz de urdir. Veamos, por ejemplo, el retrato de los orureños, representados por el doctor Nataniel Zaconeta y León y por Benjamín Trullenque, «Orureño nací, orureño moriré...» (p.85), una reliquia de observación «Y ahora dos palabras sobre los rostros asados» (p. 86), puesto que dicho pueblo ha enfatizado su telúrica raíz india subrayando su mitología, recurriendo al simbolismo de la resistencia al servir —como un bocado más— nada menos que el carnero europeo lana y todo.

Similar referencia cultural se da en el diálogo construido por el narrador con los orureños: «Como usted sabe, el pueblo orureño ha sido capaz de celebrar los Carnavales bajo la amenaza de un cuasi cataclismo». (p. 135) En esta parte hay recurrencia a las estrategias de la picaresca y la sátira en una especie de intercambio recíproco entre discursos culturales (p. 88). Por su abigarrada formación social (sabia observación que dejó con nosotros René Zavaleta Mercado), Oruro se reconstruye a través de un rico imaginario en la obra de Saenz. El sujeto minero, la mitología telúrica, el etos quechua-aymara, la oratoria, su conciencia de tradición, y los nocturnos jugadores de generala y tripletas, parecieran temas recurrentes, clásicas topografías literarias que Saenz adosa ingeniosamente y con saludable ironía: «Usted no debería olvidar que el carnaval es cosa seria, y por eso mismo es broma» (p. 122). «Lo cierto es que en un abrir y cerrar de ojos la casa se vió invadida por una rugiente turbamulta de disfrazados; serían por lo menos unas doscientas mascaritas... y ahora bailaban y zapateaban como demonios al son de una banda que soplaba a los cuatro vientos». (p. 119)

El trasfondo ambiental de este texto ya pareciera insinuado a manera de borrador o plan en un trabajo anterior que Saenz dio a la publicación en 1985 bajo el título de Los Cuartos (La Paz: Altiplano) donde varios personajes ya se encuentran perfilados junto a temáticas sobre las cuales Saenz regresa: la muerte, la desgracia, la soledad.

A propósito de la escritura su narrativa abre, en voz de los personajes, pasajes de sentencias concluyentes: «Yo no soy escritor. Y si escribo estas mis pequeñas notas, es porque encuentro una compañia... en medio de esta espantosa soledad, la superficie del papel me ofrece compañía». Escribir no es así nomás, mi amigo. Escribir es cosa grave. (p. 501) «Acérquese al misterio de la palabra. Tenga cuidado con los problemas del lenguaje... Escribir es mucha cosa; yo soy apenas un pendolista (p. 424). Saenz, el autor, está constantemente desafiado por la presencia del lenguaje: «el genio del idioma castellano es algo muy grave» (p. 259)

Finalmente, el colofón. Un rico vocabulario subraya el estilo narrativo, pues el escritor utiliza términos suficientes para enlistarlos en un léxico saenziano. Algunas de estas palabras son las siguientes: poyo (38), columbré (41), cojigatos (70), inverecundos (71), cenáculos (71), inmarcesible (177), abebú (208), andaycachaba (238), zamarro (247) hidropesía (320), oriflamas (321), estulto (465), perillanes (474), ataucar (482), husmear (486). De esta lista «andaycachaba» y «ataucar» pertenecen a un vocabulario regional que Saenz rescata para dar vitalidad a su forma de narrar. En el término «andaycachaba» retrotrae un fonema altiplánico donde el español se coliga con los sufijos quechuas para denotar una manera de ambular, de andar sin sentido. «Ataucar», fonema de raíz quechua, también prueba que Saenz escuchaba el ritmo del habla y la escritura.

Pensando que este texto fue vertido por lo menos unos dos o tres años antes del deceso de Saenz, la preocupación por el tema vital de la muerte es por demás evidente. Por boca de los personajes, el yo biográfico se hace presente. «Y no obstante que espero la muerte, sigo escribiendo mi autobiografía, qué opinas. Lo que pasa es que somos humanos y somos débiles» (p. 225). Dice el narrador: «La verdad es que asusta vivir; y asusta la vida. Asusta la muerte». (p. 412) Surge poderosa la imagen de la muerte y está tan presente en la narrativa de este autor que le lleva a plantearse el problema de la soledad. «El único capacitado para comprender y asimilar las señales de la muerte es el poeta». (p. 491) «Entre el ahora y el después fluctúa indecisa la muerte... Es lo cierto que uno se aferra tanto más al pasado cuanto más teme a la muerte». (p. 325) «Y cada hombre es una muerte; y ésta es una muerte en nada parecida a ninguna otra. Tal la razón por la que cada muerte es una revelación siempre particular y siempre diferente y siempre aterradora, a lo largo de los siglos y los siglos».

© Guillermo Delgado P., 1999, [email protected]
Ciberayllu, [email protected]

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