Invención de la bahía: el nuevo cuento en Chimbote |
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Ricardo Ayllón |
entro de la evidente y sólida tradición cuentística peruana, el cuento chimbotano se alinea a esta raigambre tardíamente como respuesta a la joven historia del puerto, donde juegan un intenso rol aquellos fenómenos sociales y culturales que consolidan a Chimbote como una ciudad moderna, receptora y cultivadora de las principales manifestaciones culturales, lo cual no ocurre sino pasada la primera mitad del siglo XX.
La expresión más contundente de la actividad cuentística en Chimbote se produce todavía en la década de 1960, con la aparición del volumen Las islas blancas de Julio Ortega, lo que no provoca sin embargo que dicha actividad corra de forma pareja ni manifieste rasgos intrínsecos al cuento moderno, sino que, siendo Chimbote un producto cultural de reconocibles desniveles (debido al vertiginoso y caótico proceso social que lo convierte en una gigantesca barriada donde el espacio para la creación literaria queda relegado a un segundo plano), el cuento chimbotano muestra todavía gran falta de rigor y desconocimiento de las nuevas estrategias que colman la narrativa moderna, plasmándose en gran medida dentro de los cánones del autodidactismo y la mera voluntad de narrar.
Aún así, y como he mencionado, Julio Ortega inicia en 1966 la actividad cuentística porteña haciendo uso de una acertada técnica que colinda con el dinamismo cotidiano de los personajes que constituyen los relatos de Las islas blancas, expresivo conjunto que permite conocer a un Chimbote vivificándose en la marejada de la intensa y perturbadora actividad pesquera. Más tarde, Maynor Freyre, durante su temporal estancia en Chimbote y a través de El trino de Lulú, es el único narrador que publica un libro de cuentos durante la década del setenta. Éste, editado en 1973, ofrece un discurso en el que abunda aquel coloquialismo que destella también en la poética peruana de la referida década.
La cuentística de los ochenta se inicia con la simultánea publicación de Los reclutas de Pietro Luna Coraquillo y Del mar a la ciudad de Óscar Colchado Lucio, ambos de 1981. Luna no puede ocultar las evidentes nervaduras de un oficio incipiente que guarda sin embargo tenues vínculos con el de Colchado en la tentativa de expresar desencuentros entre las personalidades del ande y la costa. Tal característica no es la que distingue sin embargo al libro de Colchado, sino cierta temática que congrega convenientemente ineludibles fenómenos sociales, como la sobreexplotación pesquera, la explosión demográfica y la consecuente crisis coyuntural, inyectando también eficaces recursos estéticos, como el combinar ese escenario costeño y popular que representa Chimbote, con oportunas pinceladas mágicomaravillosas.
Durante esa misma década aparecen solamente otros tres libros importantes: El bagre partido (1985) de Antonio Salinas, Huerequeque (1985) de Rogelio Peralta Vásquez y Abriendo la puerta (1988) de Enrique Tamay. El primero de ellos, fiel a los signos de su época, manifiesta una marcada inquietud cuestionadora desde claros referentes sociales, muy bien armonizada con el carácter vehemente de un autor que maneja con soltura la primera persona; mientras que Huerequeque revela las particularidades de un pulso casi intuitivo en la modesta confección de las historias, a partir de elementos primarios que son tratados con la resolución de quien no se hace problemas a la hora de encontrarse con el papel en blanco, porque tal vez el mérito mayor de Peralta Vásquez es la saludable intención de contar, de dar gusto a la vocación de espaldas a los inminentes pronósticos del academicismo. Por su parte, el libro de Tamay contiene características señeras de una expresión que sabe encontrar su propio cauce en las esquirlas concedidas por el realismo mágico, para lo cual acierta en su preferencia por los pequeños poblados y la personalidad singular de los personajes que les dan vida, característica que le permite pintar muy bien la esencia de nuestra personalidad latinoamericana.
La actividad cuentística se beneficia efectivamente de una incesante producción todavía a partir de la década del 90. Tan así es que me atrevo a afirmar estamos en la actualidad frente a una verdadera generación cuentística con todo el cariz de «mini boom», gracias a que las condiciones para dicho fenómeno se han plasmado de acuerdo a la positiva evolución de las expresiones culturales en el puerto. En ese sentido, se congregan, desarrollan e interactúan manifestaciones que impulsan la actividad literaria como aceitadas piezas de una maquinaria integral donde la narrativa desempeña su rol resultante a partir de escritores que otorgan su cuño particular de acuerdo a factores que funcionan individual o armónicamente: preocupación social, ambiciones estéticas, persistencia en el trabajo expresivo, identidad territorial, entusiasmo por publicar o éxito editorial a escala local; todo ello, sin embargo, dentro de ciertas limitaciones aún muy visibles.
En 1990 aparece Brumas sobre el puerto, de Julio Orbegozo Ríos, quien, cumpliendo una esforzada labor creativa, sabe librar una lucha desigual contra los rigores formales de la narrativa, constituyéndose en el espejo de lo que significa tener como única arma el sano fervor por la escritura. Su obra, complementada por los libros de cuentos Los cutreros (1993) y Los zapatos rotos (1997), es en Chimbote el más sugestivo y perceptible modelo de un oficio signado por el autodidactismo y la persistencia (factores comunes en un contexto como el chimbotano), y que, no obstante la ausencia de destreza en el manejo idiomático, gana puntaje acudiendo con empecinamiento a tópicos poco visitados por otros autores, como la rudeza de los trastornos sociales, la marginalidad y el drama del desamparo.
El poeta Dante Lecca, comentando uno de sus libros, lo explica mejor: «Leer a Julio Orbegozo Ríos es como abrir puertas clandestinas para ingresar a chimbotes ocultos donde deambulan personajes tan grotescamente cercanos pero olvidados, como drogadictos, alcohólicos, homosexuales, obreros jubilados, niños cutreros, aquellos que habitan la ciudad sin antifaz, que nos muestran sus ansiedades, frustraciones, abandonos, soledades, deseos y anhelos tronchados»1. Esta última característica se comprende mejor si se conoce de primera mano el objetivo primario que Orbegozo Ríos se plantea en su decisión de escribir cuentos: «Opté por el cuento porque es un género en el que hallo más libertad y se llega mejor al pueblo. Nunca me decidí por la novela o el cuento largo porque ahora se lee muy poco, ante un texto demasiado extenso la gente se aburre (…) Escribiendo cuentos cortos mis esperanzas de que me lean son más grandes (…) El objetivo de mis cuentos siempre ha sido social, y espero que los lectores entiendan eso»2.
Félix Ruiz Suárez, a través de la singularidad de El anciano y la serpiente(1994)incursiona en el cuento infantil proponiendo una inusitada aura de espiritualidad. Sus relatos se desarrollan dentro de una clara premisa: la religiosidad como eje y objetivo. Esto se entiende mejor si se conoce su actitud vital: Ruiz ha optado por conducirse bajo el dictamen de un misticismo incondicional que impregna radicalmente su actividad literaria; en tal sentido es comprensible que sus relatos se acerquen ostensiblemente a la fábula, especie narrativa que le facilita desembocar en moralejas y enseñanzas colmadas de excesiva virtuosidad. Pero esta particularidad lo lleva a demandar tanto de la parábola, que más de una historia fracasa en el artificio y peca de ingenuidad.
Memorias de un campanero, de Marco Merry, aparece en 1995. Lo más destacable de la prolífica trayectoria de este narrador es su absoluta propuesta por el localismo y regionalismo que le otorgan beneficios en el terreno editorial, en la fluida reedición de sus libros. Este fenómeno se concibe mejor si se entiende que su lectoría está comprendida principalmente por estudiantes de primaria y secundaria, para lo cual se impone escasa rigurosidad, a partir de estructuras netamente lineales y un lenguaje marcadamente doméstico, siendo uno de los principales aliados de su expresión el carácter festivo. En sus historias completadas por los volúmenes Todo por amor (1998) y El último galán de la noche (2000) permite que el lector se encuentre más de una vez con el maestro de escuela que habita en él, pero también con el ancashino de amplio espectro que sabe reivindicar su identidad entregando textos cuyos escenarios, si bien son costeños, algunos presentan particularidades andinas. Respecto a la costa, Marco Merry prefiere ofrecer retratos cotidianos mediante personajes que pintan de cuerpo entero la heterogénea personalidad de Chimbote, pero también, a modo de una gran metáfora, los avatares de la dura realidad del habitante porteño con historias construidas generalmente por referentes anecdóticos que se recargan de una refinada ironía, mejor asimilables con algunos mensajes (o moralejas, si se trata de relatos infantiles) de corte humano y social.
Brander Alayo Alcántara entrega en1995, Desasociego (sic), conjunto de historias en el que nos muestra su entusiasta decisión de trabajar con el caudal de sus raíces andinas, plasmando relatos que se ubican en la propia sierra o en la costa, pero con el denominador casi común del drama social y la marginación, padecidos por el indio en su propio entorno o en la urbe. El lector conseguirá ubicar sin embargo elementos andinos complementarios, como las prodigalidades del paisaje serrano o el atractivo de la fantasía y sensibilidad del indio, paradigmas que dan sustento a la trama de algunos relatos. Tales logros se echan a perder sin embargo con las evidentes anomalías gramaticales en la redacción y el discurso. Errores ortográficos, confusiones en el tiempo, género y número, o infelices metáforas, menoscaban el esfuerzo narrativo y crean desconcierto en el lector. En el cuento Historia de Babel (publicado como opúsculo independiente en el año 2001), Alayo consigue sin embargo mejores resultados. En este casorecurre a los meandros de la genealogía para llevar al lector por cautivantes recovecos narrativos que recrean casi tres cuartos de siglo de historia nacional, a partir de los infortunios de un personaje que no es precisamente el que da nombre al título del cuento (Babel), sino más bien de su madre, Fashica, prototipo de la mujer andina menoscabada (y por ello mismo engrandecida) por las usanzas de una sociedad casi feudal que tiñen todavía grandes extensiones de territorio peruano.
Marco Cueva Benavides llega a la narrativa con Sobre el arenal (1996), volumen de relatos que va por su cuarta edición, logro que permite entrever su esfuerzo por buscar la versión definitiva a partir de la práctica de la medicina como novedad temática (Cueva es médico pediatra de profesión) y de un despejado manejo del lenguaje que transmite una favorable impresión de credibilidad en el discurso. El conjunto suele develar entusiasmo en su hechura desde un trabajo que denota recuerdos, testimonios y vivencias propias. Con relatos encuadrados en un marcado realismo a partir de una expresión sencilla y cotidiana, mas no por ello desaplicada al momento de fusionarse con la estructura, lo de Cueva Benavides no pierde armonía al entrar en juego los avatares de su profesión como sostén de sus textos, además de surtirse de lo anecdótico si lo que pretende es aliviarle al lector la dificultad de digerir ciertas terminologías propias del campo médico o destacar el uso de la primera persona para alcanzar fluidez. No está de más remarcar que Sobre el arenal es un volumen que busca adherirse a ese conjunto de libros chimbotanos esmerados en desnudar éste desde el ámbito de la salud la tragedia de la realidad social, así como (desde la perspectiva del autor) el sacrificio diario que representa para un médico trabajar en tal realidad.
En 1997, y de manera sorpresiva, el poeta Dante Lecca incursiona en el terreno de la narrativa con el libro de cuentos Sábado Chico, trabajo a través del cual ofrece al lector la visión actual de un Chimbote que asoma inconfundible. Si bien es cierto que otros autores han entregado libros de cuentos íntegramente ambientados en el puerto, fertilizando cierta orientación netamente localista, Lecca brinda sin embargo y refuerza esta entrega con la publicación de Señora del mar (1999) el atractivo de una temática disímil que sabe cobrar vida a partir del buen manejo de la subjetividad de los personajes y la beneficiosa intención de aparecerse total desde la bruma y el vértigo de la idiosincrasia chimbotana. Y si es cierto además que buena parte de los relatos contiene una impecable forma de labrar situaciones y personajes acertadamente identificados con el entorno porteño, en Sábado chico existen todavía desniveles que se ubican en la incursión en el texto con final abierto, o en los que no cuentan con trama definida, o sea en las estructuras que se desentienden del cuento clásico. Sucede felizmente lo contrario con aquellas historias cuyos desenlaces cerrados e imprevisibles consiguen inquietar la reacción del lector, convirtiéndose en una buena alternativa de exploración (y explotación) para Lecca. En el libro Señora del mar presenta sin embargo características novedosas dentro de su actitud narrativa, como el hálito poético inoculado al relato que abre y da nombre al conjunto, o aquella preferencia por la vitalidad de lo cotidiano conjugado muy bien con la tragedia social y los trastornos psicológicos del protagonista de «Historia de un sentimiento», excelente cuento que, en mi opinión, es el mejor del volumen.
Autor de los breves Un día de suerte (1999) y Memorias de pagano (2001), Ítalo Morales es dueño de una joven trayectoria en la que destaca el evidente afán por ser enfático en la importancia estética de la palabra escrita. En tal sentido, sus primeras preocupaciones parecen residir en el esmero por las estrategias narrativas y la carga anímica y emocional de sus personajes. Además de ello, sus trabajos presentan nítidamente un marcado interés por desnudar los desmedros de esta sociedad casi deshumanizada.
En Viajero del tiempo (2001), Leonidas Delgado León permite un encuentro afortunado con la voz de lo cotidiano, con el lenguaje que se regodea en las ocurrencias de la vida diaria para conseguir preñar una expresión gobernada por el color de lo local. El mayor logro del libro se encuentra sin duda en el tono enunciativo que funciona casi como eje estilístico y que halla sustento en la atmósfera elegida. Desgraciadamente, no todas las historias logran conjugar con este edificio expresivo, menoscabando a veces su intención estructural y los buenos propósitos de su estilo. Una de las vertientes temáticas que también parece atraer al escritor es la del misterio, tópico con el que consigue mantener en vilo al lector haciendo uso del lenguaje alegórico, acierto que, empero, desemboca en la esterilidad cuando no corona lo narrado con un final cerrado, prefiriendo más de las veces dejar al lector el quimérico sabor de una estampa o el de un relato insustancial sin trama definida. Dentro de esta vertiente privilegia también lo sobrenatural, tocado con tal espontaneidad, que consigue legar a los relatos plenitud y sutileza, aun más cuando lleva la historia hacia un final inesperado. El año 2002, y apelando a sus raíces, Delgado León publica El tío Cundunda, relatos brevísimos que por su ámbito nos recuerdan mucho a los de El tío Lino, de Andrés Zeballos, pero que consiguen destellar por sí solos debido a una tendencia más realista y un lenguaje aun más ameno, compatible con la pretendida oralidad de las historias y la singularidad de su protagonista.
El trabajo de Jorge Alva Zuñe,a través de La noche imposible (2002), su reciente y único volumen publicado, se hace meritorio a partir de tres aspectos básicos: la acertada conjugación entre ese Chimbote al que ya se le reconoce propiedades de una identidad propia, el distinguible propósito del autor por alcanzar la unidad temática y el acertado uso de un lenguaje que cobra armonía con el espíritu de las historias. Resulta grato encontrar en este conjunto a un narrador innato y a un cuidadoso organizador de sucesos en los que la anécdota, la reminiscencia, la cotidianidad y lo sobrenatural, son hábilmente recreados por una voz empeñada en establecerse dentro de los linderos de lo auténtico. Jorge Alva Zuñe, a partir de este libro, proporciona solidez a esa narrativa chimbotana que busca la plenitud de su identidad, sin descuidar la alta convicción de que la narrativa, entre otras cosas, es una de las más inquietantes formas del arte de seducir.
Por el momento, éste vendría a ser el panorama del nuevo cuento chimbotano. Sin embargo sería mezquino soslayar la presencia de cuatro narradores que si bien no publican todavía sus cuentos en un trabajo orgánico, han logrado ofrecer a través de concursos literarios, revistas o antologías, evidentes muestras de una narrativa cuidadosa y elaborada, se trata de Gonzalo Pantigoso, Medalit Escalante, Augusto Rubio y Róger Antón Fabián, de quienes esperamos con impaciencia su primera entrega personal. Asimismo, aguardamos con expectativa mejores resultados de otros narradores cuyos primeros trabajos (publicados en breves opúsculos) presentan todavía claros desniveles estéticos. Nos referimos a Víctor Unyén Velezmoro (La tía Sara. La Sarandonga y La leyenda del tritón y la princesa Qori Shonqu, 1997); Roberto Díaz Valencia (Inocente condenado, 1999 y Avatares de un profesor, 2001, entre otros); Víctor Raúl Plasencia (Los sueños del zorro Ventolín y la gaviota Golondrona, 1999), Sixtilio Rojas Gamboa (María en el puerto, 2001) y Francisco Vásquez Carrillo (El justiciero ideal, 2002).
Junto a este amplio muestrario, cabe destacar los libros compilatorios Cuentos del Último Navegante. Antología del cuento chimbotano de Gonzalo Pantigoso (1994) y Sobre las olas. Selección de narrativa chimbotana de Jaime Guzmán Aranda (2000), con cuya aparición se clarifica el trabajo de los narradores en Chimbote y el de una actividad como la cuentística, empeñada en evidenciar sus logros a partir de un ejercicio serio, esmerado y consecuente.
© 2003, Ricardo Ayllón
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