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7 marzo 2002

Adán Felipe Mejía

Miguel Rodríguez Liñán

Domingo de cielo espléndido afeitado por el mistral, el «maestral» como decían los trovadores del siglo XII, «magistral» o viento maestro, helado y violento que sopla del norte o el noroeste hacia el mar, el mistral cuyas láminas duelen en invierno y penetran insidiosamente hasta los huesos, los congelan: ni el cuerpo ni el esqueleto escapan al viento maestro. Dura tres, seis o nueve días durante los cuales, y también después, el cielo de tan azul ya parece negro, el sol también enceguece, hay que utilizar lentes oscuros. A pesar de estas maravillas, Marsella y sus calles me pareces glaucas, desprovistas de alma; debe ser el agobio repetido que causa la soledad... Busco compañía femenina, mi compañera de Niza, y esta carencia me parece la búsqueda de la falda maternal. No sé qué me pasa hoy... Dejé todo —toneladas de correo electrónico y ordinario, toneladas de trámites administrativos, el borrador de otra novela— para ir a visitarla con los nervios de punta y con una resaca de los mil diablos y la tembladera consecuente que castiga mis excesos. Tomo el tren que pasando por Tolón, Saint-Raphael Valescure (Anaïs Nin), Cannes y Antibes, me dejará en Niza. Niza. La Costa Azul. La visión del hotel Negresco en la noche. El fantasma benefactor y polícromo de Henri Matisse y el fantasma eslavo de Antón Chejov. Niza es sinónimo de no sé qué maravilla... El Barrio Viejo y el Cours Saleya... Esas callejuelas, todas dignas de tarjeta postal, brillantes como espejos... Iglesias y parques... Jardines y torres... El mar tan azul, celeste... y la proximidad de Italia la bella. «Vamos a Italia», le digo a esta mujer que tiene la facultad de hacerme feliz, y, cuando menos me lo espero, de torturarme. «Vamos», responde. Ese domingo había mercado de flores: il Mercato dei Fiori, de flores y frutas, de frutas archimboldescas, de flores archimboldescas... Pienso en ese pintor que plasmaba, inspirado en frutas, legumbres e incluso animales, retratos al óleo (siglo XVI, que perduran hasta hoy)... La cojo de la mano, qué raro, en Francia nunca lo hago, en Italia sí, ¿qué me pasa? Miro curiosamente las cinco, diez variedades de tomates en ese bello mercado, cada uno de peso, precio, nombre y características gustativamente distintas. Veo también los quesos de formas inauditas —vejigas, testículos, globos— y embutidos. Alcachofas, alcaparras y cebollitas en frascos, remojando en aceite y vinagre. Naranjas y fresas. Los quesos y los embutidos penden de cordeles y vendedoras amables y vociferantes (algunas con pechos de diva), te incitan a comprarlos. Compro uno de cada uno. Y frutas diversas. En Italia, sinceramente, todo es bello, bello hasta la posibilidad de llanto injustificado —es que tengo los nervios maltrechos y a veces me provoca llorar porque sí—. Además, la lengua italiana no debería existir. En cada entonación siento que la ópera es el idioma ancestral, y entiendo por qué Mozart compuso en italiano. Cualquier carnicero, cualquier mesero, cualquier verdulera podría y tal vez debería ser cantante de ópera. Estas maravillas cotidianas en Ventimiglia, inalcanzables para los que no viven allí, pero accesibles para los vecinos franceses, se encuentran a una hora de Niza, de Niza la irrevocablemente bella, de Nice délice, Niza delicia, de las delicias de Niza, del Barrio Viejo que ya conozco mejor que Zárate o Breña donde viví en una existencia anterior durante mi temporada, breve, en Lima. Es que Lima es demasiado grande... ¡Hace tanto tiempo! Ahora estoy en la Promenade des Anglais, limpia como un espejo y ornada cada cincuenta metros de plameras, y miro el azul claro, celeste, del mar de la Côte d'Azur. En el Cours Saleya, donde a veces vienen a tomar champagne a mediodía mafiosos intocables y más ricos que Mac Pato, mafiosos rusos que dominan el medio prostibulario de la antigua cortina de hierro, es decir del que más abunda: lindas chicas húngaras, polacas, rumanas, búlgaras y rusas: tremendas rubias, morenas, pelirrojas, entre 60 y 100 euros el pase... en discoteca cuesta el triple, mafiosos que son capaces de gastarse miles de euros en una sola noche, y después vapulear a sus cónyugues hasta deformarlas, difícil de creer pero ésto pasa, locos que tienen yates atracados en los puertos más caros del mundo —Saint-Tropez, Montecarlo, Mónaco y Niza— y jets privados y Mercedes Benz con chofer, calefacción o aire acondicionado...  Los artistas de cine con lentes de sol desorientan a los periodistas... Ricachones locales excéntricos. Aquí estoy con mi torturadora que me da tanto placer. Yo que vengo de Chimbote. Después de la embriaguez de allá y, sobre todo, después de la embriaguez de París donde por la gracia de Dios Todopoderoso y los eficaces trámites de los poetas José Alberto Velarde y Homero Alcalde será presentada mi novela en marzo o abril, bajo los auspicios de la Embajada del Perú. Me ha invitado también la Universidad de La Rioja, España, para un ciclo de conferencias y talleres literarios en abril y mayo. «Jóvenes escritores latinoamericanos». Lo pongo entre comillas porque me divierte. Joven soy, y lo seré hasta la muerte; pero cronológicamente hablando tengo cuarenta abriles... Estoy con mi compañera en el ristorante Il Brigantino —después de haber admirado los tomates y las flores—... ¡Viva Italia! En Italia otra vez. Siempre volveré a Italia, incluso cuando ya esté muerto. Quisiera hablar con mi escaso italiano, hacerme entender en esta lengua del paraíso, pero el maître d'hôtel habla francés: con acento italiano pero impecablemente. «¡Una birra!» «¿Piccola?» «¡No! ¡Piccola no! ¡Una media!» Es decir medio litro de cerveza helada, siempre vigente y deliciosamente dorada... Mil veces benditos sean, y para toda la eternidad, los egipcios antiguos que no sólo inventaron a Horus, Osiris y Anubis, el dios chacal, sino también a la diosa rubia, espumosa y transparente: la cerveza. Hace tres mil años por lo menos... Algún día escribiré un Elogio a la Cerveza. Hace frío. Pero el cielo tiende al azul extremo. Y, cuando llega la parrilla de pescado, pienso, palpándome el bolsillo izquierdo donde está el libro de Adán Felipe Mejía, en este escritor congénere y en el lejano Reino del Perú. Adán Felipe Mejía el exquisito, el gourmet, el sibarita. Un superescritor de polendas, cien por ciento peruano y sin embargo inscrito en la más pura tradición castiza de Castilla, como Felipe Pardo y Aliaga. Le agradezco a mi amigo Mario Sotomayor, profesor en la Universidad de Provenza, amigo también del  poeta Wáshington Delgado que me apadrinó en Chimbote, quien me prestó en una noche regida por el vino de Burdeos esta joya de la literatura peruana: De la cocina peruana. Exhortaciones. P.L. Villanueva Editor, Lima, 1969. Estas notas se inspiran en un artículo escrito por Juan Francisco Valega, el año de 1968 que conmemoraba el veinteavo aniversario de la muerte de nuestro enjundioso escritor. Degusto, pensando lo anterior, el pescado a la plancha del Mediterráneo, saboreando el vino bianco de Italia, mirando el mar azul plata gris («la juma de ayer / ya se me pasó / esta es otra juma / que hoy traigo yo», como canta con voz de negro el puertorriqueño blanco Henry Fiol), lanzándoles mendrugos o migajas a las gaviotas bullangueras que revoletean hambrientas. Mi amiga, mi amante, mi verdugo actual, me escudriña celosa, medio se atraganta, sabe que no estoy con ella, que le soy infiel en consecuencia, enciende un cigarrillo nervioso, que estoy con otra, con otro, inmerso en una fantasmagoría gastronómica de «ce pays de fous» gracias a mi Adán Felipe Mejía. Enumeración de peces. «Luego, teníamos inmensos pejerreyes, congrios dorados, lizas esbeltas, chatos lenguados imponentes, tramboyos, pejesapos, caballas, chauchillas, mojarrillas...» Notemos que el muy pendejo adjetiviza con destreza y reserva la triple asonancia para el final, para causar mejor impacto en el oído sensible del lector. Luego, una frase que envidiaría cualquier comentarista gastrónomo francés: «Teníamos la plateada corvina aristocrática de carnes delicadas, que se ponía bajo cremas exóticas en fuentes adornadas, muy largas.» Mi amiga tose incómoda, porque siente que la ignoro, y ninguna mujer narcisista tolera que la ignoren. Que no me joda.

El maestro Mejía, fue apodado el Corregidor —tan preciosista, tan maniático en la utilización correcta de cada vocablo, tan exasperante, que no decía, por ejemplo, pecho, sino «peto» (véase la cita más abajo)— por ser maniática, preciosista y exasperantemente un gran cultor del idioma clásico y vernáculo de Castilla. Corregía a raimundo y todo el mundo; y de manera especial a César Vallejo, especialista de la incorrección gramatical y sintáctica, fiel a su artículo de fe («Cada poeta debe inventar su propia gramática y su propia sintaxis»), demás decir que ésto repugnaba al Corregidor, nuestro César autor de ese bello monstruo de mil pies y mil cabezas llamado Trilce, que constituye un desafío al castellano; a todos corregía el Corregidor, a Juan José Lora, a Carlos Parra del Riego (mil veces se burló de su magnífico apellido), a  Augusto (con el perdón del inevitable hiato, maestro Mejía) Aguirre Morales, a Gonzalo More y a José Diez Canseco, cenáculo conocido como Los Nictálopes, que solía reunirse precisamente en casa de César Vallejo, Acequia de las Islas 425, en Lima, calle que une la Plaza Buenos Aires con Espalda de Santa Clara, hoy jirón Huánuco. Allí se reunían esos artífices de nuestra literatura, hablaban interminablemente (atentos a los comentarios del Corregidor), se reían a carcajadas, se embriagaban, a veces hasta peleaban. ¿Y por qué hoy, en Ventimiglia, Italia, pienso en esto? Es que en el exilio, a veces, se me alborota el peruanismo: me brotan plumas del cráneo. Y me pongo a llamar como un loco a la familia y a los amigos. Por increíble que parezca, veintiún años después desde el momento de mi partida, estas cosas todavía me ocurren. ¡Y qué dolor cuando llega la factura telefónica! Paso a la citación prometida: «El encendido peto bermejo del saltarín chirote, detona, veleidoso, de mazorca en mazorca.» Frase de oro y plata que merece análisis. Y traducción. ¿Traducción? Debo decir con sinceridad que sólo tengo una idea aproximativa; pero son palabras espléndidas. Pueden aludir a un pájaro —el petirrojo— perdido en la jungla picante del maizal. ¿Y chirote? ¿Qué es chirote? Mejía utiliza un verbo de dinamitero, de terrorista verbal: «detona», para describir el maíz y su floración... Pero estoy en Italia peor que en la guerra de Troya, Héctor contra Patroclo, Aquiles contra Héctor, en guerra sicológica con mi compañera, qué importa, al final de cuentas es cierto aquello de que nadie muere de amor, y el pescado a la plancha está buenísimo. Mejía escribe, con limón y rocoto nacionales: «La abundancia y variedad de peces en nuestro litoral es legendaria. Enternece y conturba recordarla en tiempos que corren.» Conturbar es verbo marivaudesco, ultrapreciosista. ¿Quién lo utiliza? Es verbo sacado por las orejas de su chistera de mago castellano; porque escribe en castellano; todo, en él, dicción (según cuentan) o expresión escrita es profundamente castizo. Escribe: «pábulo entonante de gallinas domésticas», frase como húmeda del rocío poético de las famosas gallinas de los campos celestiales. Pero... ¿Qué quiere decir? ¡Pábulo entonante de gallinas domésticas! Simplemente, señoras y señores... ¡Los granos de maíz!

Me siento absurdamente contento a pesar de mi desgracia sentimental. Italia la bella desaparece, la Côte d'Azur desaparece, nada existe, de nuevo se ha metido en mí el espíritu espirituoso de Dionisos, estoy ebrio y qué, pero feliz, pensando en el arroz con pato, el tamal, el cuy, el anticucho, los frejoles, las paltas («ricas paltas gordas»), en las conchas de abanico y su pequeño corazón de fósforo, y, sobre todo, con mucho amor, en la papa... Una última cita del Corregidor, crítico temible: «Si los frejoles son de palo, y los quesos de papa y la leche de harina y la harina de yeso; si el aceite es de lámpara, si la manteca de sebo y el afrecho aserrín y el aserrín café... y el chocolate tierra y la tierra basura y la basura condimento...! ¡Que el pisco sea de uva, para olvidar las penas charrasqueando todo! ¡Y qué viva la patria!»

Juan-les-Pins, enero del 2001.                      


© 2002, Miguel Rodríguez Liñán
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