Cinco siglos de literatura hispanoamericana |
|
Felipe Vázquez |
ntentar una valoración, un mapa interpretativo y un balance de lo que ha sido la literatura hispanoamericana durante cinco siglos es una tarea que implica, por principio, emplazar una concepción historiográfica que permita revelar las líneas rectoras y de convergencia de un continuum escritural y, de modo paralelo, proveerse de una teoría crítica flexible que permita valorar y establecer la producción literaria de un continente.
Quizá sea más fácil proponer el mapa de una geografía en proceso de sedimentación, pues lo accidental tiende a petrificarse para dar paso a las cimas definitivas, que sobresalen incluso en estratos muy posteriores; pero hacer la historiografía literaria de la segunda mitad del siglo XX, por ejemplo, implica proponer un mapa tentativo y abierto, capaz de cifrar una geografía en continua metamorfosis, capaz de adivinar las líneas tensoras del caos y no confundir incidentes estruendosos con las esencias discretas de la literatura. Entre estos polos conceptuales radica el esfuerzo que José Miguel Oviedo ha desplegado en su Historia de la literatura hispanoamericana (publicada entre 1995 y 2001) cuyos cuatro volúmenes abarcan cinco siglos de producción literaria en América Latina. Aunque transgrede ciertos límites de su propuesta, dicho estudio no sólo se ciñe a la lengua española: para comprender algunos sustratos del período novohispano e independentista, por ejemplo, o a novelistas como Arguedas y Asturias, la Historia de Oviedo incluye algunas manifestaciones literarias de las lenguas antiguas de América (trasvasadas al español, por supuesto); esta apertura contribuye a una interpretación fidedigna de las redes que cohesionan el fenómeno literario a lo largo de los siglos. Considera incluso creaciones de americanos que escribieron fuera de hispanoamérica en Europa o Estados Unidos pero cuyas obras tuvieron un impacto decisivo en la literatura de esta parte del continente.
En la introducción de su vasto estudio, Oviedo (nacido en Lima, Perú, en 1928) hace un deslinde metodológico y propone una lectura personal del proceso literario en la historia. No privilegia, por principio, la historia en detrimento de los textos, no propone «una obra enciclopédica, un registro minucioso y global de todo lo que se ha escrito y producido en nuestra lengua». Al contrario, en su obra intenta «leer el pasado desde el presente y ofrecer un cuadro vivo de las obras según el grado en que contribuyen a definir el proceso cultural». Esta posición obliga al crítico a examinar obras decisivas de nuestra tradición literaria y a omitir otras cuya calidad estética carece de relevancia, cuya propuesta no contribuye a la definición escritural de una época o cuya resonancia no haya sido significativa a través de las diversas corrientes literarias. Hacer una historia que pueda dialogar con el presente, exige un sistema que pueda pulsar las cuerdas proféticas de cada obra, una imaginación crítica que reinvente el pasado. Esta forma de lectura coincide, aunque en planos diferentes, con la del crítico uruguayo Eduardo Milán, quien en Resistir, insistencias sobre el presente poético (1994) considera que «la única posibilidad de rehistorizar el pasado es verlo con los ojos de hoy, posición muy contraria a la simulación posmoderna, que pretende, merced a la intemporalidad, ver el pasado con los ojos del pasado, lo que implica el fin de la tradición». Reinventar el pasado es quizá la única apuesta crítica que logra asimilar el pasado en el presente. En este sentido, José Miguel Oviedo asume la responsabilidad de dar una interpretación personal de la literatura hispanoamericana. No proyecta una arqueología de los diversos modos de escribir; se aparta de los modelos historiográficos que interpretan de manera equívoca o limitada el continuum literario; renuncia a una objetividad crítica cuyas intenciones no pueden ir más allá del índice y del catálogo; y declara «que no hay posibilidad alguna de una historia imparcial, salvo que se la convierta en una mera arqueología del pasado, sin función activa en el presente».
Esta Historia de la literatura hispanoamericana considera otras propuestas de lectura que han sido rebasadas no sólo por el tiempo sino porque su instrumental crítico y sus cuadros cronológicos resultan hoy insuficientes para comprender un horizonte literario más amplio y en continuo desplazamiento. Desde fines del siglo xix, ha habido muchas tentativas por sistematizar nuestra historia literaria. De Menéndez Pelayo a Enrique Anderson Imbert, de Pedro Enríquez Ureña a Giuseppe Bellini, de Ángel Balbuena Briones a Jean Franco, de José Juan Arrom a Hugo Verani, de Cedomil Goic a Ana Pizarro y de Rudolf Grossmann a Luis Iñigo Madrigal, entre otros, las perspectivas críticas sobre la literatura hispanoamericana han sido diversas y fecundas. Algunas de ellas, pese a que fueron decisivas en su momento y contribuyeron a definir el mapa literario, no responden hoy a la geografía de la literatura de la América hispana. Excepto por los grandes autores, nunca un mapa de la literatura es definitivo; la perspectiva, la amplitud horizóntica y las nuevas herramientas críticas darán siempre una visión diferente del fenómeno literario. Según su sensibilidad y su necesidad, cada época traduce su propia tradición literaria. La Historia de José Miguel Oviedo propone, pues, no sólo actualizar el mapa de nuestra literatura sino dar una nueva visión de su historiografía y, desde esta perspectiva, sugerir una interpretación de obras que tienen un lugar definitivo en el paisaje literario.
A partir de las anteriores consideraciones, Oviedo ofrece varios deslindes que, por oposición, definen su propuesta crítica. Señalo entre paréntesis que dichos deslindes coinciden, en parte, con los de la Historia de la literatura hispanoamericana (1954) de Anderson Imbert; una de las coincidencias radica en el carácter narrativo y personal que cada uno confiere a su Historia;.el lector curioso puede comparar el prólogo de Imbert con la introducción de Oviedo.
Primero revisa el concepto de literatura, lo reinterpreta, traza sus fronteras (prescinde del término discurso porque rebasa los límites del hecho estético y, por lo tanto, va más allá de una historiografía crítica de la literatura) y defiende la posición problemática que la literatura hispanoamericana tiene en la cultura occidental: «Por ser americanos somos una fracción de Occidente, una suerte de europeos más complejos (y tal vez más completos) que los europeos mismos, pues hemos sido enriquecidos por nuestras propias tradiciones indígenas». A diferencia de algunos ensayistas del siglo xix y principios del xx, Oviedo argumenta que no somos un continente adánico ni nuestras creaciones son inéditas: «Somos una distinta versión de lo mismo. Nuestro costado europeo no nos encasilla: es un modo de reconocer que somos universales, aunque lo somos a nuestra manera y a veces al grado de casi no parecerlo».
En segundo lugar, precisa el término literatura hispanoamericana, sugiere sus fronteras, y argumenta que, más allá de la multiplicidad expresiva en las diversas épocas y latitudes, hay cierta identidad: «siendo intensamente fragmentada y dispar, la cultura hispanoamericana tiene una continuidad en verdad sorprendente». Ya Anderson Imbert hablaba de «la unidad cultural de Hispanoamérica» y decía que su Historia de la literatura hispanoamericana era una «interpretación total de un proceso continuo».
En tercer lugar, se deslinda de una historiografía de carácter nacionalista y propone un esquema de América Latina dividido en cinco regiones: rioplatense (Argentina y Uruguay), andina (Ecuador, Chile, Perú, Bolivia), caribeña (Cuba y las Antillas), centroamericana y mexicana. Luego, entre estas regiones, establece cuatro zonas intermedias: entre la rioplatense y la andina: Paraguay, entre la andina y la caribeña: Colombia, entre la caribeña y la centroamericana: Venezuela, y entre la centroamericana y la mexicana: Guatemala. Esta red continua de fronteras funciona para explicar ciertos procesos de producción literaria (principalmente del período colonial), aunque no desdeña enfocar su análisis desde la óptica de una personalidad, un país o de un movimiento nacionalista. El esquema privilegia ciertos temperamentos literarios, más allá de las fronteras políticas que, casi siempre, son artificiales.
En cuarto lugar, expone la problemática de la periodización («ese mecanismo por el cual se articula el proceso que, a través del tiempo, se manifiesta en las obras y estilos de una lengua literaria»). Oviedo considera que estilos europeos como el renacentista, el barroco, el neoclásico o el romántico no tienen una exacta correspondencia con los americanos: «Nadie niega que esos grandes estilos europeos se reproducen en América (sobre todo en los primeros siglos) y que dan una idea de los derroteros que tomaba nuestra literatura en distintas épocas; lo que sí resulta discutible es que operen del mismo modo o signifiquen lo mismo aquí y allá». Luego argumenta por qué retoma dichas periodicizaciones, cuadros y nomenclaturas de manera relativa y ecléctica (vale la pena citar el pasaje completo porque, a partir de esta consideración, Oviedo articula con rigor su modelo historiográfico):
La capacidad para transformar lo dado e, inversamente, para fijar lo que es efímero en un molde más o menos estable genera la incesante dinámica del fenómeno literario: definiéndose siempre entre la continuidad y el cambio, la literatura no progresa en línea recta ni en una dirección única, sino que se mueve entre retrocesos, adelantos, ecos, reflujos, reinterpretaciones, vueltas y revueltas. La historia no es unidimensional y sucesiva, sino un sistema plural y heterogéneo, lleno de inesperadas articulaciones, conexiones laterales, súbitas convergencias y fértiles regresiones. En esa compleja red se producen ciertas concentraciones que llamamos, por ejemplo, Renacimiento o Romanticismo, pero también dispersiones no menos importantes de esas mismas unidades, que las disuelven en nuevas formaciones, de signo distinto y aún contradictorio.
Por último, Oviedo deslinda su Historia tanto de una interpretación sociológica de la literatura como de una interpretación hiperformalista (aquella que, al partir de la autonomía del objeto literario, lo analiza en sus diversas variables mediante «fórmulas matemáticas, modelos lógicos y cuadros sinópticos»). Luego de argumentar que «la gran literatura surge generalmente como una manifestación contra los límites que la historia ejerce sobre la libertad y la imaginación de los hombres», propone indagar el valor específico del fenómeno literario, no obstante situar el texto en sus pretextos, contextos e intertextos: «Ni producto salido de una atmósfera al vacío, ni emanación directa de condicionamientos históricos, el estudio de los orígenes, desarrollo y diseminación de la literatura debe ser encarado con cierta humildad intelectual, precisamente si queremos ser rigurosos y objetivos: podemos saber todo sobre una obra, pero eso tal vez no alcance a explicar el placer y la emoción que es capaz de brindar». Cuarenta años atrás, Anderson Imbert hizo un deslinde semejante para su Historia: «De los muchos peligros que corre un historiador de la literatura, dos son gravísimos: el de especializarse en el estudio de obras maestras aisladas entre sí, o el de especializarse en el estudio de las circunstancias en que esas obras se escribieron». Lo primero conduce a «una historia de la literatura con poca historia». Lo segundo desemboca en «una historia de la literatura con poca literatura». Luego formula una mediación: «Cada escritor afirma valores estéticos que se le han formado mientras contemplaba su horizonte histórico; y son estos valores los que deberían constituir el verdadero sujeto de una Historia de la Literatura». Más adelante, sintetiza: «Nuestro objeto es la Literatura, o sea, esos escritos que se pueden adscribir a la categoría de la belleza». La coincidencia en el enfoque historiográfico de ambos críticos confirma que, al menos en este aspecto, es quizá la forma ideal para cartografiar, sin un alto margen de error, la geografía literaria de hispanoamérica.
Una vez definida su posición crítica, Oviedo divide su estudio en diversos períodos cronológicos. El primer tomo, De los orígenes a la emancipación (1995), abarca desde las literaturas en lengua indígena (náhuatl, maya, quechua y guaraní) que surgieron en la América precolombina, hasta el período de transición entre el Neoclasicismo y el Romanticismo, que coincide con las guerras de independencia. Entre ambos, traza un continuo crítico que va del renacimiento americano al manierismo, de éste al Barroco y a la Ilustración. El segundo tomo, Del Romanticismo al Modernismo (1997), indaga la expansión romántica en el continente, el realismo, el naturalismo, y qué factores propician el origen y el esplendor del Modernismo. El tomo tercero, Postmodernismo, Vanguardia, Regionalismo (2001), como el título ya indica, indaga el desenlace de la estética modernista (aquí, el término posmodernismo no se refiere al acuñado hace treinta años por los críticos europeos y norteamericanos, y con el que definen la época actual), el influjo de las vanguardias artísticas europeas y su traducción americana. Da un seguimiento a los orígenes de lo que se ha llamado literatura regionalista y reflexiona sobre los aportes de los ensayistas. El tomo cuarto, De Borges al presente (2001), da un seguimiento a la literatura fantástica, al llamado realismo mágico, a los herederos de la vanguardia, al boom, a los escritores de la «posmodernidad» y del «post-boom».
Cabe señalar que Oviedo analiza de modo preciso los intersticios entre un período y otro, le interesa comprender la dialéctica de los conglomerados estilísticos, su interrelación y mutuo condicionamiento, su novedad y negación, su carga profética y su capacidad para traducir una herencia. Para el investigador peruano, «las grandes tendencias estéticas de la historia (clasicismo, barroco, romanticismo, expresionismo, etcétera) son condensaciones de actitudes humanas permanentes, que a veces perviven en estado de latencia, y en otras saltan al primer plano y caracterizan una época». Y en otro pasaje argumenta: «La relación que existe entre todas estas formas estéticas no es, pues, sucesiva, como suele creerse, sino de confluencia y llena de desfases e imbricaciones: comienzan y terminan en momentos distintos, pero conviven y se influyen mutuamente la mayor parte del tiempo». Recordemos que América se caracteriza por su tendencia a la hibridación de estilos. Del Barroco al Modernismo y de la vanguardia al boom, hay un proceso de mestizaje formal, una articulación sincrética, una antropofagia cultural (diría Oswald de Andrade, el ¿quién?). Los creadores americanos asimilan no sólo su propia tradición, la re-crean; y aunque en sus obras subyacen las huellas y los sedimentos de su herencia, éstas son diferentes, inéditas, y a veces de una singularidad perturbadora. El poeta Eduardo Milán ha llamado a este proceso «la hybris de la literatura latinoamericana».
Si revisamos los índices de la nueva Historia de la literatura hispanoamericana, veremos que Oviedo retoma muchos aspectos del canon crítico; sin embargo, reformula esas nomenclaturas convencionales y las redimensiona. En este sentido, hay un proceso de revisión no sólo de la literatura en sí, sino de los discursos historiográficos que la tratan de interpretar. Cuestiona conceptos y periodicizaciones que, en vez de explicar un fenómeno literario, lo deforman y le dan un protagonismo extraliterario. Revalora autores y obras que habían sido marginales en las historias literarias o cuya importancia era equívoca. En este sentido, rescata del olvido las obras que no han perdido vigencia y soslaya las que hoy parecen anacrónicas, más allá de que en su tiempo hubieran sido polémicas, «fundamentales» o «definitivas».
Oviedo fusionó, de manera ecléctica, herramientas historiográficas y de crítica literaria. Esto no fue un capricho sino una forma que le permitió afinar su instrumental analítico para proponer una visión precisa, coherente y equilibrada de un hecho literario, tanto en su contexto como en su intertextualidad, es decir, en su diálogo con otros textos y en su desplazamiento por un horizonte textual que puede abarcar varios siglos. Quizá sin intentarlo, Oviedo ha propuesto un nuevo canon de la literatura hispanoamericana. Un canon pasible de errar principalmente respecto de la producción literaria de la segunda mitad del siglo xx pero que no podemos acusar de falto de imaginación ni de inteligencia.
Al leer la Historia de Oviedo tuve dos impresiones. La primera: el siglo xx ha sido, para emplear un nombre convencional, el Siglo de Oro de la literatura latinoamericana (digo latinoamericana porque incluyo a Brasil). Estamos ante una tradición poderosa, rica, magnífica. Una geografía con montañas de alta resonancia, valles fecundos, abismos reveladores. Aunque, claro, entre las cimas y las simas hay muchas planicies y, en ciertas épocas, aparece la amenaza del desierto. Y desde siempre, por supuesto, en todo el territorio suceden los inevitables accidentes geográficos, a veces «definitivos», a veces «imprescindibles», a veces «polémicos»: siempre sin importancia.
La segunda impresión se deriva de la primera: este nuevo Siglo de Oro de la lengua española se inicia con el Modernismo y culmina con el boom. Esto no indica que nuestra literatura esté en proceso de agotamiento, muchos críticos coinciden que es de las más fructíferas y dinámicas (en una entrevista, Oviedo afirma que «la novela hispanoamericana es la más rica que hoy tenemos en cualquier lengua»). Pero más allá del aparente furor creativo, creo que nuestra literatura está en un proceso de erosión: se desliza hacia el desierto. La novela, por ejemplo, parece perdida en un juego de espejos: ningún novelista de ninguna generación ha escrito una novela notable en el último cuarto de siglo. ¿Cómo ha podido dar la ilusión de vitalidad? Ciertamente hay una explosión demográfica de novelistas y un marketing literario en expansión, pero ni el censo ni el mercado producen calidad literaria, mucho menos pueden establecer juicios válidos para la literatura. Parece que los jóvenes escritores no han sabido heredar a sus maestros. Y éste, más que un agotamiento de las propuestas escriturales, es un problema de lectura.
Es verdad que la crisis de la literatura hispanoamericana es parte de la caída del discurso moderno del arte pero, más allá de que el paradigma haya desembocado en un estado de incertidumbre, creo que el desierto avanza invisible aún en nuestra geografía literaria. ¿Por qué? Quizá porque los jóvenes escritores han olvidado cómo leer, en una tradición, su propia apuesta escritural. Oviedo cree que estamos en «una profunda transición ¿posmoderna?», cuyas notas frecuentes son «la ambivalencia moral y la voluntaria in-trascendencia estética». Más radical y amplio en su análisis, Eduardo Milán señala que estamos en «una situación de impasse», pues la tradición latinoamericana se debate en una disyuntiva: «regresar en forma acrítica a un pasado canónico o continuar la búsqueda de nuevos medios expresivos» (véase Resistir, un libro que plantea con hondura la problemática actual de la literatura). Sea como fuere, la Historia de la literatura hispanoamericana concluye con un panorama de fin de siglo que, en cuanto a producción literaria, no parece muy halagador.
José Miguel Oviedo, Historia de la literatura hispanoamericana. 1. De los orígenes a la Emancipación. Madrid: Alianza Editorial, 1995 (Universidad Textos, 151).
, Historia de la literatura hispanoamericana. 2. Del Romanticismo al Modernismo. Madrid: Alianza Editorial, 1997 (Universidad Textos, 163).
, Historia de la literatura hispanoamericana. 3. Posmodernismo, Vanguardia, Regionalismo. Madrid: Alianza Editorial, 2001 (Universidad Textos, 169).
, Historia de la literatura hispanoamericana. 4. De Borges al presente. Madrid: Alianza Editorial, 2001 (Universidad Textos, 170).