Un libro sobre la cultura peruanaGuillermo Lohmann et al. Historia de la cultura peruana, 2 tomos. Lima, Fondo editorial del Congreso del Perú, 2001 |
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Paulo Drinot |
A pesar de contar con una «Presentación» (de Martha Hildebrandt), un «Prólogo» (de Edith Mellado) y una «Introducción» (de Guillermo Lohmann), en ningún momento se le ofrece al lector un intento de sistematización y mucho menos de problematización del tema del ciclo de conferencias, y del libro: la historia de la cultura peruana. La «Introducción» de Lohmann no es propiamente una introducción, sino simplemente su ponencia. Esta carencia es el tendón de Aquiles del libro, ya que los textos tienen poca coherencia en su tratamiento (en la mayoría de los casos, indirecto o parcial) del tema. La cultura es uno de los conceptos más debatidos y controvertidos en las ciencias sociales y, últimamente, particularmente en la historia, donde el debate en torno a la «nueva historia cultural» ha pasado a dominar las discusiones académicas.1 Las definiciones del concepto abundan y en algunos casos guardan escasa relación entre sí. En un sugerente texto, William H. Sewell, Jr. intenta identificar los múltiples sentidos de la palabra.2 Propone dos sentidos principales: (i) la cultura como «una categoría teórica»; y (ii) la cultura «como un universo concreto y cerrado de creencias y practicas». Es en el segundo sentido, que podríamos hablar de «una cultura peruana» o de una «cultura chilena». El primer sentido, nos sugiere Sewell, ha sido conceptualizado de maneras distintas: (a) la cultura como un comportamiento aprendido; (b) la cultura como una esfera institucional dedicada a la creación de sentido (la pintura por ejemplo, o la educación); (c) la cultura como un sistema de símbolos y sentidos; y (d) la cultura como práctica.
Las categorías propuestas por Sewell permiten ubicar la utilización del concepto de cultura que hacen los autores de este libro. Lohmann entiende la cultura como «expresiones del sentir popular plasmadas en textos» (p. 18), aunque también se preocupa por la implantación de «un centro superior de estudios de las más elevada jerarquía académica» (p. 24) o de las «funciones dramáticas» y «las artes» (p. 37). Para Lumbreras, la cultura es, por el contrario, «todo lo que el ser humano crea para poder resolver los problemas de su existencia». El hombre no sólo se adapta al ambiente en el que le toca vivir, sino que transforma «el medio en formas particulares de esto que llamamos CULTURA [sic]» (p. 131). La homogeneidad cultural de los diferentes estados mochicas, según Luis Jaime Castillo, es demostrada por el hecho que «todos los mochicas por ejemplo, se enterraban de la misma manera» (p. 161). Para Estabridis, los grabados virreinales son «expresiones artísticas, documentos importantes para la historia y la cultura de nuestro país» (p. 316). Para Manrique no existió una cultura peruana en el siglo XIX, sino que «a lo largo de la centuria coexistieron diversos complejos culturales, no sólo distintos sino enfrentados entre sí» (p. 371). Jurgen Golte ve la cultura como un proceso dinámico y continuamente cambiante: «los procesos culturales tienen siempre estas características, de reinvención constante y de depuración constante» (p. 526). Gonzalo Portocarrero concuerda: «tanto la cultura como la subjetividad deben concebirse como realidades complejas y heterogéneas cuya dinámica está cruzada por la acomodación, la tensión y el conflicto» (p. 562).
La multiplicidad (e inestabilidad) de definiciones del concepto «cultura» utilizadas por los autores reunidos en estos dos volúmenes es evidente, aunque también vale la pena notar que algunos no han intentado ubicar sus temas de estudio dentro de una perspectiva cultural, cualquiera que fuese la definición empleada. Pero llama la atención que ninguno de los autores, con la excepción de Gonzalo Portocarrero (quien recurre a Geertz y Zizek, entre otros), haya tratado de ubicar o plantear sus reflexiones dentro o desde de la perspectiva ofrecida por los innumerables estudios sobre el concepto de cultura, tanto los que conforman la «nueva historia cultural», como los que la informan desde otras disciplinas.3 Son pocos los textos que presentan una reflexión que vaya más allá de le mera exposición de un tema historiográfico y que intenten ubicar ese tema dentro de una teorización que contemple la existencia y las características de una cultura peruana.
La primera parte del libro se caracteriza por dos grupos de textos muy distintos. Los textos de los arqueólogos Ruth Shady (Caral), Richard Burger (Chavín de Huantar), Yoshio Onuki (Kotosh, Kúntur Wasi), y Cristobal Makowski (costa central y sur) son informativos y, hasta donde puedo ver en tanto que historiador del siglo XX e ignorante de la arqueología, bastante competentes. Están debidamente anotados y se respaldan en una sólida bibliografía. Por lo contrario, el texto de Luis Jaime Castillo carece de referencias bibliográficas. Es un trabajo extremadamente corto y quizás algo superficial en su tratamiento del desarrollo de los mochicas, pero no sin interés. Igualmente, MaríaRostworowski nos propone un excesivamente rápido recuento del incario. Su conclusión, que la conquista se debió principalmente a la fragilidad del imperio inca, producto de una falta de «integración nacional» (p. 257), si bien probablemente correcta, peca de una grave falta de problematización del concepto de «nación» en el contexto incaico. No se trata de argüir que la escritura sea un requisito para la conformación de la nación, como erróneamente, a mi parecer (y al de otros), sugiere Benedict Anderson. Pero sí de preguntarse sobre la aplicabilidad del concepto de «nación» en los Andes (o en «España ) del siglo XV.
El texto de Luis Guillermo Lumbreras, por otro lado, es un texto muy problemático. Su argumento principal, que «el mundo andino tiene una característica especial: el mundo andino es el dominio de la diversidad», es una afirmación que planteada en términos absolutos carece de sentido (y de interés), y en términos relativos peca de determinismo geográfico (según Lumbreras, por ejemplo, la diversidad del territorio peruano produjo «creatividad», lo que implicaría que la monotonía del paisaje belga haría de sus habitantes una nación de escasa creatividad). Por otro lado, Lumbreras afirma que «la nación no es otra cosa que la expresión social de lo que es un país. Y el país no es otra cosa que el resultado del conjunto de mecanismos de apropiación de la naturaleza que se van creando a lo largo del trabajo» (p. 137). Aunque la formulación misma es bastante confusa (¿a qué trabajo se refiere?) y no es posible saber con exactitud lo que intentó decir, es evidente que la conformación de un país o estado (una entidad político-administrativa) tiene poco que ver con la apropiación de la naturaleza, mientras que la nación, la famosa «comunidad imaginada», no necesariamente tiene relación con un país. Las reflexiones finales de Lumbreras, basadas en un indigenismo simplón, son superficiales y confusas.
La sección sobre la colonia cuenta con cuatro capítulos relativamente cortos. Solo el capítulo de Luis Millones incorpora una bibliografía. Como ocurre con las otras secciones, no hay una explicación de la selección de los textos, ni de cómo se relacionan entre sí, ni de sus significados dentro de un contexto historiográfico inmediato (la historia colonial del Perú) o mayor (la historiografía peruana), ni mucho menos dentro de la temática del libro (la historia de la cultura peruana). El texto de Ricardo Estabridis (sobre el grabado colonial) aborda la cultura desde su definición como «una esfera institucional dedicada a la creación de sentido». Es un texto interesante, pero no va mucho mas allá de una enumeración de grabados y de sus creadores en la época colonial. Por lo contrario, si bien Millones en ningún momento ofrece una definición del concepto de cultura, o intenta una teorización de él, su texto evidencia un manejo más sofisticado del concepto, que aparece como una práctica ante todo. La tensión entre el mundo español y el indígena en los campos de la religión y de las festividades son tratados por Millones como procesos complejos de interacción de «culturas» heterogéneas, internamente cuestionadas, e inestables: «hay que tener en cuenta que el catolicismo español del siglo XVI no conforma un esquema uniforme de creencias» (p. 331). Las culturas «española» o «andina», tal como aparecen en este texto, no son fijas ni coherentes. Más aún, no existen propiamente fuera de su puesta en práctica, y es esta puesta en práctica la que produce su modificación: «durante el virreinato se va constituyendo una interpretación del dogma católico que sufre hasta desvirtuarse en las muchas traducciones culturales que nacen del entorno del doctrinero, muchas veces ausente, que en más de una oportunidad albergó el propio yáchaq o maestro de las ceremonias y ritos de origen precolombino» (p. 333).
Varón y Suárez estudian la dimensión económica y empresarial de la experiencia de los Pizarro en el Perú y las relaciones económicas entre el sector público y el sector privado en la época virreinal, respectivamente. Desde un punto de vista, no del todo correcto, estos son temas que solo podemos llamar «culturales si aceptamos que toda historia es historia cultural, en cuyo caso nos encontramos frente a un concepto tan amplio que deja de tener utilidad, es decir, capacidad explicativa. Pero el problema principal que encuentro en estos textos reside no tanto en el tema de estudio, sino en el hecho que ni Varón ni Suárez problematizan (es decir, no ubican) sus investigaciones desde (dentro de) una perspectiva «cultural», cual sea la definición de cultura que prioricemos. Quizás uno de los aportes principales de la «nueva historia cultural» sea que este tipo de historia ha liberado el «texto» histórico de su antiguo sentido estricto y limitante. Hoy es posible (y necesario, diría yo), «leer» libros de cuentas e indicadores macroeconómicos «culturalmente». Varón probablemente tiene razón cuando sugiere que «el asunto de los Pizarro y la conquista sigue siendo polémico y vital en el Perú de hoy» y que la polémica sobre la ubicación del monumento de Francisco Pizarro en la plaza de armas (hoy, mayor) de Lima es «solamente un reflejo de una preocupación oculta que tiene la sociedad peruana y que está pendiente de resolver» (p. 276). Pero hubiese sido mucho más interesante si Varón hubiese intentado ver cómo el «asunto» y la «polémica» se articulan con esa «preocupación oculta». En cambio, lo que Varón nos ofrece es un resumen de su libro sobre el mismo tema, y no una discusión sobre el papel, la función o la relevancia de los Pizarro en la historia de la cultura peruana.
La sección sobre el siglo XIX tiene los mismos problemas que las anteriores. El texto de Scarlett O'Phelan es una crítica al «mito de la independencia concedida» propalado por Bonilla y Spalding. La autora plantea que hubo participación de peruanos en las juntas de gobierno en La Paz y Quito instaladas en 1809, y que se instalaron juntas en el Perú, en Tacna, Huánuco y Cuzco. Muestra por otro lado la importancia de la participación de montoneras y guerrillas peruanas en las gestas emancipadoras de San Martín y Bolívar. Por otro lado, arguye que la independencia no fue un simple «cambio de nombre» y apunta a una serie de cambios sociales importantes, aunque muchos de estos cambios recién se consolidaron en el gobierno de Ramón Castilla. Giovanni Bonfiglio examina la inmigración europea al Perú, establece tres grandes periodos inmigratorios, 1820-1880, 1880-1930 y 1930-1950, analiza las políticas estatales (por lo general fracasadas) frente a la inmigración, además de presentar un trabajo estadístico que permite establecer una serie de pautas (nacionalidades, asentamiento, sexo) de la inmigración en el país. Si bien estos textos no carecen de interés, es evidente que no responden a la problemática del libro al no enmarcar sus temáticas dentro de una discusión de «lo cultural».
Leer el texto de Fernando de Trazegnies resulta una experiencia singular. Sin plantear propiamente una discusión en terminos de «cultura», es evidente que de Trazegnies propone una reflexión sobre la cultura peruana, retomando la formulación de Sewell, «como un universo concreto de creencias y de prácticas». De Trazegnies hace recurso a su ya conocido oxímoron, la «modernización tradicionalista», para explicar la historia peruana del siglo XIX. Sin embargo, el autor parece no ser conciente de los debates en las ciencias sociales en torno a conceptos como «modernización, «moderno», «tradicional», «progreso» o «atraso», y los utiliza con toda la naturalidad del mundo (quizás un indicio del por qué del analfabetismo científico social del autor sean sus escuetas referencias bibliográficas, las que se remontan a los años sesenta y setenta). El planteamiento del autor, como cualquier planteamiento teórico basado en una dicotomía tradición-modernidad, presupone culturas fijas e internamente coherentes, una presuposición tan cuestionable como los estereotipos que nutren su análisis: «el ejecutivo japonés, luego de haber trabajado todo un día entre modernísimas computadoras, operando en mercados muy competitivos y relacionándose con lo más avanzado del mundo occidental, regresa en la noche a su casa, se coloca su kimono y educa a sus hijos con las viejas historias de samuráis, cuyo espíritu busca mantener incólume en su propia vida y en la de su familia» (p. 453). Para de Trazegnies tanto la modernidad o modernización como la tradición serían entidades aisladas, manipulables, como objetos. La élite peruana, aristocratizante, no supo emular a la japonesa, y manejar estas dos entidades satisfactoriamente.
Para Manrique, por el contrario, el Perú se caracterizó en el siglo XIX no por una cultura, sino por varios «complejos culturales» antagónicos entre sí. Manrique hace hincapié en la fragmentación como la característica fundamental de la cultura peruana en el siglo XIX, y es de suponer, en los siglos anteriores y posteriores (lo que pone en tela de juicio la afirmación de Martha Hildebrandt de que estos textos «dan cuenta de unos cuatro mil años de creación y continuidad cultural»; p. 9). El elemento central y organizador de esta fragmentación fue el racismo. Para los arquitectos de la ideología racista en el Perú, el indio era un ser biológicamente inferior que debía ser excluido del proceso de construcción nacional (de ahí los numerosos intentos, reseñados por Bonfiglio, de poblar un país «vacío» con inmigrantes europeos). Sólo a raíz de la derrota en la guerra con Chile (que marcó la bancarrota de la élite criolla) surgieron voces disonantes dentro de la misma élite, voces femeninas en gran medida, que ayudaron a articular un discurso alterno, el indigenismo. Manrique dicotomiza quizás demasiado el binomio criollo-indio, y al hacerlo vela la existencia, por cierto conflictiva, de una «cultura» producto de esa fragmentación. Para Manrique, «la creación de una cultura nacional supone, ante todo, el reconocimiento de la diversidad cultural de nuestra patria» (p. 383). Pero la cultura no espera, ni necesita, la reconciliación política o racial para manifestarse.
Guillermo Nugent, como Manrique, identifica rupturas y fragmentaciones en las «varias culturas --sociedades sería más apropiado llamarlas-- que han existido en el territorio» (p. 469). Establece muy particularmente una ruptura estricta entre la «cultura» y las «masas», producto de una vanguardia cultural identificada principalmente con lo «establecido» y preocupada por alejarse de lo «huachafo». Así surge en el Perú una «cultura moderna sin opinión pública», es decir una cultura excluyente, antidemocrática, basada en el privilegio de la escritura y la lectura, un privilegio denegado a la mayoría. Esta situación cambia radicalmente con el desarrollo de los medios de comunicación audiovisuales: «este proceso no se apoyaba en una dicotomía excluyente como la anterior sino en una experiencia compartida, la más importante de este fin de siglo: el descubrimiento del instante colectivo» (p. 483). Sin embargo, Nugent exagera la incomunicación creada por el analfabetismo o por la distancia geográfica (sus «lugares alejados»). El no saber leer o escribir no necesariamente condena a una persona a la ignorancia o la excluye de la «cultura». Más aún la lectura, como ha sido ampliamente demostrado por Chartier y otros, era hasta hace poco un acto esencialmente público antes que privado. Por otro lado, el supuesto «instante colectivo» creado por la radio o la televisión presupone que la recepción de la información sea uniforme. Lo que cuenta no es que todos veamos el mismo programa de televisión sino cómo ese programa es asimilado intelectual y culturalmente por cada uno. La cultura, como el texto, depende tanto de su producción como de su recepción.
Para María Emma Mannarelli, quien presenta un valioso trabajo sobre las relaciones de género en el Perú, la ausencia de una «cultura pública moderna» en el país sería producto de la «preeminencia del poder doméstico» o de «la moral de la servidumbre» (pp. 501-3), esta última idea entendida como «un patrón particular del ejercicio del poder privado basado en la naturalización de la jerarquía de género y en la inferiorización de lo femenino por su identificación con lo doméstico» (p. 503). En otras palabras, el Perú no habría desarrollado una cultura pública moderna (término que Mannarelli desgraciadamente no problematiza) porque es una sociedad que, por sus leyes, costumbres y en la práctica, es eminentemente machista. Existe un «pacto patriarcal (p. 504), por el cual el estado deja actuar al hombre como mejor le parece en el ámbito doméstico, al tiempo que se establece un vínculo estrecho entre una cultura patrimonial pública y una cultura patriarcal privada, donde los hombres asumen el papel de clientes del estado pero, a cambio, obtienen control tutelar sobre las mujeres. Así, lo público y privado dejan de ser ámbitos opuestos y se entremezclan. Quizás hubiese sido necesaria una más clara periodización, particularmente en lo que se refiere al período republicano. El análisis de Mannarelli es sin duda válido para comienzos del siglo XX, pero la situación que presenta sufre serias modificaciones en el resto del siglo, producto tanto de presiones desde abajo, como de cambios impuestos desde arriba.
A pesar de compartir con Manrique una visión dicotomizada del binomio criollo-andino (visión que se puede considerar problemática), Jurgen Golte muestra de manera muy convincente cómo los procesos migratorios de la segunda mitad del siglo XX y el asentamiento urbano de poblaciones rurales corresponden a una «reelaboración» cultural. Para Golte, el surgimiento de una nueva cultura urbana es un proceso sumamente dinámico, en el que se combinan procesos de creación y de destrucción culturales. Por el contrario, el texto de Irma Espinoza, bien intencionado quizás (termina su texto con un grito de guerra: «TODAS LAS CULTURAS SON DISTINTAS; NINGUNA ES SUPERIOR A LAS DEMAS [sic]»), es sumamente problemático. Desde un comienzo, queda establecida la perspectiva de esta autora, quien nos informa que «las sociedades tribales... forzosamente van a tener que integrarse al contexto nacional» (p. 547). Para demostrar la gran diferencia que existe entre el mundo occidental y el de los «nativos» (su término), Espinoza nos dice que «para tomar un acuerdo todos deben estar convencidos. A diferencia de lo que se ve en la cultura occidental, en la que gana el que tiene en los votos la mitad más uno, entre ellos todos deben estar de acuerdo, o de lo contrario esperan hasta convencer al que no está convencido» (p. 549). Pero todos sabemos que en la cultura «occidental» hay una serie de circunstancias donde se requiere unanimidad (como en algunos jurados). Los valores de los «nativos son resumidos en cinco párrafos que reproducen estereotipos: «el tiempo del reloj no es importante entre ellos... la mujer muestra sumisión a su esposo» (p. 550). Espinoza, quizás sin darse cuenta, y a pesar de que intenta demostrar lo contrario, infantiliza a los «nativos», a los que, cree ella, debemos salvar: hay que comprenderlos «con ojos amistosos» y no juzgarlos «desde nuestra forma de pensar» (p. 559), nos dice; son personas «que piensan, sienten, desean y viven de acuerdo a su cultura» (p. 558), como si fuese necesario siquiera mencionarlo. Finalmente, nos explica, «nuestro primer acercamiento debe hacerse con humildad, como aprendices, para que después el rol de maestro sea efectivo y consecuente» (p. 559).
A diferencia de los otros autores, Gonzalo Portocarrero sí utiliza la jerga y los conceptos de los estudios culturales (en su texto encontramos «poéticas», «economía libidinal» y «pulsiones») y cita a los necesarios gurus: Geertz, Zizek, Kristeva, Bataille, Baudrillard. Portocarrero traza la transición de la figura del militante a la figura del hombre de éxito, representantes de dos periodos estrictamente demarcados en la historia reciente peruana (la fecha de división sería 1992, cuando la derrota de Sendero Luminoso terminó con la figura del militante). Ambas figuras se enmarcan dentro de contextos políticos y culturales definidos, así como contextos económicos: el populismo macroeconómico y el neoliberalismo (habría que notar que hombres de éxito existen en todos los contextos: hasta la Unión Sovietica tenía a Stakhanov y los stakhanovistas). En un análisis muy sugestivo, Portocarrero establece vínculos estrechos entre el neoliberalismo y el desarrollo de la prensa chicha, los talk-shows y los programas de chismes sobre el mundo de la farándula. Este periodismo amarillo correspondería a la otra cara del «productivismo exitista». Sin embargo, esta cara es presentada no como un síntoma o producto del neoliberalismo sino como «algo lamentable e incomprensible, sin ninguna relación» (p.583). Su función sería desalentar la «exploración creativa de la libido», lo que representaría un desperdicio dentro de una lógica productivista, y ofrecer, a cambio, una fantasía prefabricada. Menos convincente es la introducción que hace Portocarrero en su análisis de una tercera figura, la que sería articulada por Pablo [sic] Coelho, basada en «un sentimiento místico del mundo, una visión esencialista del yo» (p. 596).
Más allá de las limitaciones o de los logros identificados en los capítulos individuales, quizás lo más frustrante para el lector sean los innumerables errores de edición que contiene este libro, fruto de una inexplicable falta de atención al momento de transformar lo que fueron presentaciones orales con ayudas visuales a textos impresos. En la página 160, por ejemplo, Luis Jaime Castillo nos dice que «la cumbre de la cerámica tridimensional mochica son los famosos vasos o huacos retratos, tres de los cuales aparecen aquí», pero los vasos no aparecen en ningún lado. Cristóbal Makowski nos llama la atención sobre unos cuadros que grafican su planteamiento (ver p. 165), pero los cuadros no han sido incluidos en el libro. Giovanni Bonfiglio cita a un tal Arrigoni en la página 393, pero no nos explica quién es y tampoco incluye una referencia bibliográfica suya. El capítulo de Jurgen Golte tiene una extensa bibliografía (casi veinte páginas) pero una sola referencia bibliográfica en el texto, mientras que el capítulo de Maria Rostworowski tiene varias referencias bibliograficas en el texto (por ejemplo «David Noble Cook 1975» en la página 246) pero al ir al final del capítulo caemos en la cuenta que no hay bibliografía. Algunos capítulos utilizan este estilo de notación, indicando en el texto el nombre del autor y el año de publicación, mientras que otros, como los de O'Phelan, Manrique o Mannarelli, utilizan notas de pie de página. Por otro lado, no queda claro por qué se ha publicado este libro en dos volúmenes. Un libro de 600 páginas no presenta mayores problemas para la imprenta. Lo más curioso es que el volumen 2 sigue la numeración del volumen 1, de manera que comienza en la página 345.
En resumen, este libro no cumple con lo que promete. Más allá de su terrible edición, el libro no cuenta ni con una discusión adecuada del concepto de cultura, ni con un intento de sistematización de los aportes de cada autor. Algunos de los textos son francamente problemáticos y cabría preguntarse si merecen ser incluidos en esta colección. Unos, si bien interesantes e importantes, no responden propiamente a la temática del libro. Otros hubiesen necesitado un buen trabajo de edición y relectura. Es una pena porque, a pesar de sus múltiples problemas, el libro sí contiene algunos aportes valiosos a la muy necesaria discusión sobre la cultura y la historia de la cultura en el Perú. Es de esperar que el Fondo Editorial del Congreso del Perú de ahora en adelante aborde con mayor seriedad su importante labor editorial.
1 Ver el debate en torno a la nueva historia cultural en México, en Hispanic American Historical Review 79:2 (1999).
2 William H. Sewell, Jr., The Concept(s) of Culture en Victoria E. Bonnell y Lynn Hunt (eds.), Beyond the Cultural Turn (Berkeley, Los Angeles y Londres: University of California Press, 1999), pp. 36-61.
3 Dos textos indispensables son: Lynn Hunt (ed.), The New Cultural History (Berkeley, Los Angeles y Londres, University of California Press, 1989) y Victoria E. Bonnell y Lynn Hunt (eds.), Beyond the Cultural Turn (Berkeley, Los Angeles y Londres: University of California Press, 1999). Ver también la excelente crítica de Alan Knight a algunas de las tendencias de la nueva historia cultural en América Latina: Subalterns, Signifiers, and Statistics: Perspectives on Latin American Historiography, ponencia presentada en la conferencia del Latin American Studies Association, Miami, 2000.
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