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29 agosto 2003

Introducción a La voluntad encarcelada

La voluntad encarcelada, IEP, Lima, 2003

José Luis Rénique

«Virtualmente, la única manera de hablar directamente
con Sendero es en prisión»
Robin Kirk (1991)1 

Marzo 2 de 1982. Caía la noche en Huamanga cuando los pelotones guerrilleros comenzaron el ataque. No les tomó mucho tiempo controlar la ciudad. La cárcel departamental era su objetivo. Al final de la jornada, 78 «camaradas» habían sido liberados y 168 presos comunes habían aprovechado la oportunidad para huir. No muy lejos de ahí, en el cuartel «Los Cabitos», las fuerzas del ejército se limitaban a reforzar la vigilancia, esperando que en Lima, el alto mando decidiera si debían o no intervenir.2

Desdeñada por un Presidente de la República de talante aristocrático, enigmática o indefinible para sus primos hermanos izquierdistas, la insurgencia había avanzado con insospechada fuerza a través de las serranías ayacuchanas. Se había iniciado el 18 de mayo de 1980 —con la ya célebre quema de ánforas electorales en el pueblo de Chuschi— el día en que se celebraban comicios presidenciales por primera vez en 17 años. El asalto a la cárcel de Ayacucho la presentaba como una amenaza extrarregional y acaso nacional por primera vez. El hecho evidenciaba, para comenzar, la derrota de la policía cuyos efectivos, frente al avance de los subversivos, habían ido confinándose a sus cuarteles urbanos. Los acontecimientos del 2 de marzo de 1982 demostraban cuán vulnerable era la fuerza policial ante un grupo de atacantes decididos protegidos por la penumbra nocturna. Comprensiblemente, el reelegido Fernando Belaúnde Terry se resistía a enviar al Ejército —su derrocador de 1968— a la «zona roja» ayacuchana. En 1965, durante su primer gobierno, les había encargado combatir a las guerrillas del Movimiento de Izquierda Revolucionaria. Luego de barrerlas hicieron lo propio con él. Así, la democracia renacía cediendo el campo a quienes se habían preparado para dirigir una guerra campesina, con el trasfondo de una reforma agraria que había dejado múltiples bombas de tiempo que los insurgentes estaban dispuestos a detonar. 

Temiendo incursiones similares en otros puntos de la república el gobierno tomó la decisión de concentrar a los insurgentes capturados en el antiguo penal de El Frontón. Ubicado en un islote frente al puerto del Callao, por décadas, había Imagen de la portada de libroservido para poner fuera de acción tanto a delincuentes como a opositores políticos. El propio Belaúnde Terry había pasado ahí una breve temporada. Considerado obsoleto fue cerrado en los años 70. Con el senderismo en alza su insularidad pareció ofrecer garantías. En los meses subsiguientes, decenas de «delincuentes subversivos» serían trasladados al apresuradamente rehabilitado penal. Imposible sospechar entonces que ese sería el origen de algunos de los más dramáticos episodios de la «guerra popular» senderista. Fundamentalmente porque, en ágil adaptación a las nuevas circunstancias, el liderazgo senderista determinaría que la conquista desde dentro de las prisiones, más que el asalto desde fuera, era el camino a seguir. No importaba cuán exitosa hubiese sido la toma del penal ayacuchano. Guerra prolongada y no golpes propagandísticos era lo que el partido buscaba. Y en esa lógica, la dinámica misma de la confrontación les entregaba un inesperado presente: un espacio de acción tras las líneas enemigas. La cuestión era cómo manejar ese capital en función del alzamiento que el Partido Comunista del Perú dirigía.

Avanzaba este del campo a la ciudad. La prisión ofrecía la posibilidad de establecer una suerte de avanzada en el corazón de la capital, muy cerca del centro mismo del poder. Transformar las «mazmorras de la reacción» en «luminosas trincheras de combate» debía ser el objetivo. Poniendo en juego su férrea voluntad de lucha, los «prisioneros de guerra» senderistas  revertirían la situación de separación de la sociedad que, supuestamente, la prisión garantizaba, para desafiar —desde su mismo patio interior— al poder constituido: una incomparable oportunidad para demostrar su ruina moral y su inviabilidad. Esa era la lógica subversiva. En ese terreno, ellos prevalecerían sobre sus captores apelando a su superioridad ideológica y política, a su valor, a su disciplina y su capacidad de entrega. Desde los tiempos del «martirologio» del Partido Aprista Peruano —en los años 30 y 40— ninguna organización política se había propuesto en el Perú hacer un uso político similar del espacio carcelario. Hacer política desde el encierro, es decir.

Examinar la evolución de la concepción senderista de trabajo político carcelario es el objetivo de este libro. No como un segmento autónomo de su insurrección, como una de sus dimensiones fundamentales más bien. De los muchos escenarios en que esta se desarrolló —situados en su mayoría en los confines rurales del país— la cárcel aparecía como el más cercano y «visible» desde el exterior. Una ventana propicia, por ende, para apreciar al conjunto de la «guerra popular», para comprender su dinámica y su lugar en la historia contemporánea del Perú, en la cual, para muchos, no es sino un accidente o una maldición.

Producto de una organización de abigarrada constitución ideológica, la táctica carcelaria senderista fue racionalizada y sistematizada en diversos documentos políticos. Parte de esta exploración es, por lo tanto, textual. Entrevistas, y el conocimiento directo del espacio penal, añaden a esta exploración la dimensión humana, la cual, a su vez, permite plantear nuevas interrogantes a la fuente escrita. No es este, sin embargo, un estudio etnográfico de la vida de los senderistas en prisión. El uso político —simbólico tanto como real— de la cárcel, su redefinición como arena de lucha político-militar a manos de una organización insurgente, es el tema central de este ensayo. Tal análisis se realiza desde la perspectiva de quienes concibieron y protagonizaron dicha redefinición: el líder y estratega máximo de esa organización, los dirigentes de las «trincheras luminosas de combate» —o LTC en los documentos senderistas— y sus soldados rasos cuya sangre proporcionaría la materia prima de la epopeya partidaria. Frente a las cosas humanas —siguiendo a Spinoza— ni reír, ni llorar, sino comprender. Esa es mi divisa.

La importancia de enfocar en las intenciones humanas —frente al excesivo énfasis concedido a los factores estructurales— en el estudio de los movimientos revolucionarios ha sido recientemente subrayada por diversos autores.3 Comenzamos, por ello, examinando el desarrollo de la voluntad que se propuso emprender la audaz empresa política de transformar en «terrenos liberados» los lugares, precisamente, destinados a privar a los combatientes de su libertad. El punto de partida de esa política era la mente, la conciencia, la forja de un tipo de convicción capaz de llevar a la práctica con la mayor disciplina las acciones concebidas por la dirección. En circunstancias, más aún, en que el enemigo —la represión estatal— contaba todas las ventajas de su parte. De ahí que lo encarasen como un combate a ser definido, fundamentalmente, en el terreno de la superioridad ideológica y la fortaleza de carácter que de ello derivaba. Era ese el elemento que distinguía al Partido Comunista del Perú —usualmente conocido como Sendero Luminoso— de sus congéneres de la izquierda peruana y latinoamericana: su apreciación del individuo como el máximo capital de su arsenal militar, el énfasis en su capacitación ideológica como factor clave de la transformación del militante en combatiente, el uso de la autoinmolación como instrumento político; en una época todo esto en que una serie de corrientes maoístas post-Mao planteaban que, el camino a la liberación universal pasaba por librar guerras «tercermundistas» en que  acaso millones debían morir para que un nuevo orden pudiese emerger.4 «Barrer lo viejo para que nazca lo nuevo», aquel slogan —repetido ad-infinitum en aulas, asentamientos humanos y comunidades campesinas a través del país— sintetizaba bien el crudo radicalismo senderista que, traducido en acciones, envolvería al Perú en un inédito ciclo de violenta confrontación.

No sólo en referencia al poder incitador de una ideología universal, sin embargo, es que examinamos aquí el tema de la voluntad. Tiene esta, asimismo, una densa historia local: tradiciones políticas de larga data, las cuales establecen lenguajes y categorías mentales que hacen posible la comunicación entre los individuos a través del tiempo y las generaciones. Voluntad y tradición política, por ello, son los temas iniciales de este análisis. Si pensamos en la tradición como una suerte de arsenal sedimentado a través del tiempo, la voluntad es la mano que hurga sus anaqueles en busca de implementos para combatir.

Examinamos, a continuación, la vertiginosa historia de las LTC. El Frontón es el primer escenario de la conquista desde dentro de los penales peruanos. Ahí el concepto se probó y se desplegó por primera vez. Su destrucción, en junio de 1986, marcaría el paso a la fase siguiente de dicha historia. Animada por los sobrevivientes de la isla —portadores de la aureola de «heroicidad» que de su resistencia emanaba— en el penal de Canto Grande, entre 1987 y 1992, la idea de la LTC alcanzaría su más depurada expresión. Sentían los senderistas, por aquel entonces, que tenían la victoria al alcance de la mano. En 1992, sin embargo, volvieron a pagar con sangre su singular audacia: una nueva masacre y un nuevo traslado. En el penal de máxima seguridad de Yanamayo, en las proximidades del Lago Titicaca, la voluntad senderista sería puesta a prueba durante sus años de derrota militar, iniciados con la caída de su líder en septiembre de aquel año 92. La cárcel, a partir de ahí, devino espacio fundamental en la lucha por la sobrevivencia del partido y en la búsqueda de un discurso post-«guerra popular», ad-hoc para la era post-fujimorista que hacia fines del 2000 se iniciaba.

La «cárcel senderista», en suma, vista como terreno de lucha de lo que Gustavo Gorriti denominó como «la mayor insurrección en la historia del Perú». Vista, asimismo, como espacio de despliegue de la voluntad senderista; punto de llegada, a su vez, de una historia larga: la búsqueda secular del instrumento capaz de coadyuvar a la realización de la incumplida promesa de una tradición radical nacida en tiempos de la guerra con Chile.   Un instrumento hecho de ideas y de voluntad, que permitiera lanzar la lucha por traerse abajo al estado criollo —sucedáneo del colonialismo, soporte de la reproducción de la «feudalidad»— desde el único lugar del que ruptura tal podía proceder: la «milenaria» rebeldía de las «masas» rurales andinas. De Juan Bustamante a Manuel González Prada y de éste a Luis de la Puente Uceda, generación tras generación, muchos definieron su existencia en torno dicha búsqueda. Una búsqueda que Abimael Guzmán llevaría a su punto extremo en su personalizada versión de una «guerra popular» del campo a la ciudad inspirada en la revolución china. Su explosiva propuesta, por lo tanto —como diría el historiador Steve J. Stern—,  nacía «desde dentro» y «en contra» de la historia del Perú5, como sus LTC «desde dentro» y «en contra» del estado peruano: la prisión como una metáfora del país.

Weehawken, mayo del 2003

* * *


Notas

1 Robin Kirk, Grabado en piedra. Las mujeres de Sendero Luminoso, Lima: Instituto de Estudios Peruanos, 1993, p. 54.

2 Para una reconstrucción del ataque a la cárcel de Ayacucho, véase: Gustavo Gorriti, Sendero. Historia de la guerra milenaria en el Perú, Lima: Editorial Apoyo, 1990, pp. 253-266.

3 Forrest D. Colburn, The Vogue of Revolution in Poor Countries, Princeton: Princeton University Press,  1994; Yvon Grenier, The Emergence of Insurgency in El Salvador: Ideology and Political Will, Pittsburgh: University of Pittsburgh, 1999; Eric Selbin, Modern Latin American Revolutions, Boulder: Westview Press,  1993. En el caso de Sendero Luminoso, Cynthia McClintock, Revolutionary Movements in Latin America (El Salvador’s FMLN & Peru’s Shinning Path), Washington, D.C.: US Institute of Peace Press,  1998, discute persuasivamente la futilidad de las teorías estructurales para explicar este caso en particular. Véase, asimismo, la crítica de Alan Knight a Theda Skocpol en «Social revolution: a Latin American perspective» en Bulletin of Latin  American  Research,  9:2, 1990, p. 175-202.

4 Es la versión que de la visión maoísta post-Mao difunde actualmente el camarada Prachanda, («Red Flag Flying on the Roof of the World» Inside the Revolution in Nepal: Interview with Comrade Pachandra», Chicago: RCP Publications, 2003, p. 35) líder e ideólogo de la «guerra popular» nepalesa a la que diversos autores atribuyen rasgos similares a la andina tal como lo aseveraron diversos ponentes durante el evento «Andean and Himalayan Maoist Movements: A comparative workshop on social conflict in Peru and Nepal», Cornell University, Ithaca, NewYork, April 12-13, 2003. Véase también, R. Andrew Nickson, «Democratisation and the Growth of Communism in Nepal: A Peruvian Scenario in the Making?» en Journal of Commonwealth and Comparative Politics, vol. 30, no. 3, Noviembre 1992, pp. 358-386. Véase también documentos del Movimiento Internacional Revolucionario como «Long Live Marxism-Leninism-Maoism!» Diciembre 26, 1993.

5 «Introducción a la Parte I» en Steven J. Stern, editor,  Los senderos insólitos del Perú. Guerra y Sociedad, 1980-1995, Lima: Instituto de Estudios Peruanos-Universidad Nacional San Cristóbal de Huamanga, 1999, pp. 30-37.


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