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7 diciembre 2003

Mal colonial y reto social

A propósito del informe de la Comisión de la Verdad

Vicente Romero


Hugo Neira, en su columna «Sabatina» del 30 de agosto pasado, ha invitado al Perú a una «introspección», a que la sociedad y las instituciones del país tomen en serio y acojan responsablemente el Informe Final de la Comisión de la Verdad y Reconciliación. Al hacerlo, Neira ha tenido el acierto de esbozar paralelos entre dos períodos dramáticos vividos por el país, entre las reacciones éticas que los mismos engendraron. Más precisamente, ha sugerido un paralelo entre el autor de Pájinas libres y la Comisión de la Verdad al calificar a ésta de «González Prada colectivo».

En efecto, diversos puentes pueden conducir a retomar la posta a Neira. El de las circunstancias y el contenido del «Discurso del Politeama», de 1888, en especial. Pues en él, luego de indagar sobre los factores internos que permitieron la derrota del Perú en la Guerra por el Salitre, González Prada interpela a las nuevas generaciones aguijoneando a lo viejo y colonial, responsable de la derrota: «En la orgía de la época independiente, nuestros antepasados bebieron el vino generoso i dejarían las heces. … Si del indio hicimos un siervo, ¿qué patria defenderá?», exclamaba el maestro hace más de un siglo. González Prada señalaba lo infecto que había en el país, daba una orientación ética, incitaba a los jóvenes a hacer obra de regeneración de la patria.

De otro modo pero con la misma intención, el Informe de la Comisión Lerner (el nombre de su presidente), un trabajo colosal aún por conocer en profundidad, condensa los primeros cimientos de un balance de dos décadas de guerra sucia. El polvo que el Informe ha levantado, la agitación, la ira, la pantomima con que algunos han reaccionado, es sólo precursor de lo que sucederá en años y décadas venideras. Es así porque el trabajo de la Comisión de la Verdad ha puesto el dedo en la llaga, ha señalado las fisuras profundas que afectan a la sociedad, a los grupos políticos y al estado peruanos, porque ha indicado a los responsables directos de lo sucedido.

«Mucho se ha escrito sobre la discriminación cultural, social y económica persistentes en la sociedad peruana. Poco han hecho las autoridades del Estado o los ciudadanos corrientes para combatir ese estigma de nuestra comunidad», sentenciaba Lerner en su discurso de entrega del Informe Final, interpelándonos, poniendo a cada uno delante de nuestras responsabilidades, de nuestras conciencias. Aunque el Informe, debido a su naturaleza, se limita a dar pautas para la reparación de las víctimas, con lo condensado en varios volúmenes da aliento, oxígeno, para que, en el país, con el análisis de lo sucedido y en polémica, se hilvanen y agrupen las fuerzas y tendencias presentes en la sociedad. Entre ellas las interesadas en madurar para construir una sociedad ética y materialmente diferente, en cristalina y práctica ruptura con las causas que engendraron la perversidad de lo sucedido.

Los paralelos no son sólo justificados sino que es aleccionador hacerlo. Como sabemos, los que hicieron el discurso de 1888 y el Informe de 2003 no son indígenas sino miembros de la sociedad criolla (o acriollada) que ha gobernado y gobierna el país. Sin embargo ambos autores, individual o colectivo, coinciden en indicar que las causas de las hecatombes cíclicas del país, desde la instalación de la república, están en la moral y la política públicas (no sólo el estado) elaboradas ex profeso para someter, postrar e ignorar a las poblaciones indígenas. Ambos documentos son entonces pasos dados en pos de forjar un nuevo tipo de conciencia pública, pues han visto los efectos de los males más allá de su medio social; los han visto en todas sus consecuencias sociales. Los integrantes de la Comisión de la Verdad forman parte de «la sociedad integrada» (expresión de Lerner). Entre ellos no hubo víctimas directas de la guerra sucia ni indígenas. Su constitución y la elaboración del Informe fueron hechas a pedido del estado heredero de la colonia, en momentos de aguda crisis de éste, ciertamente. Sin embargo, y éste es el mérito en pos de la nueva conciencia pública, el Informe machaca sin cansancio lo extendido del prejuicio racista establecido en nuestra sociedad: este prejuicio explicaría en gran parte el silencio cómplice y la indiferencia con que las mayorías del país consentimos los efectos de la guerra sucia sobre hombres, mujeres y niños quechuahablantes, sobre tres de cada cuatro víctimas.

I

Forjar un nuevo tipo de conciencia pública, vale precisar, aquella que actúa por el bien común, no es minga fácil de realizar. Cabe primero afirmar y precisar la brecha que, ya en la república, empezó a diseñar en 1888 González Prada, brecha que es reabierta en estos momentos con el Informe. Sólo después es posible ensancharla. Este trabajo previo impone un combate por la verdad y, de cada individuo o grupo social particular, un aporte crítico y constructivo. Hay que atreverse, hoy más que nunca, a «desfacer entuertos», a enmendar sentencias, aunque éstas vengan de las figuras que han marcado los mejores hitos en esta empresa.

Con este claro propósito, me permito retomar algunos aspectos colaterales pero a la vez sustanciales de lo afirmado en 1888 por González Prada y —recientemente—  por la Comisión de la Verdad, recientemente. Retomo sobre todo la parte conclusiva del Informe Final de esta última.

a) «No fomentemos pues, en nosotros mismos los sentimientos anodinos del guardador de serrallos, sino las pasiones formidables del hombre para engendrar a los futuros vengadores. No diga el mundo que el recuerdo de la injuria se borró de nuestra memoria antes que se desapareciera de nuestras espaldas la roncha levantada por el látigo chileno». Así culminaba González Prada su discurso de 1888. Estaba a flor de piel la herida que en él, como en muchos otros peruanos, había dejado la expansión chilena.

Por esta razón, o por ser hijo aristocrático del período de guerras intestinas entre estados regionales de Iberoamérica, a González Prada se le escapaba una comprensión global de los factores coloniales, usureros y rentísticos, comunes a los estados «capilla» de la región. Factores que desencadenaron la guerra del salitre. De tanto mirar lo que le sucedió al Perú en dicha guerra, no pudo ver que, peruano o chileno, del salitre vendido muy poco o nada quedaba para el beneficio de las mayorías del país propietario. Que tanto el guano peruano como el salitre en manos chilenas sólo sirvieron para acrecentar el poderío de los plutócratas y del imperio británico y de muy poco o nada para forjar empresarios y gobernantes pegados a los intereses del terruño, al destino del continente. Que en las salitreras, peruanas o chilenas, los trabajadores pampinos (fueran estos peruanos, bolivianos, chilenos, quechuas o aymaras), laboraron en condiciones de semiesclavitud. Que la vida del inquilino chileno no era muy distinta de la del yanacona peruano. Que en Chile «republicano», lo recaudado por el fisco con el salitre y la experiencia obtenida durante la guerra, junto con el ferrocarril, sirvieron para vencer a los mapuches en la guerra de conquista que el virreinato no había logrado realizar.

González Prada no pudo percibir que, más allá de las diferencias de entonces entre Chile por un lado y Perú y Bolivia por otro, los males de los cuales adolecía el país eran en lo medular comunes a los de los vecinos. En pocas palabras: González Prada sólo pudo ver el mal en Perú y no que la gravedad del mal era médula también en la empresa de expansión del país vecino. Que uniformemente, la ganancia fácil es desde siempre la divisa fundamental que inspiraba a las clases y estados dominantes en nuestros países.

Esta visión parcial del maestro González Prada, fue en parte corregida por Mariátegui. Conviene recordar que en él (o en Haya de la Torre) no existieron sentimientos de venganza. La prédica de Martí y de Ingenieros había calado. En la sección «Peruanicemos al Perú» de la revista Mundial, que Mariátegui retoma en 1925, no es posible encontrar ningún resabio revanchista o patriotero. El fundador de Amauta había comprendido que «Peruanizar al Perú», es compatible con «Chilenizar a Chile» o «Ecuatorianizar al Ecuador» pues en esencia significa dar cara a los Andes, enraizarnos para terminar con la tara colonial. Valga decir que es empresa común la de indianizarnos. Se entienda bien: no propone un retorno al Tawantinsuyu, ni fomenta un racismo cultural milenarista, ni auspicia populismos como los que estuvieron en boga el siglo pasado en distintos lugares de América ibérica. Todo lo contrario. Propone y obra por forjar la síntesis social y cultural en estos lares, revalorando lo creado durante milenios, dándole filo y precisión en contacto e intercambio con el presente, con lo contingente. Para cumplir con esta tarea se impone traspasar las fronteras que los estados herederos de la colonia han establecido, sin por lo tanto promover el caos. Tal es la tarea que debe de tomar forma en las décadas venideras.

b) «La CVR entiende que la reconciliación debe ocurrir en el nivel personal y familiar; en el de las organizaciones de la sociedad y en el replanteamiento de las relaciones entre el Estado y la sociedad en su conjunto. Los tres planos señalados deben adecuarse a una meta general, que es la edificación de un país que se reconozca positivamente como multiétnico, pluricultural y multilingüe. Tal reconocimiento es la base para la superación de las prácticas de discriminación que subyacen a las múltiples discordias de nuestra historia republicana». Así reza el acápite final de la conclusión del Informe Final de la Comisión de la Verdad, resumiendo a sus ojos el reto mayor que deberá enfrentar el país después de la guerra sucia.

No es difícil percibir que los que redactaron el Informe Final lo han hecho aún bajo la conmoción ideológica provocada por la debacle del «socialismo real». Bajo tal influjo, la Comisión asume y propone sólo como referencial político válido al estado de derecho que se funda en la democracia representativa, a la república parlamentaria. Es éste el sentido preciso que ha dado Lerner al concepto de democracia en su discurso de entrega del Informe: «Una democracia que no se ejerce con cotidiana terquedad pierde la lealtad de sus ciudadanos y cae sin lágrimas. … El Perú [terminado el período de gobierno que abrió Fujimori en 1992] está en camino, una vez más de construir una democracia». Quiere decir una república representativa. Éste es el techo político bajo el cual la Comisión abriga la realización de sus propuestas de justicia, de reparación y de reconciliación.

Por supuesto que la caída de la Unión Soviética impone una revisión serena de un siglo de revolución social y de edificación de estados post-burgueses. Empero esta circunstancia, este hecho empírico, no puede ser seriamente levantado como fundamento, como argumento incuestionable en favor de la democracia parlamentaria.

El espectáculo bochornoso de las privatizaciones en beneficio de transnacionales y de empresarios iberoamericanos, hechas por los gobiernos «democráticos» dice mucho de cómo entienden la gestión del bien público los representantes elegidos. Dice mucho sobre todo de los límites inherentes a las «repúblicas» de países como el nuestro. Pero también lo dicen la corrupción y los escándalos que salpican cotidianamente a las repúblicas que por estos lares sirven como modelo: la estadounidense y la francesa. Pero estas observaciones empíricas tampoco pueden ser, por sí solas, fundamento para levantar como alternativa otro tipo de repúblicas, o incluso, para alguien por ahí, la monarquía. De hacerlo, cometeríamos el mismo error de los que adhieren a la república representativa por el fracaso del «socialismo real»: negar lo vivido, el hecho empírico, convirtiendo lo opuesto en principio, en regla.

Se impone entonces reflexionar, en términos de filosofía política y de historia, sobre la naturaleza de la república representativa. En este sentido esbozo aquí solamente la razón medular para una reflexión crítica sobre esta forma de poder político.

b.1) En términos de filosofía política, la ciudadanía como principio motor del régimen republicano está siempre condicionada por las circunstancias históricas y por el interés particular de los que la realizan. Los que la ejercen, contrariamente a la idealización del individuo, tan auspiciada por los comerciantes de productos e ideas, forman y conforman grupos de interés particular, actúan según sus intereses e idiosincrasias particulares en cualquier rincón de la tierra, según el momento histórico que les toca vivir y en interrelación y confrontación con otros intereses presentes en la sociedad, tanto «interna» como «externa».

La ciudadanía, vale precisar entonces, la interacción política de cada miembro (individual, grupo o clase) de la sociedad por el rumbo de lo público, es el fundamento de todo tipo de república. Ella no anula la naturaleza social particular de cada miembro de la sociedad republicana. La ciudadanía sólo implica que cada ciudadano o miembro de la misma, asumiéndose en tanto que particularidad, interactúa políticamente en cuanto parte del todo, influyendo sobre la marcha de lo público, del interés público, del bien público. Si la cosa pública —la república— incumbe a la sociedad toda y a cada elemento que la compone, el gobierno y administración de la cosa pública debe ser ejercido en vistas de la sociedad toda y de cada uno de sus elementos. Pero este principio abstracto no puede ser realizado sin privilegiar un rumbo a otro, sin privilegiar a unos y desfavorecer a otros. La interacción de las fuerzas sociales y la forma en que la sociedad produce y se reproduce determinarán en última instancia cómo se enrumba la república generación tras generación, su fragilidad o fortaleza, su propia naturaleza histórica y social, los cambios que se produzcan en su naturaleza, el cambio incluso de la naturaleza del poder político.

En principio, la república representativa (parlamentaria) gobierna y administra la cosa pública en nombre del individuo o ciudadano abstracto; pero, en los hechos, los que ejercen función política son individuos y grupos concretos. La contradicción que es propia de la república parlamentaria estriba en que ella establece una distancia entre el ejercicio de la política, que deviene privilegio de los representantes, y el ciudadano corriente, que lega a los anteriores su poder. A causa de la distancia establecida, la ciudadanía como principio universal va a ser destruida. Por esta distancia, el representante tiende a alejarse de los intereses públicos para, desde el poder político, servirse y servir los intereses de grupos particulares narcisistas que usufructúan del producto de otros sectores sociales. Lo que conlleva a la creciente indiferencia de los ciudadanos en principio, transformados en simples electores potenciales, ante los ciclos electorales y los asuntos públicos en este tipo de república. La fuerza de la acción política, vale precisar ciudadana, de los sectores despojados obliga a que la república representativa tenga que tomar en cuenta de algún modo necesidades que son ajenas a los individuos o grupos usufructuarios. Sin embargo, estas fuerzas en ninguna circunstancia ni lugar pueden imponer a esta república la realización de la igualdad absoluta entre ciudadanos miembros de la sociedad respectiva. No pueden corregir la contradicción consubstancial a la república parlamentaria. El modo representativo debilita la vida política de la sociedad toda: con el transcurrir de su ciclo histórico, termina corroyendo a la república. Al afectar al bien público, se hace detestable ante los ojos de amplios sectores de la sociedad, generando en éstos la necesidad de buscar otras formas de ejercicio de la política, otro tipo de república siendo posible en fin de cuentas.

Sin embargo, una comprensión coherente de las taras intrínsecas a la república representativa no debe conducir a su negación automática y torpe. En los países en los cuales esta forma de república está relativamente cimentada (caso de pocos países iberoamericanos, la mayoría habiendo vivido en forma intermitente entre dictadura militar y autoritarismo presidencial), para ser posible su negación se hace necesario previamente experimentar el agotamiento de la misma y que la conciencia de ese agotamiento sea carne y nervio de la praxis de las fuerzas sociales perjudicadas por el funcionamiento de la república representativa. Exige sobre todo que las fuerzas sociales convencidas de la necesidad (y capaces) de negarla, en el mismo momento en que la niegan, sean capaces de afirmar y crear una república superior siendo más coherentes con las condiciones que establece el medio ambiente, con su tiempo y, finalmente, con las necesidades y la potencia de la mayoría del país. La experiencia de fiscalización directa con respecto a los compromisos en pos del bien público de las fuerzas sociales renovadoras tanto dentro de ellas mismas como con respecto a la república representativa, la experiencia fiscalizadora desde las más pequeñas esferas de la organización de la sociedad, es probablemente la mejor aleación para hacer madurar la negación, el cambio.

b.2) En términos históricos, al formular su reto al país, la Comisión de la Verdad, no indaga por las raíces que explican en forma precisa «las prácticas de discriminación que subyacen a las múltiples discordias de nuestra historia republicana». En esencia no reflexiona sobre el tipo de relaciones que los hombres y las instituciones de la sociedad peruana han establecido y establecen con las fuerzas y el espíritu universal de la época.

Tanto en los «países modelo» como en los de Iberoamérica, el establecimiento y la forma de funcionamiento de las repúblicas a lo largo de estos cuatro últimos siglos, se explican principalmente por el interés y por la idiosincrasia de sus promotores y gestores; por el interés que para el establecimiento de las mismas tuvieron los burgueses y las clases medias o pequeño burguesas urbanas en los «países modelo»; en los iberoamericanos, por el interés de los herederos sociales de los conquistadores (hacendados o comerciantes enriquecidos por el contrabando) y no por la acción de la burguesía local o nativa, ligada a la producción textil en particular, que había empezado a formarse desde el siglo XVII; por la idiosincrasia cultural de los interesados, en ambos tipos de países, finalmente. Por ello, al establecerse las repúblicas representativas, en los «países modelo» no se objetó radicalmente la esclavitud, ni en los de la Otra América se objetaron el tributo indígena ni el servilismo, todo esto a pesar de que estas formas de sometimiento del ser humano eran incompatibles con los principios levantados de república.

Pareciera que, como en González Prada, en la Comisión de la Verdad una falsa idea de patria bloqueara un análisis claro del carácter del estado republicano en Perú. Una idea alimentada desde el poder (y la educación «pública» especialmente) y los medios de comunicación lleva a confundir a cada uno de los estados de América «latina» con naciones. Así, sin mayor reflexión, en los colegios y en los medios universitarios se presenta el concepto nación como indesligable del concepto estado. No se aprovecha por ejemplo de las guerras de Independencia política ni de los héroes de las mismas para reflexionar y cuestionar esta asociación. Hacerlo podría servir para empezar a convencernos de lo contrario. Así constataremos que, por ejemplo, Túpac Amaru II, Túpac Katari, Tiradentes, San Martín, Bolívar, Martí o el Che son héroes comunes a diversas naciones al interior y más allá de varios estados y no de un solo estado. Sus acciones liberadoras generalmente las han realizado más allá de las fronteras de una sola administración colonial o estatal. Esta constatación no puede conducirnos a ignorar las diferencias profundas presentes entre los dos primeros y los restantes héroes: los sectores sociales de los cuales emergieron y a los cuales representaron no son los mismos. Los dos primeros no lograron imponer las Independencias políticas. Los que las realizaron, por razones que estamos analizando aquí, renovaron en forma diversa los lazos culturales coloniales con el pasado ibérico y económicos con las nuevas potencias mundiales (de cultura judeo-cristiana).

Económicamente, y desde Bolívar, los gobernantes estimularon y privilegiaron la propiedad privada y la libertad de comercio para las manufacturas extranjeras (textiles en especial), en menoscabo de millones de comuneros, de empresarios y de manufacturas locales. En un inicio, lo que más aportó al fisco fueron el tributo indígena, las exportaciones de guano y de salitre. Más tarde, el azúcar, el cobre, el petróleo. En fin de cuentas, productos indispensables para la economía capitalista externa del momento pero de muy poco valor agregado y sin lazos para la acumulación estructural y cultural internos. Esta política económica no tiene nada de comparable con las que aplicaron en el Japón de los Meiji y en Alemania en la segunda mitad del siglo XIX, o en la Rusia soviética y en la China Popular en la primera y en la segunda parte del siglo XX respectivamente. Una cosa es comprarse un nuevo traje y otra fabricárselo.

Resumamos. En Perú e Iberoamérica en general, las repúblicas representativas nacieron como la forma más adaptada para el ejercicio del poder en sociedades de casta y plebeyas, por el interés de los grupos dominantes regionales, impregnados de mentalidad conquistadora, colonizadora con respecto a las propias mayorías regionales y al propio país. Así han sido y son nuestras repúblicas casi bicentenarias. Por esta característica colonial del estado, que explica en parte sus métodos obsesivamente represivos para contener el descontento de importantes sectores sociales, nuestras «repúblicas» han funcionado alternando generalmente periodos autoritarios con dictatoriales y con escasos paréntesis parlamentarios.

II

Concluir con estas consideraciones históricas sería contentarnos con una visión parcial. Nos quedaríamos a un tercio del camino, considerando como la totalidad social a las clases dominantes y al estado. Falta entonces efectuar la crítica de la crítica. Vale precisar, la crítica de los que han cuestionado la naturaleza de nuestras repúblicas, de los grupos llamados revolucionarios.

Es momento de abordar claramente este aspecto del impasse histórico, con el convencimiento de que, incluso quienes postulamos un cambio revolucionario de la sociedad y del estado que cumpla con la supresión de los lazos y taras coloniales, no sopesamos hoy mismo hasta qué punto estamos impregnados y somos difusores pasivos de las mismas malformaciones y prejuicios coloniales que declaramos querer suprimir y que bloquean la empresa de creación heroica.

No de otro modo se puede explicar el hecho de que, a pesar de declararnos seguidores de Mariátegui, hasta hoy no hemos comprendido su mensaje, de que el socialismo en el país no será «calco ni copia sino creación heroica del pueblo peruano»; de que este mensaje obliga a sus herederos a compenetrarse con las culturas milenarias y subsistentes originarias del país, para que el pueblo peruano pueda asir lo que de indispensable y humanizador porta el presente universal. Casi nulo ha sido lo cumplido en tal sentido, para que las perspectivas socialistas que impulsan las reivindicaciones de clase, indígena y femenina se enriquezcan y enraícen mutuamente con las culturas originarias. Bajo pretextos falsamente marxistas (que lo económico y el poder determinan todo), hemos querido ser profetas y revolucionarios sin comprender que para que lo económico y el poder sean de las mayorías peruanas, éstas tienen que estar convencidas de que la fuerza y flexibilidad de sus culturas son portadoras de futuro próspero para ellas y para toda la sociedad. Hemos querido ver al trabajador del campo, de la mina y de la ciudad despojado de su bagaje cultural, como «campesino» u obrero abstractos.

Prejuicios y malformaciones de este tipo explican el hecho de que la presencia relativamente estable de algunos grupos socialistas en sectores claves del movimiento social no haya redundado en el enriquecimiento y enraizamiento mutuo añorados por Mariátegui. Prejuicios de este tipo, pero agravados en extremo, explican los métodos de gamonal que, para conquistar el poder, puso en práctica el PCP Sendero Luminoso. Así como también explican, luego de la captura de sus principales líderes en 1992, el paso que, de la noche a la mañana, dio éste de la «guerra popular» al «acuerdo de paz» con los testaferros que caracterizan mejor la naturaleza corrupta del estado colonial neoliberal peruano de hoy, la dupla Montesinos-Fujimori.

En síntesis, sin estas taras no es posible explicar la espasmódica e incluso catastrófica influencia de los que nos llamamos «socialistas» o «comunistas» en el país.

El problema ante el cual nos encontramos es, pues, considerable.

Antes de ser un problema de estado es un problema de sociedad. De tipo de sociedad. El problema de estado existe porque el problema existe en la propia sociedad:

Existe un desfase en el país e Iberoamérica (como en el mundo árabe y africano) entre política y cultura. El estado, las organizaciones económicas de clase o sociales de nuevo tipo y los grupos políticos, en vez de ser herramientas de síntesis político culturales, son factores «deculturadores» con respecto a la sociedad y al medio que las alberga. Sin querer, muchas veces, y otras queriendo, se acarrea y sigue ahondando el traumatismo de la conquista y de la colonización ibérica.

Un ejemplo simple pero patético, para los que conocen y cultivan el país, puede darnos la representación que tenemos de la geografía física de la parte peruana de nuestro continente. La visión que se difunde desde las escuelas y colegios es de tres regiones: costa, sierra y selva. El saber ancestral vivo, sintetizado por Pulgar Vidal, propone ocho «ecosistemas» o zonas: chala, yungas, quechua, suni, puna, janca, ruparupa, omagua. El simple y práctico saber popular, por lo menos seis: costa, temple, puna, jalca, ceja de selva o montaña, selva. ¿Cuál de estas descripciones o percepciones es la más completa y enriquecedora del saber humano? ¿Cuál se prestará mejor a la compenetración y mejor adaptación del ser humano a los imponderables del medio geográfico? La respuesta nos parece obvia. Sin embargo, el prurito de ser «modernos», de imitar sin fundamento lo brillante o exótico nos perturba. Para aquel que tiene aliento duradero, lo importante finalmente no es cómo se adjetiva la cosa sino qué calidad ésta lleva dentro. Si ser «moderno» significa responder que es la primera, quiere decir que, en lo que se refiere al conocimiento de la geografía peruana, ser moderno significa un retroceso.

Dos ejemplos más en uno. La república existe desde casi dos siglos. La constitución de 1993, en su artículo 2 inciso 19, afirma que el estado peruano «reconoce y protege la pluralidad» étnica, cultural y de lengua del país. Sin embargo, como lo sugiere la Comisión de la Verdad habría que preguntarse millones de veces sobre el resultado que la república y lo estipulado por esta constitución han tenido sobre los más afectados: las mayorías indígenas del país.

En el camino de búsqueda de las respuestas encontraremos que ya no somos mayoritariamente indígenas, como lo éramos hace un siglo. Que hemos «cambiado» por simple obra del prejuicio colonial y sin que inmigrantes venidos de otras culturas hayan transformado la composición de nuestro pueblo. Constataremos que, sin indignación, ahora nos consideramos mestizos; que no vemos ni queremos saber por qué este cambio, ni que bajo el adjetivo mestizo se afirma en nosotros la dominación de lo acriollado sobre lo indígena. Valdrá averiguar entonces por qué los principios más democráticos han servido en los hechos sólo de cobertura para que se apliquen políticas de empobrecimiento y deculturación del país. Veremos que en Lima o en provincias hay todavía, a pesar del trabajo de desmoronamiento ininterrumpido de cinco siglos, 5 millones de personas que hablan quechua o idiomas ancestrales. Pero que ni el poder ni los que afirmamos «alternativas» los consideramos en nuestro actuar, menos aún cultivamos con ellos su saber ancestral y elaboramos juntos propuestas concretas implicándolos como fuerza fundamental del país por construir. Veremos que ni los mismos grupos indígenas se organizan hoy en día para, como un aporte, velar por su saber e imponer políticas públicas en favor de ellos mismos y de sus descendientes. Así la gravedad del mal saltará a la vista pues constataremos que llevamos en nosotros mismos la forma más nefasta de enajenación, de dominación, pues veremos que, a fin de cuentas, seguimos negando parte de lo que debería ser nuestra riqueza cultural; que empobrecemos nuestro ser: que nos autonegamos. Que en este despeñadero estamos y que aún seguimos despeñándonos.

Entonces, por fin, el reto social podrá ser planteado, pues nos daremos cuenta de que, estando en deuda con estos 5 millones, estamos en deuda con nosotros mismos.

III

Con esta certeza, llega el momento de terminar este conjunto de reflexiones. Y lo haré sintetizando los factores que anudan la crisis actual y estructural y los cambios que se imponen en dos de ellos para producir su desenlace.

Por lo menos tres factores han conducido al reciente derrumbe en el que el país aún se encuentra:

  1. La crisis del estado criollo colonial republicano de tipo «keynesiano», precipitada por la privatización indiscriminada conducida por las clases políticas habilitadas para ejercer el gobierno representativo desde 1980 en colusión mafiosa con los intereses especuladores de transnacionales capitalistas.
  2. La actitud apolítica, vale precisar no fiscalizadora, de las mayorías históricas, culturales y sociales del país, reticentes a asumir con voz propia las riendas de lo público; mayorías que se mantienen replegadas generalmente después de siglos de dominación antropocéntrica, patriarcal, colonial y de clase.
  3. La forma acrítica, vale precisar rígida y colonial, en que, desde los años 1930, los grupos revolucionarios e insurrectos han interpretado las teorías que han alimentado las revoluciones, culturales, sociales, nacionales y proletarias en el mundo, grupos sin vínculos concientes, profundos y durables con los generadores de plusvalía, de bienes sociales y de cultura.

Mientras las fuerzas sociales perjudicadas por el estado heredero de la colonia sigan maniatadas por los nudos dos y tres, será imposible el «replanteamiento» de las relaciones entre la sociedad y el Estado. De mantenerlos, se ahondarán nuestros males. El reto mayor entonces es desenmarañar las taras coloniales que, internamente, nos maniatan.

Repetimos una vez más: el problema mayor no está en el poder, en el estado (el espejo), sino en la sociedad. Proponerse «replantear» las relaciones entre el estado y la sociedad ; más aún, querer transformar estas relaciones sin que las dos fuerzas de la sociedad que deben estar interesadas en el cambio rompan con sus prejuicios y malformaciones, sería como querer transformarse ocupándose sólo del espejo en que nos vemos. Sería puro espejismo.

Es obligatoria entonces una empresa demistificadora y desenmascaradora de conceptos, prejuicios y actitudes utilizados y asumidos maquinalmente, irreflexivamente, para forjar poco a poco las síntesis culturales que nuestro país y este continente albergan. Hasta hoy, contrariamente a la opinión del «escribidor» más famoso que han dado al país estas últimas décadas, los que fundamentalmente han fabricado valores culturales universales en estos lares son los enraizados en las culturas andinas y los que, con inquietud y entereza se han acercado a éstas desde vertientes culturales diferentes.

Cabe sin embargo, en la realización de esta empresa, cuidarse como de la peste de las posturas de algunas gentes que, como en México después de la revolución zapatista de 1910, cual comerciantes de productos e ideas, se adornarán de chaquiras para engañar incautos. Como la luz, toda síntesis cultural sólo surge en el proceso de producción social, del roce material y teórico de una tradición con su tiempo. Así se va afinando lo duradero.

Montreuil (Francia), 12 de setiembre del 2003


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Para citar este documento:
Romero, Vicente: «Mal colonial y reto social. A propósito del informe de la Comisión de la Verdad», en Ciberayllu [en línea]


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