Creadores culturales en la truculenta Lima |
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Alberto Mosquera Moquillaza |
«Hablar de libros, de autores, de poesía, con Carlitos Ney,
en los cuchitriles inmundos del centro de Lima,
o en los bulliciosos y promiscuos burdeles era exaltante»
Mario Vargas Llosa1
uando se habla de cultura en el país, lo que inmediatamente viene a nuestras mentes son aquellas manifestaciones o vivencias asociadas, en la casi totalidad de los casos, al mundo académico: música, literatura, poesía, ballet o escultura, con sus principales exponentes en primera fila, a los que se suele admirar fuera de los contextos sociales en los que cultivaron sus vocaciones, soslayando así la influencia de dichos ambientes sobre la labor creativa. O quizás, como ocurre en las últimas décadas, nuestra imaginación puede alcanzar a las ahora promocionadas expresiones de la cultura popular: danzas, canciones, fiestas costumbristas, artesanías, etcétera, haciendo con ellas la misma cirugía, obviando en el análisis las características de los espacios físicos en los que ellas se desarrollan, o las relaciones sociales, humanas, y por ende creativas, de cuyo tramado aquellos productos culturales forman parte y se explican.
El mundo urbano y concretamente el paisaje limeño, que ha sufrido una gran metamorfosis en los últimos cincuenta años, es un buen referente. En sus marcos primigenios y en sus desbordes hacia los extramuros de la ciudad, millones de hombres y mujeres han desarrollado un complejo y abigarrado mundo de formas de supervivencia económica y patrones de existencia social y cultural que violentaron la cadencia lenta, monótona, de salidas y llegadas al mismo punto de partida de las tradicionales costumbres limeñas. En esos escenarios siempre cambiantes y borrascosos, la sensibilidad de los creadores, incluyendo la de los académicos, fue encontrando un excelente magma social y cultural con el que algunos llegaron a confundirse, parcial o totalmente, transitoria o definitivamente, al considerarse parte del proceso urbano de construcción/destrucción que sufrió la vieja Lima, acosada y erosionada desde dentro y fuera, como efecto de un crecimiento económico anárquico, sin más control que el tamaño de los bolsillos de los inversionistas.
En esa transición cultural, Lima ganó en diversidad cuando lo viejo, representado por las añosas conductas criollas, fue entremezclándose con lo nuevo, traído desde tierra adentro por los miles de miles de provincianos que lentamente, superando animadversiones y remilgos, iban conquistando la capital; mientras la radio, el cine, la televisión, el disco, hacían lo suyo por el cambio, difundiendo costumbres, modas, estilos de vida, héroes y villanos, música y canciones, bailes, todos foráneos, que fueron delineando nuevas maneras de ser, entender y sentir las cosas.
Con el capitalismo urbano en expansión, sus luces y sombras se expandieron por toda la ciudad. Luces en los barrios ricos, claroscuros en los mesocráticos y sombras en los barrios pobres o en los rincones miserables de la ciudad, repletos de las víctimas de esa expansión excluyente: obreros y empleados mal pagados, artesanos arrinconados por la competencia desigual, maestros en picada, informales que iban ganando calles y avenidas, desocupados crónicos, provincianos sin futuro inmediato, y una juventud pobre que en el mito de la educación trataba de encontrar una salida a sus problemas, mientras unos soñaban con emular a sus héroes del cine mexicano; aunque otros se sintieran más cerca de los rebeldes sin causa del celuloide norteamericano.
Y con los tiempos modernos surgieron nuevos bares y chinganas, que como diría el conocido animador y locutor Humberto Martínez Morosini, mandaron al «rincón de las ánimas» el pickup y sus agujas2, para reemplazarlo por la estentórea rockola. Y con las insinuantes voces de Leo Marini (Dos almas que en el mundo/había unido Dios/dos almas que se amaban/eso éramos tú y yo/) y Lucho Gatica (Tú me acostumbraste/ a todas esas cosas/y tú me enseñaste/que son maravillosas), que con la novísima tecnología de punta «sonaban mejor», se estrenaron nuevos burdeles o se remozaron los antiguos con la inevitable cesantía, por edad y decencia, de las viejas putas y su reemplazo por nuevas, lanzadas al arroyo por la misma modernización; que patentizó también nuevos delincuentes, que hacían la preparatoria como pájaros fruteros y se graduaban en «El Sexto» o «El Frontón», de donde salían listos para imitar a «Rififí», un gángster del celuloide francés que le rompió los esquemas a los delincuentes limeños, cansados de robar gallinas, carteras o ropa tendida.
Se nos hace hoy difícil pensar en un Mario Vargas Llosa frecuentando bares, lupanares, callejones y hoteluchos de Lima, enamorando prostitutas, mandándose un jalón de cocaína en el «Negro Negro», otrora intelectualizada boite de la plaza San Martín donde Alfredo Bryce Echenique terminaba sus noches de bohemia cantando boleros de Daniel Santos o simplemente sorteando borrachos, homosexuales, vagos y noctámbulos de todo pelaje, que hasta ahora dan vida a las noches de La Colmena, pero que en los años 50 de la bohemia vargasllosiana, merodeaban o eran habitúes del «Palermo», el «Chinochino», o el «bar sin nombre», clásicos reductos de tragos, amistad y del pensamiento libre, frecuentados por el entonces joven escritor arequipeño y los intelectuales de esa época3.
En esos ambientes, contra lo que puedan pensar los santurrones de siempre, Vargas Llosa avanzó leguas en su educación literaria. Carlitos Ney Barrionuevo, un periodista de carne y hueso al que todavía es posible ubicar en algún bar capitalino, se convirtió lo confiesa el propio autor en El Pez en el Agua en su director literario. César Vallejo, Martín Adán, José María Eguren, André Malraux, Jean-Paul Sartre, James Joyce y muchos otros más desfilaron por primera vez ante el novel Vargas Llosa, por obra precisamente de su compañero de tragos y aventuras. Si alguien dudara todavía de cuán fecundas pudieron ser esas noches de bohemia remítase simplemente a Conversación en «la Catedral», donde con los maquillajes correspondientes a todo trabajo literario, Vargas Llosa evocó sus andanzas juveniles.
«La Catedral» fue, precisamente, una conocida chingana de obreros, artesanos y desocupados, ubicada al borde del cuartel primero de la vieja Lima, en las inmediaciones del Puente del Ejército y de la avenida Argentina, donde como se lee en la novela en medio del tronar de una radiola multicolor y de los olores a sudor, ají, cebollas, orines y basura, se desarrollarán las conversaciones entre Zavalita (el de la siempre urticante pregunta: ¿En qué momento se jodió el Perú?) y Ambrosio, protagonistas centrales de la obra que radiografió los intersticios de la dictadura odriísta (1948-1956); expresión política de un puñado de ricachones que con el viejo cuento de la modernización hicieron de nuestra economía un abrevadero para los inversionistas foráneos y locales.
La urbe que creció, se tugurizó y darwinizó bajo el tuntún del capital, de la oferta y la demanda de los espacios físicos, empujó a los más débiles, incluyendo a los que llegaban de provincias, a los canchones, pampas y cerros de los arrabales y a cuanto lugar hubiera, habitable o no, para seguir agarrándose a puñetazos con la vida. Zaheridos por el Perú oficial, los protagonistas de estas epopeyas, que no figuran en los grandes libros, comenzaron a ganar voz y espacio como figuras de los cuentos de Julio Ramón Ribeyro4 y Enrique Congrains. «Los gallinazos sin plumas» y «Al pie del acantilado», del primero; y «El niño de junto al cielo», «Domingo en la jaula de estera», o «Lima, hora cero», escritos por el segundo, por su realismo, como escribió Luis F. Vidal, van a dar cuenta de las contradicciones de la nueva configuración social de la ciudad5.
La gente del pueblo dirá el personaje central de «Al pie del acantilado» somos como la higuerilla, que crece en los arenales, en las acequias sin riego, en el desmonte, sobre el canto rodado, alrededor de los muladares y que sin pedir tregua al sol ni a la sal de los vientos del mar, se expande por doquier. «Allí donde el hombre de la costa encuentra una higuerilla, allí hace su casa porque sabe que allí podrá también él vivir»6, nos dice el hombre que en ¿la ficción? fue a parar con sus huesos a los barrancos de Magdalena, corrido «como bandido» por los policías y escribanos que lo arrojaban de quinta en quinta, de corralón en corralón.
La realidad, tan brutal como la ficción, estaba marcada por el caos, el laberinto y la degradación. Calles y plazas van exhalando un hollín material y espiritual, pero al mismo tiempo esperanzadoras alternativas de vida que se difunden aquí y allá sin más levadura que la lucha por la supervivencia. Estoy parado /estoy sin trabajo/ estoy de cabeza y sigo estando sin trabajo./Llego a este banco de parque/ a disputar un sitio/ arrastrando los pies./ Estoy destruido sin siquiera bordear los 40./Estoy asustado/ sin S.S./ sin L.E./ sin L.M./ sin plata... escribiría el poeta Jorge Pimentel expresando quizás su desventura personal, pero también la de muchos desesperados por los golpes de la vida. Pero el mismo vate, en otro poema, en los marcos de la misma caotizada urbe nos va a señalar la salida que desde abajo van construyendo los mismos excluidos: Pepsi Cola Coca Cola/pan con huevo pan con huevo/cigarros fósforos/jebe jebe jebe jebe/ Lander Americano para caballeros/ la negra historia de los Prado/ oiga vea oiga vea/ casimires baratos perfumes.../ 7
La Parada y alrededores, en el distrito de la Victoria, otro de los grandes espacios surrealistas de Lima fue el hábitat de Víctor Humareda, el desaparecido pintor puneño quien desde 1952 hasta 1986, año de su muerte, vivió en el Hotel Lima (cuarto 283), entre 28 de Julio y Aviación, a escasas cuadras del jirón Huatica, avenida Grau, México y Floral, barrios de putas, proxenetas y malandrines de todo tipo. En esos ambientes, devaluados y satanizados por la cucufatería e hipocresía limeñas, Humareda va a encontrar la fuerza, la alegría y la motivación para pintar el lado oscuro de la ciudad: mendigos, locos, ropavejeros, prostitutas, como lo hiciera con los tugurios del Rímac, Barrios Altos y San Cosme8, actitud vital que lo acompañó hasta concluir con un cuadro de la Quinta Heeren, 48 horas antes de su deceso.
Para Humareda, la pintura no era sólo color, era también forma, armonía, composición, dibujo y realidad. Pero una realidad que tenía que sentirla y gustarle, con temas que debían coincidir con su estado de ánimo y su manera de pensar9. «¿Mi cuarto? Mi cuarto es más alegre, me gusta. Me gusta La Parada, el barrio, por su bullicio, por la gente. Aunque también siento agrado por la noche, por las mujeres bonitas, de buenas formas»10 dijo en una oportunidad Humareda, el pintor que dejó París por Lima, que no tomaba alcohol ni fumaba pues prefería el agua de manzanilla para bosquejar sus trabajos, mientras aguardaba la noche, a cuyo amparo incursionaba en los prostíbulos capitalinos, a la caza de damiselas con quienes fundir sus sueños de acostarse con su adorada Marilyn Monroe, la endiosada rubia norteamericana que también sacó de sus cabales a los todopoderosos hermanos Kennedy.
A pesar de todo a pocos se les ocurre pensar que en el fondo de los callejones y solares de la vieja Lima, en sus hoy destartaladas calles y jirones, en sus cantinas y esquinas, o en sus antros, bulle la vida en todos sus colores y matices, con sus héroes, malos y buenos todo depende del cristal con que se les mire y en el quehacer cotidiano de una población anónima, que desde las entrañas de la «bestia de un millón de cabezas»11, va cincelando también el país; cantando y bailando, añorando, los más veteranos, los tiempos pasados: los valses de Felipe Pinglo Alva, los tangos de Carlos Gardel, enzarzándose como siempre en las interminables discusiones sobre si fue mejor Bienvenido Granda (Angustia de no tenerte a ti /tormento de no tener tu amor/ angustia de no besarte más/nostalgia de no escuchar tu voz/) o Daniel Santos (Ayer se cumplieron diez años/de no ver tu cara/de no mirar tus ojos/de no besar tu boca/), aunque unos y otros comulguen con la inigualable Sonora Matancera, Los Compadres, el trío Matamoros o Celina y Reutilio, clásicos representantes de la música caribeña, cuyos ecos, renovados por viejos o nuevos cultores, siguen dando que hablar y bailar.
Felipe Pinglo (1899-1936), considerado el compositor popular peruano más importante del siglo XX, va a inmortalizar esas calles, esos barrios, esos hombres y mujeres, niños y ancianos, para quienes el olvido es el premio a su anonimato. No hubo letra de Pinglo que no reflejara el trajinar de esos hombres, sus sentimientos, sus amores, sus protestas sordas, sus angustias. Sebastián Salazar Bondy escribiría que en los versos de Pinglo el hombre oscuro de la calle «halló su alma trémula, su neblina interior, su desahogo»12; mientras que para Juan Luis Dammert en la obra de Pinglo hay la visión de la multitud, de la república que ve, siente y escucha en las calles de Lima, y cuyo centro vendría a ser el barrio13, tan caro a los limeños de ayer, tan extraño a los de ahora.
De nuevo al retornar al barrio que dejé/la guardia vieja es hoy los muchachos de ayer/no existe ya el café ni el criollo restaurant/ni el italiano está donde era su vender/ha muerto doña Cruz que juntito al solar se solía poner/a realizar su venta al atardecer de picantes y té/no hay ya los picarones de la abuela Isabel/todo, todo se ha ido los años al correr/ escribe Pinglo, al volver a su entrañable Barrios Altos, al caserón de El Prado, «al callejón del Fondo» luego de vivir durante dos años en La Victoria. Para Basadre, ese vals, escrito en 1924, es un verdadero canto de amor al barrio y una expresión de nostalgia por el pasado14.
No existía para Pinglo mejor fuente de inspiración que la vida misma, la que se irradia desde la calle Ancha, El Prado, Barbones, Los Naranjos, 5 Esquinas, Mercedarias, en los Barrios Altos; o desde Monserrate, La Victoria y el Rímac, con sus grandes reservorios de pobreza, alegrías, tristezas y esperanzas. En esas calles y plazas, en sus huertas, callejones, y solares, en los campos aledaños, Pinglo, guitarra en mano, va a entregar, entre muchas otras composiciones: «Bouquet», «El Huerto de mi amada», «La canción del labriego», «El espejo de mi vida», «Rosa Luz», «Jacobo el leñador», «El canillita», «Mendicidad», «Pobre obrerita», «Hermelinda», «Amelia», y el himno a los amores imposibles, «Luis Enrique el Plebeyo», que va a pintar de cuerpo entero la emoción social del bardo criollo, su espíritu libertario.
Mi sangre aunque plebeya también tiñe de rojo/el alma en que se anida incomparable amor/ella de noble cuna y yo humilde plebeyo/no es distinta la sangre ni es otro el corazón/Señor por qué los seres no son de igual valor/, escribe Pinglo antes de finalizar 1930, reclamando igualdad en el amor, porque para él los pobres como «Luis Enrique» tenían derecho a amar y pretender, como cualquier mortal, la «enguantada mano de noble mujer», aspiración humana que abriría una grieta más de rebeldía en el Perú oligárquico de entonces: de rebeldía, pero por amor, contra la infamia de dividir a los hombres y sus sentimientos por sus orígenes sociales15.
Con la nueva ola modernizadora de los años 90, el Perú, que según el instituto oficial de estadística cuenta actualmente con más de 25 millones de habitantes, ha multiplicado sus problemas existenciales. La lucha por la sobrevivencia ha alcanzado dimensiones nunca antes vistas, teniendo como contrapartida una concentración mayor de la riqueza en pocas manos. Y como ayer, los pobres siguen batiéndose, tensando al máximo sus capacidades creativas para salir adelante, mientras cantando y bailando colorean ciudades y pueblos como demostración palpable de sus ganas de vivir, imponiendo modas, costumbres y ritmos híbridos como la chicha, sintetizadora de la cumbia, el huayno, el bolero cantinero y el mismo rock.
La ciudad se afirma con desazón se ha pacharaqueado, en alusión a «Los Pacharacos» un conjunto pionero del hibridaje musical que surgió abajo, en los meandros sociales de Lima y provincias, pero cuyos émulos de última hora, previa modernización tecnológica y afinamiento temático, se han filtrado en los exclusivos aposentos de Camacho, La Molina, Rinconada de Lago y balnearios del sur; habiendo servido incluso de cebo musical en la controvertida campaña electoral de mayo y junio pasados.
Sin embargo, más son las sombras que las luces en la nueva etapa de modernización. Al amparo del neoliberalismo el capital se ha impuesto a rajatablas: el costo lo podemos observar en las calles y conos de la ciudad, de día y de noche. Un solo ejemplo bastará de ilustración. En pleno centro de la capital, entre las avenidas Alfonso Ugarte, Garcilaso de la Vega, Tacna y los jirones Moquegua y Dávalos Lisson, de 160 hostales abiertos en los últimos años, 128 sirven para el ejercicio de la prostitución; cifra que puede ampliarse si se contabilizan los locales existentes en los jirones Torrico, Cailloma y Camaná16, sin excluir cines, salas de video, restaurantes y centros de masajes donde se practica el amor al paso, con la misma prisa con la que come un pan con chicharrón, sin la parafernalia putañera de los clásicos burdeles limeños, sin la competencia desenfadada de Marini o Gatica, Javier Solís o Roberto Ledesma, sin los tremebundos personajes del estilo de «Yo soy el Rey», historia de putas, maricones y aprendices de cafiche que lleva la firma de Alfredo Bryce Echenique.
Esa realidad de fines del siglo XX es por sí sola subversiva, porque incomoda y hiere, porque subvierte nuestros sentidos y dignidad humana, porque las verdades que muestra se traen abajo las falsedades de los discursos oficiales de progreso y bienestar; y porque, además, manejada diestramente por poetas, escritores, cantautores o pintores puede alimentar una rebeldía que adecuada y libremente encauzada puede hacer realidad la utopía de «Luis Enrique el Plebeyo».
© 2000 Alberto Mosquera Moquillaza, [email protected]
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