26 marzo
2003 |
Ernesto Cavour
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Víctor Montoya |
Ernesto Cavour
(pulse en la foto para obtener un fragmento de «Sueños del quirquincho», 1972 - 37 segundos, 225 kb, mp3) |
l charango es la criatura de la vihuela española, llegada a la América Morena en manos de los conquistadores durante el siglo XVI, sobre todo, tras el apogeo de las minas de plata del legendario Cerro Rico de Potosí, donde los caballeros de capa y espada, los truhanes, bohemios y trovadores, ofrecían serenatas nocturnas a las mujeres de noble alcurnia. Al pasar el tiempo, como un aventurero fracasado en su búsqueda de fama y fortuna, la vihuela es abandonada a su suerte, hasta que cae en manos de los mestizos e indígenas, quienes no dudan en transformarla en charango a fuerza de vestirla y revestirla, como dice Ernesto Cavour, «con maderas logradas de cajones de municiones que llegaban a las minas de Potosí, o de latas de alcohol, y por qué no de tutumas sabor a chicha y desengaños». Luego adquiere una personalidad particular, tanto en la forma como en el sonido, y se convierte en la expresión cultural más auténtica del sentimiento nativo. Así algunos no lo crean ni lo acepten, la cuna del charango está en el altiplano boliviano, donde su voz sopla como el viento entre la paja brava y sus melodías se desgranan como cantutas entre las peñas de la cordillera andina. No es extraño que un charanguito bien construido sea una verdadera joya de arte y un instrumento que, al pulsar sus cuerdas de tripa, metal o plástico, emite un sonido manantial, tan puro y tan armonioso, que no hay voz en el mundo que lo supere ni iguale. El charanguero boliviano, que se entrega a su oficio dándole rienda suelta a su imaginación, procura que este objeto de cinco cuerdas dobles, caja abovedada y silueta feminoide, sea más sonoro que el mandolín, la tiorba, la balalaika y otros instrumentos que lo envidian por su variedad y sonoridad. Como si fuera poco, desde los años treinta del siglo XX, el maestro Mauro Núñez, inspirado en los cordófonos de cámara barrocos y sobre la base de cuatro tamaños de cordófonos tradicionales bolivianos, dio nacimiento a toda una familia de charangos: soprano, tenor, barítono y bajo. El charanguero, en su afán de conservar la tradición folklórica y la sabiduría ancestral, trabaja con materiales adecuados, hasta que el instrumento, pasito a paso, va tomando forma entre sus manos, con peculiaridades propias del acervo cultural boliviano, como son los charangos kirkis, cuyas cajas de resonancia están hechas con el caparazón del quirquincho, de ese animalito hirsuto que da su vida por el arte y la música. No es casual que el poeta Óscar Alfaro diga en sus versos: «Cuando murió Don Quirquincho/ le legó su cuerpo y alma/como prueba de cariño/ al indio de nuestra raza/ Él lo recogió en sus manos/ y le dio nueva vida/ en un cuerpo de charango/ y un alma de melodía...». Su cara hecha de naranjillo, cedro o sauce llorón, tiene una boquita redonda por donde ríe, canta, grita, llora y chilla, al compás del corazón de quien le hace vibrar las cuerdas acariciándole sus curvas. Así de bien se comporta el charango en las manos de Ernesto Cavour, quien, tratándolo con confianza y cariño, le dice: «papacito, wawita de pecho, llok’alla bandido, maestro pataiperro». Cavour sabe que este instrumento, atravesado por cuerdas de lado a lado, no es madera muerta, sino madera palpitante, por eso lo cuida más que a su vida, envolviéndolo en un aguayo, abrigándolo debajo del poncho o dejándolo en el estuche de cuero, no sólo para evitar que se malogre o se destemple, sino también para evitar que se enamore de otro dueño. Asimismo, sabe que dominar un charango es más difícil que domar un potro salvaje. No en vano le dice: «Cuántos pensarán que te dominan, sin sospechar que tú nos dominas a nosotros». Claro pues, no es fácil tratar con el charango, que además es celoso y traicionero con quien le toca la pita hasta jorobarle más de la cuenta, como si se tratara de un objeto cualquiera. ¡No, señor! Para que lo sepan, el charanguito, cuyas cuerdas comunican las vibraciones de su alma, es tan auténtico que sólo canta y llora en las manos de quien lo busca con sincero afecto, más por sentimiento que por hacerse el presumido. ¡Ay!, si el charanguito pudiera hablar con voz humana, también nos contaría, entre punteos y rasgueos, las aventuras y desventuras de su vida. En esta fotografía, captada en algún punto fijo de la ciudad de La Paz, Ernesto Cavour posa con sombrero, poncho y bufanda al cuello, trasluciendo un donaire de quien domina los secretos de su bello y singular instrumento, que aquí luce impecable sobre su pecho, la caja de resonancia prieta bajo el antebrazo derecho y el diapasón suspendido por la mano izquierda. Este virtuoso del charango, dueño de dúctiles manos y profunda emoción interpretativa, ha intentado demostrar en los mayores escenarios del mundo que el charango es algo más que un simple instrumento de acompañamiento. De la conversación entre sus dedos y las cuerdas nacen huayños, khaluyos, carnavalitos, cuecas, trotes, bailecitos, ch’utunquis, pasacalles y un sinfín de dulces melodías que sólo este gigante de la música boliviana es capaz de arrancar de la boca del charango, siguiendo las pautas del maestro Mauro Núñez, ese notable musicólogo e instrumentista chuquisaqueño que aprendió a parir charango para luego conversar con ellos de igual a igual, con la humildad y la sencillez del indio que le dio vida y lo cuidó, ya sea en las buenas o en las malas, como a su hijo más pequeño y querido. Con este mismo instrumento que le canta a la vida, la muerte, el amor y el desamor, este afamado charanguista, reconocido como un intérprete de infinitas posibilidades, imita los ruidos de la naturaleza y las voces de los animales. No es raro que su charango, afinado con oído de gato, emita el trino de los pájaros, el rebuzno de los asnos, el balido de las ovejas, el mugido de las vacas, el rugido de los leones, el relincho de los caballos, el pito de la locomotora, la sirena del barco, el silbido del viento y, a pedido de boca, hasta el gemido de la mujer amada. El charanguero boliviano no se cansa de inventar instrumentos cada vez más deslumbrantes y sofisticados. La fantasía se le escapa por las manos y el amor a su oficio es dignificado por artistas como Cavour, quien, merced a su compromiso social, los carga como fusiles en bandolera allí donde lo requiere el público. Algunas veces, al ver a sus compatriotas desparramados por el mundo ancho y ajeno, derrama lágrimas al compás de su charango; otras veces, dispuesto a poner de manifiesto su espíritu crítico, actúa en escenarios donde su charango interpreta el clamor popular. Su presencia no pasa inadvertida, ni siquiera cuando las asambleas desembocan en el caos. Así ocurrió alguna vez, ni bien apareció en el escenario, donde las rechiflas estallaban apagando el discurso incendiario de los oradores, la multitud quedó suspendida en el silencio, como impactada por su presencia. Cavour no dijo esta boca es mía, pero con el charango en las manos, como el árbitro con el pito en la boca, puso fin a la chacota y le devolvió al silencio lo que es del silencio. No cabe duda, este gurú de la música andina, que aprendió a conversar con el charango a los 12 años de edad y se ubicó con autoridad natural en la cumbre de los mejores ejecutores de instrumentos de cuerda, jamás dejará de sorprendernos con su sensibilidad y profesionalismo, pues no sólo es capaz de convertir en música todo lo que toca, sino también capaz de demostrar que un artista puede dar la vida por el arte, ofreciendo su corazón convertido en melodías. * * *© 2003, Víctor Montoya |
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Para citar este documento: 400/030327 |