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31 octubre 2003

Allah Superstar

Miguel Rodríguez Liñán

Para Mario Wong.

Esto empezó en la Unesco de Fontenoy, no en la de Miollis. El 22 de setiembre, ya que me contrataron para trabajar en los magnificentes subterráneos de cemento, pero habilitado para ir a todos sitios, urbi et orbi. Repartiendo papeles, cartuchos de tinta, lapiceros, tajadores, reglas y material informático. Algo de Borges recordé sobre la ironía del destino. Como era lunes, llegué con una tembladera de los mil demonios —lunes de muñecos, martes de agua mineral, el miércoles cero kilómetros, el jueves a chupar de nuevo— protegido por mis lentes rojos de Clark Kent. La esposa del presidente Bush había llegado o estaba por llegar a París: difícil será para quien no estuvo presente imaginar el grado in excelsis de la paranoia reinante. Supermanes gringos del FBI en cada esquina, equipados con mil aparatejos ultrasónicos, cuchichendo en inglés. La Unesco archiprotegida por la Conferencia General entre otros, pero sobre todo porque llegó o estaba por llegar la presidenta de los Estados Unidos, Madame Bush, en misión diplomática. Al final no sé si llegó. En todo caso,  qué curioso ver a los efebíes con sus lentes de raya, siempre pegados al celular, igual que en las películas... Como no me dejaban entrar a la Unesco, me vino a buscar el filósofo Thierry. ¿Thierry? ¿Por qué le llaman Thierry? Con toda certeza, al nacionalizarlo, le cambiaron de nombre, lo afrancesaron, se apellida Nguyen. Es el doctor. Su padre es chino, su madre vietnamita y él ha nacido en Laos. El doctor Nguyen es una crema de persona y un verdadero filósofo, no bromeo para nada. Se pasea por los meandros de la Unesco con una bata blanca de médico, siempre sonriendo y demostrándole a la sociedad que sólo existe el arte de ser sonriente y amable, para seducir a la maldita, para que nos acepte prodigándonos trabajo y dinero a mano abierta. Y si alguien trata de burlarse de su bata, él responde: «De verdad soy médico, porque aquí en la Unesco hay muchos enfermos...» Lo seguí medio aturdido —ascensores, pasadizos, para mí todo es laberíntico aquí— hasta los aposentos del chef, Michel, quien es la crema de cremas, creo que es corso. Es un deportista, seco y fibroso, afable a cien por ciento, nimbado de buena energía. Así deberían ser, si pueden, todos los chefs, es decir mandar sin mandar, como por telepatía, sin rebajar a nadie, siendo amable con todos, y el que no interpreta el mensaje, bueno, mala suerte. Luego me presentaron a Luis. Es chileno. Se le nota un poco cansado poco tiempo antes de la jubilación. Es alguien lleno de reserva o recato. Por más que he insistido, no he logrado que nos tuteemos. Usted por aquí, usted por allá, etc. Voilà. De nuevo estoy en las entrañas de la Unesco, en el sistema visceral cuyos ascensores conducen al quinto piso de una de las partes del monstruo (¿Avenue de Lowendal? ¿Quién fue Lowendal? Avenue de Saxe, Sajonia seguramente, ¿Avenue de Ségur? ¡Mariscal de Francia! ¿Avenue de Suffren! No sé dónde estoy con mi carricoche de repartidor. ¿Se escribe Lowendal o Loewendal? Ya lo encontré. Se llamaba —agárrense— Ulrich Friedrich Waldemar von Loewendal, también Mariscal de Francia, cuyo abuelo fue Federico III de Dinamarca... ¿Y Fontenoy? ¿Por qué esta sala del mundo idéntica al Congreso de Borges se llama Fontenoy? Un pueblucho de Bélgica donde ganó batalla el Mariscal de Saxe, de Sajonia, ajá, de modo que todos eran mariscales. Una guerra contra los ingleses y los holandeses... Sigo empujando mi carrito con papel bond y lapiceros), el quinto piso es maravilloso, no, creo que es el tercero, ¿o el cuarto?, vengo inocente a dejar un paquete de algo y emerge del buró 5095 o 5096, justo enfrente de Monsieur Tangh, una impactante bella de corte morisco con un par de tetas dignas de suicidio, exhalando Chanel y benjuí mezclado a su deliciosa transpiración tan leve. Yo sigo repartiendo lapiceros y amándola, suplicándole que me firme este papel, tengo 25 fólderes, tres borradores y una engrampadora también para Monsieur Tangh, no está, firme señorita, apiádese de este miserable. Me he enamorado como quinientas veces en la Unesco. De una rubia políglota que trabaja en la Sección de América Latina, de una diosa lucumí del sexto piso (el único alfombrado, con cuadros e idolillos), de una china que opera en el ala Lowendal, de una francesa para variar, de dos Madames probablemente libanesas —una de ellas me trató como a un perro, qué pasa, dijo, yo he pedido una caja de fólderes ¡Una caja! ¡Y usted sólo me trae veinticinco! Recibí el impacto en plena cara pero de inmediato contraataqué mirándole el cuello y las manos perfectas. ¿No está de acuerdo? Pues escriba usted misma con su bella caligrafía de su bella mano derecha, aquí, y firme, el pedido va de regreso al almacén, firme y no joda (pensé, si no, me botan de la Unesco)—, de una canadiense que me recordó a un antiguo amor de Aix-en-Provence y de dos traductoras intérpretes oficiales de la Conferencia General. De regreso al almacén, le cuento al doctor Nguyen el incidente con la bella protestona y pretenciosa. Examinamos el pedido con lupa. Todo correcto, dice el doctor mostrándome el papel. En verdad, todo correcto. A la bella protestona, simplemente, se le olvidó especificar que quería una caja de veinticinco fólderes, no veinticinco miserables fólderes solamente. «Baise-la», diagnostica el doctor como exigiéndome que lo haga, pues claro que me hubiese gustado hacerlo, pero la bella flaca funge de inaccesible, habla con mucha determinación, debe ser feminista y aparentemente no le gusto, el semáforo en luz roja, nada que hacer. Volvemos a salir para una entrega de material informático, fólderes, reglas, cinta Scotch, engrampadoras y desengrampadoras, yo estoy contento, todo esto me recuerda la compra de útiles escolares de la infancia. Frente al ascensor destinado a los trabajadores, hay un grupo de jóvenes beurs. Los beurs son los jóvenes franceses, nacidos en Francia o llegados aquí de muy temprana edad, de padres árabes y de tradición musulmana. Quieren pasarse de listos con el doctor, quien replica con una adivinanza. «¿Saben ustedes, muchachos, cuál es el cordero chino?» Los jóvenes ríen y no responden.»Pues el perro», dice el doctor. «Se le corta la cabeza y la cola y ya está, es un cordero». Todos reímos esperando el ascensor que no llega nunca, mejor, así el tiempo pasa. «¿Y saben cuál es el conejo africano?» Los jóvenes ríen y no responden. «Pues el gato», dice. «Los chinos comemos todo lo que se mueva. Todo lo que se mueva y eche sangre, de mosquito p'arriba». Con sutileza los ha puesto en su sitio. En eso llega el ascensor. Subimos al quinto piso para depositar una resma de quinientos kilos y una computadora. Alguien reclama, siempre hay alguien que reclama, hay los protestantes y los reclamones, pero el doctor sale victorioso del pase diciendo que el no es el chef sino el sub-chef, si algo tienen que objetar, pues vayan a ver al chef. De regreso al almacén, comemos manzanas, al doctor le gustan las manzanas y el juego de pin-ball en el ordenador. También le gusta fumar. Simpatizamos naturalmente. Y cuando salgo luego de mi primer día de trabajo en la Unesco —cholito de comisiones— voy al Bar de las Conferencias, con bluyín, polo y zapatillas, como una cucaracha en una constelación de diplomáticos y funcionarios encorbatados, me da igual, yo quiero tomarme una chela aquí, sentarme, leer y tomar notas sobre la poesía de Jorge Nájar, la elegancia no tiene ropa. Los del FBI merodean disfrazados de tiras franceses. No hablan francés. Hablan español y se muestran tan felices al ver sudacas, qué curioso, allá en los Estados Unidos los sudacas son mal vistos, infravistos, pero aquí en París los efebeíes están felices de hablar con nosotros en español, en mexicano, en lo que sea, en californiano, porque no somos moros peligrosos del Al-Qaïda.

La lengua árabe es, en tanto que lengua semítica, prima hermana del hebreo de Israel. Trataré de ir por partes, porque suelo escribir por escribir, a veces sin mucho conocimiento respecto del tema que trato, y esto puede confundir al lector. Bueno. En el estudio de una lengua, la noción de lenguaje es imprescindible. Son conceptos machihembrados pero con características específicas; lengua y lenguaje no son palabras sinónimas, aunque parecen serlo. Hay oposiciones que varían según los conceptos teóricos. Lengua y lenguaje tienen fines estrictamente comunicativos; pero se diferencian por su extensión semántica. Una lengua es, necesariamente, un lenguaje; pero no viceversa. El lenguaje es una facultad semiótica, adecuadamente adaptada a la biología —a la fisiología más bien—, al canal de comunicación, al aparato fonador, a los pulmones y a la glotis. A la lengua y a la úvula. Al palacio del paladar y también a los dientes. Los animales plumes e implumes, peludos o pelados, pueden tener un lenguaje, pero no una lengua; ésta es —qué horror— exclusivamente humana, por eso los astros no hablan. Lenguaje es todo lo que permite comunicar, desde un suspiro impregnado de sensualidad que propician algunas féminas de la Unesco, hasta el chateo por la internet con fantasmas que, tal vez, algún día se concretizarán. La lengua es sólo una parte. Un fragmento. Una rama del lenguaje. Un muñeco de cera más en el Museo de Los Asesinos. Las abejas tienen un lenguaje. Los delfines, las moscas, las hormigas, las polillas, todo... Vamos pues a tratar de ocuparnos en este trabajo de la lengua, no del lenguaje. Y de una metalengua: la jerga y el cariz coloquial de la infralengua utilizada por un joven escritor francés.

Pero volvamos al árabe. Es la lengua de Moab y de los moabitas. Moab era uno de los patriarcas de una de las doce tribus de Israel. Moab el Moro. Moab el Moro se fue rumbo a otros parajes. Pero ¿cuándo ocurre la escisión entre moros y cristianos? La historia conflictiva entre moros y judeocristianos no se acabará nunca. En el cielo, Sarah le sigue haciendo mala cara a la chica árabe que Abraham utilizó para engendrar a Isaac. La lengua de Moab, convertida miles de siglos después en árabe clásico, es una lengua cultísima. Es la lengua de los poetas Omar Khayyam («Soy yo el jefe de los malandros que vienen a la taberna. Soy yo el sumergido en mi rebelión contra la ley. Soy yo quien, ebrio de vino, le gritó a Dios durante largas noches las miserias de mi corazón sangriento»), de Abu Nuwas o Abu Nawes, poeta muerto en Bagdad, contemporáneo de Carlomagno, el rey de la sátira y de la imprecación, mi ídolo (La hidromiel. El vino de los dátiles. El cabaretero. La judía. El quinteto del vino:

Sulafu danni
Ka-shamsi dajni
Ka-dami jafni
Ka-kharmi adni!

(Vino transparente
de la jarra, sol de noche,
lágrima en los párpados,
vino del Paraíso!));


y de Umar Ibn Abu Rabia, considerados como los más grandes poetas del mundo árabe. Omar era un borracho, Abu Nawes un débauché, Umar Ibn quién sabe. Pero estos sublimes artistas le han otorgado eso que los franceses llaman lettres de noblesse, a la lengua árabe. Es la lengua de los místicos —una variedad de poetas. De Ibn al Farid, Ibn al Arabi y de los eruditos de la Bassora. De los sufíes voladores. Es la lengua de Alá. Los musulmanes consideran que la lengua árabe es sacra porque el Al-Curán fue revelado en árabe al Profeta. Para los árabes letrados del Medioevo, tanto prosa como poesía debían ser escuchadas, dichas por el compositor, no leídas en el papel. Seguramente ellos influenciaron a los trovadores, quienes iban de pueblo en pueblo, de castillo en castillo, de plaza en plaza, recitando sus versos y acompañándolos con bandolina para seducir a princesas y reinas. Sin los eruditos árabes de Córdoba, todavía estaríamos chapaleando en la más espesa ignorancia. Averroes es el nexo de los padres griegos con Occidente. Solemos olvidar esta suerte de deuda histórica con los sabios del mundo árabe, pero no importa, ya la Tierra dio tantas vueltas. Otro detalle. Como el chino, la lengua árabe no se escribe: se dibuja. No en vertical sino de izquierda a derecha. Al revés. Y, miles de años después, en Francia, en los barrios duros de la banlieue, los extramuros, las afueras de la ciudad, en medio de fumarolas de hachís, los jóvenes franceses herederos de los moros inventarán un idiolecto, una metalengua: el verlan. L'envers. Al vesre. Al revés. El vesre de al revés. Y una jerga peculiar. La jerga es la lengua en estado puro, lo que cambia y se mueve a cada instante. Lo demás, sin el auxilio de la poesía, es letra muerta. El escritor Y. B. ha logrado transformar el verlan, la jerga y la lengua coloquial en gran literatura.

Rama de raíz latina, la historia de la lengua francesa empieza en la época de Carlomagno (Carolus Magnus), con el Juramento de Estrasburgo —la repartición del reino, creo, entre los hijos del Emperador, uno de ellos era llamado El Calvo (siglo IX). Luego, aunque notoriamente latinizado, latinizado por el latín vulgar y con una gramática muy simple comparada a las seis declinaciones del latín culto, surge el francés antiguo. Es la lengua en la que escribe Chrétien de Troie, el novelista del ciclo arturiano inspirado en leyendas celtas, y del filósofo escolástico Abelardo (Abelardo y Eloísa, siglo XII). Abelardo dicta cursos al aire libre, cerca del Monasterio de Cluny, me parece que por entonces ya existía La Sorbona —fundada por el teólogo francés Robert de Sorbon. La historia de la lengua francesa es inagotable ya que Francia es el país más literario del planeta, es decir, de mayor tradición y enjundia literaria, desde La Canción de Rolando, Chrétien de Troie, Adam el Jorobado, Guillermo de Lorris, hasta llegar al siglo de François Villon, y al siguiente, no, en el siguiente Dante, Petrarca y Bocaccio opacan a todos, al siguiente pues, el siglo de Rabelais, Ronsard y Montaigne, y al siguiente que puede considerarse como el Siglo de Oro, el siglo de Malebranche, Malherbe, Corneille, Molière, Bossuet, Racine, Boileau, Fénélon, La Bruyère, La Fontaine, el siglo del Cardenal de Retz y del conde de La Rochefoucauld, de Madame de La Fayette y Madame de Sévigné, de Saint Simon, de Descartes y de Pascal, disculparán la pequeñez... Sin hablar de Marivaux ni de Montesquieu, sin hablar de Voltaire y de Rousseau, sin hablar de Buffon y Diderot, sin hablar de Vauvenargues y de Beaumarchais, sin hablar de Sade y de Chamfort... Ignorando totalmente a los siglos XIX y XX. Toda esa gente de gran clase ha llegado a la banlieue. Hasta los reyes merovingios han llegado a la banlieue, y Childerico está borracho. No bromeo para nada. Afirmo —y trataré de demostrarlo— que la escritura y el estilo de Y. B. se inscriben en la más estricta tradición francesa, como un fenómeno de la evolución de la lengua. Veamos. En la estructuración del léxico francés hay seis o siete procedimientos creativos, que son:

  1. El préstamo de palabras griegas o latinas. Cuando uno dice televisión, aviación o fenomenología, estamos hablando en griego y latín.
  2. El préstamo de palabras provenientes de otras lenguas. Actualmente, aquí en Francia todos hablamos inglés sin saberlo. Todo francoparlante sabe —y lo utiliza en su hablar— lo que significa week-end, football, camera, brushing, sandwich, tennis, golf, manager, string, marketing, sketch, star, parking, rock, look, speech, coach, gentleman, stage, shopping, stand-up, show-case y one-man-show, por no citar sino pocos ejemplos.
  3. Composición de vocablos a partir de palabras francesas. (No pongo ejemplos porque son intraducibles.)
  4. La derivación. Del apellido del general De Gaulle, surge la palabra gaulismo (gaullisme).
  5. El cambio de categoría gramatical y en consecuencia de sentido. La derivación verbal y la llamada derivación regresiva.
  6. El fenómeno de truncamiento-decapitación de las palabras. Todo se achica. Metropolitano= Metro; televisión=tele; kinesiólogo=kine, etc. (Antes se decía Et caetera).
  7. La utilización de siglas.

Todos estos fenómenos inherentes a la vida de una lengua, de una lengua viva y palpitante, aparecen en la escritura de Y.B.

¿Quién es Y.B.? Es un escritor beur de padre argelino y madre francesa. Autor de una novela-shock titulada Allah Superstar*, que me prestó Mario Wong. El libro me gustó ipso facto, desde el arranque, porque sentí la vigencia de la jerga  como lenguaje vivo contrario al lenguaje muerto de la gramática. De lo coloquial desenvuelto. Es un escritor audaz, como debiéramos serlo todos los escritores. Dice lo que se la da la puta gana y como se le ocurra. Pero esa escritura deliberadamente llana, coloquial, trufada de jerga y de siglas, que pretende imitar la lengua hablada por los beurs de la banlieue, es un truco de la literatura, para causar mejor efecto en los lectores. Y. B. se escuda en siglas para que no le pase lo que le pasó a Salman Rushdie. Para que no pese sobre él eso que los integristas musulmanes radicales llaman una fatwa. Un dictamen irrevocable, fatal, que sale del dedo índice acusador de un imam. Un imán es una autoridad religiosa. Al-Qaïda es el grupo terrorista de Ben Laden, me informan. La djihad, es la guerra santa. El hamdoulil'hah quiere decir Gracias, Señor, pero puede decirse al eructar después de un buen alcuzcuz, ahítos de sémola remojada en esa salsa tan rica, con presas de cordero, pollo y merguez (salchichas árabes). Fundamentalista e integrista son palabras sinónimas. El Ramadán es el ayuno. Y ¡Zarma! Quiere decir ¡De puta madre! De todo esto me entero leyendo la novela de Y. B. por cucharadas. Este joven iconoclasta es un gran pendejo. Le hace un guiño al lector titulando a su novela Allah Superstar como para recordarnos aquel filme, hermoso filme, Jesucristo Superstar. Si Cristo es estrella ¿por qué Alá no habría de serlo? Es la historia de un muchacho beur de banlieue que quiere ser artista cómico. Su novia se llama Nawel. Sus amigos son el Cheikh, el negro Balá, Abdel el traficante de cartas bancarias, y el empresario alcohólico Claude Martin. Y se llama Kamel Hassani. No quiere que le llamen Kamel León porque se parece demasiado a la palabra camaleón: «El Islam es la explotación del hombre por Dios, y el islamismo todo lo contrario», dice. Un día tumban las torres gemelas de Nueva York. A los terroristas les importa un bledo morir, ya que en el paraíso islámico Alá les reserva setenta vírgenes al lado de un oasis, con corderos asados y frutos. Sin hablar de las bailarinas semidesnudas con velos y ajorcas de plata, cuyos ombligos son deliciosos. Te sirven té a la menta y te presentan una bandeja, también de plata, con golosinas. Retiran los restos del mechoüi (cordero asado a la brasa) que seguimos comiendo. Estamos en el desierto. Llega Rommel el Zorro del desierto. Llegan los Hombres Azules montados en largos camellos. Y el narrador, aconsejado por su amigo imam el Cheikh, decide convertirse en la marioneta de Ben Laden, esa de Canal +, donde, como en el show de The Muppets, aparecen todos los personajes de la farándula política-internacional. Miterrand es una rana, la rana René. Escucha, yankee ¡No me toques a mi tío François Miterrand! Estamos en Francia, carajo, la tierra de Y. B. La bella Nawel lo traiciona con Abdel, Balá le hace una jugarreta, el universo conocido e inmediato parece burlarse de él, aniquilarlo, pero el narrador resucita y los mata a todos con el poder de la palabra... No es difícil imaginar que, en el contexto de la Francia racista —felizmente no sólo esa Francia existe, también hay muchas paralelas, como aquellas admiradas por Nietzsche y Holderlin— la novela de Y. B. haya caído como una bomba de mujaidín o talibán. Una bomba verbal e ideológica ¡Pum! El Cheikh es el imam del barrio, el soberano sacerdote de la mosquita de la banlieue. Aparece una chica portuguesa muy guapa —gracias a la evolución de la lengua, en francés la palabra canon (cañón) designa una mujer muy guapa, cuya belleza es como un cañonazo recibido en pleno pecho ¡Bum!— llamada Jessica. Es portuguesa o de origen portugués. Es la mujer de Abdel quien, en verdad, anda buscando a Nawel... La manera en que el novelista lo cuenta parece surgida de Las mil y una noches. Quiero seguir leyendo. Quiero saber por qué Kamel Hassani se obstina en presentarse como payaso, es decir, como un artista cómico. El manager Claude Martin, después de verlo en primera presentación, tiene una idea brillantísima, tiene muchas ideas, una dos y tres, una de ellas consiste en mostrar al protagonista de la novela con barba y turbante, falsa barba y falso turbante, en los buses de París. Por un lado aparece sin barba ni turbante: este hombre es un terrorista; por el otro, con barba y turbante: este terrorista es un hombre. Al final de la película, ya casi en plena gloria y después de haber sobrevivido a un atentado, Kamel hace reventar un cartucho de explosivos atados al rededor de su cintura, el día de su consagración como artista cómico, en la sala más prestigiosa de París, el Olympia, un 11 de setiembre. Se autoinmola y mata a 74 personas del mundo del espectáculo ¡Flam! Se acabó. Ésa es la anécdota. Porque se trata de una novela con buenos y malos, con historias de amor y desenlaces, y sobre todo con un final apoteósico. El narrador, un joven de tradición musulmana, es casto. Toda relación sexual está terminantemente prohibida en teoría. Es virgen pero virtuoso en el manejo de un vocabulario conscientemente procaz cuando se refiere al sexo. En lo que me concierne, no creo que sea para nada vulgar, aunque lo parezca. Esa seudo vulgaridad es otra astucia literaria para engatusar al lector. Se trata de un recurso totalmente válido. Al hablar de sexo utiliza el verbo «niquer». Es el apócope francés que, precisamente por un fenómeno antes descrito, ha sido acortado: el verbo culto forniquer, qué curioso, proviene del latín eclesiástico; y de la palabra fornix, que quiere decir prostituta, ya que por aquella época las putas romanas esperaban a los clientes bajo las bóvedas (fornices) de esa hermosa ciudad, que después de París debe ser la más bella del mundo. Este verbo culto, por el fenómeno de la evolución de la lengua francesa, se ha convertido en una grosería de banlieue. Es que el habla popular conlleva, en su ineluctable evolución, transformaciones gramaticales y fonéticas. Ya existía, siempre ha existido el fenómeno de acortar palabras. De la palabra latina original mansionem, por ejemplo, el francés la convierte en maison. Aristocracia y oligarquía son palabras griegas. Ojalá y almohada, palabras árabes. Kermesse es una palabra holandesa. El francés asimila todo, lo absorbe, deglute y regurgita con fenómenos nuevos, difíciles de pronunciar para un hispanohablante, de nasalidad y diptongación. Burlándose de esto, Borges decía que la lengua francesa parecía hablada por un italiano con catarro. Es que la nasalidad es tan difícil para el hispanohablante. El portugués no tiene la menor dificultad de adaptación, ya que ellos también hablan con la nariz. Los sonidos del francés son nasales, y por más que lo hablen Sophie Marceau o Isabelle Adjanhi, que lo hablen Catherine Deneuve o Carole Bouquet, es cierto, el francés se habla con la nariz, las palabras retumban en las fosas nasales. Inversamente, los sonidos de la lengua árabe son rasposos y guturales. Hay que buscarlos al fondo, más allá de la tráquea o en medio de ésta. Salen, pues, del fondo de la garganta, no de la nariz. Los sonidos son rudísimos. Salen arrastrando algo: piedras semíticas parlantes. La guerra de Oriente y Occidente es la guerra entre la nariz y la garganta —hubiera dicho Borges, y yo le sigo el ritmo al viejo.

La novela de Y. B. insurge y arremete contra el apartheid utilizando el argot. El argot es una lengua redundante —como dicen los lingüistas. Es un idiolecto. Es una metalengua. Una lengua dentro de la lengua, y dentro de otra, y así hasta el infinito. Al narrador de cultura musulmana le repele la palabra «diabólico», mientras que, paralelamente, el idiolecto beur diaboliza la lengua salpimentándola de argot e invirtiéndola porque el estilo es Dios. Nuestro falso y payaso Ben Laden de suburbios, imitador de Les Guignols*, se esconde con innumerables subterfugios a la sintaxis, le saca el cuerpo a la horrible gramática, a todo lo muerto y anquilosado, se desliza, es tan escurridizo, la prosa que practica es rapidísima: una yegua pura sangre que gana el primer premio en el Hipódromo de Borely, Marsella, por ejemplo. Picaresco, el narrador habla en primera persona. Cuenta su historia. La primera palabra que pronunció fue caca. Y su consigna es ser un star o nada de nada. Aquí el ataque contra la Francia racista es vertical. Un machetazo en la nuca. Pero no olvidemos los varios procedimientos poéticos que Y. B. utiliza, a pesar de la plétora, para achicar la lengua. Es una hermosa novela que en lugar de leerla, se escucha. Las palabras suenan y pueden masticarse. Es la lengua de la otra orilla. En la imaginación, todos esos muchachos locos, violentos, delincuentes o semidelincuentes, fumadores de hachís, semi analfabetos, recitan. Y recitan bien gracias a las argucias del novelista. Sólo dos lenguas existen: una está viva, la otra está muerta. Louis-Ferdinand Céline siempre estará presente para recordarnos que lo más importante en literatura es la manera de respirar el texto... Quisiera que, pronto, un traductor audaz acometa el trabajo de traducir a Y. B. Para que el hispanohablante interesado en literatura descubra la prosa suculenta de un gran escritor.

París, 15  de octubre del 2003


* Allah Superstar, Editions Bernard Grasset & Fasquelle, Paris.
* Les Guignols, programa cómico periodístico en la tele, parecido al Show de Los Muppets.


© 2003, Miguel Rodríguez Liñán
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Para citar este documento:
Rodríguez Liñán, Miguel: «Allah Superstar», en Ciberayllu [en línea]


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