Calandrias del consuelo y de fuego |
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Danilo Sánchez Lihón |
«Dios hizo al mundo
y deshizo al Perú»
Emilio Romero
2. El segundo contenido implícito en la frase citada es que el Perú hay que construirlo como algo nuevo siempre, porque aquí algo se levanta y pronto cae. Hay otros mundos que los hizo Dios pero el nuestro tenemos que hacerlo nosotros cada día y siempre, y ello tiene su fascinación y su grandeza. Rehacer no deberíamos sentirlo aquí como una desgracia sino como una posible virtud. Hay afuera paraísos artificiales lindos y ordenados, realidades preciosas que se pueden contemplar y son estables y seguras, como pueden ser Estados Unidos y Europa, hacia donde muchos se van dejándonos la sensación y el indirecto desprecio de que optan por lo mejor y nosotros no. Los que por una u otra razón nos quedamos y permanecemos aquí tenemos que construir este mundo siempre y tenemos que hacerlo cada vez con nuestro aliento y nuestras manos, aceptando que en el intento se ha de sufrir mucho.
3. Ante las moles sobrecogedoras que todos hemos contemplado al viajar por el interior de nuestro país, ante los desiertos inclementes y los ríos diminutos o inconmensurables, ensimismados hemos pensado que no es muy cierta y que más bien es un mito, o una mistificación de la realidad nacional, cuando se dice que el Perú es un mendigo sentado en un banco de oro, porque esa frase da la idea de que en el Perú las cosas se nos dan al alcance de la mano o que es muy fácil la vida aquí. El Perú es un país que tiene recursos naturales, es cierto, pero en donde cuesta mucho explotarlos, por nuestra geografía abrupta e intrincada. En cambio no es así cuando sobrevolamos contemplando cómo son las condiciones naturales de otros países, incluso de América Latina, donde son interminables las extensiones llanas y amables cubiertas de verdor, con llanuras apacibles y climas armoniosos, con ríos que serpentean tranquilos y campos de cultivo que se extienden perezosamente.
4. Pero no quisiera demorar más tiempo sin pasar al campo de la literatura en el cual se sitúan estas reflexiones vinculadas a la identidad, razón por la cual quisiera establecer una cuarta premisa pero ya basada en lo que es gloria y grandeza de nuestro pueblo. Y lo hago citando a José María Arguedas, quien escribió en el «Ultimo diario» esta frase absoluta: «Vallejo era el principio y el fin». Y al citar esta frase la premisa que quiero establecer es que hay dos rocas o montañas tutelares cuales son César Vallejo y José María Arguedas, como hay otros peñones o montes fuertes para sobre ellos tender los arcos y puentes de nuestras verdades, fortalezas y virtudes, Vallejo nacido en el norte del Perú, en Santiago de Chuco, y el otro en el sur, en San Juan de Lucanas —pero ambos síntesis de procesos trágicos y gozosos, tiernos y abismales, violentos y apacibles de lo que es la entraña profunda de nuestro mestizaje y nuestra andinidad— son dos elementos ejes y básicos para pensar la literatura y la identidad en el Perú cuales son, lo repetimos: el mestizaje y la andinidad.
5. La frase de Arguedas que hemos citado, cierra ese párrafo que comienza diciendo:
Quizá conmigo empieza a cerrarse un ciclo y a abrirse otro en el Perú... se cierra el de la calandria consoladora, del azote, del arrieraje, del odio impotente, de los fúnebres «alzamientos», del temor a Dios y del predominio de ese Dios y sus protegidos, sus fabricantes; se abre el de la luz y de la fuerza liberadora invencible del hombre de Vietnam, el de la calandria de fuego, el de Dios liberador, Aquel que se reintegra. Vallejo era el principio y el fin.
Y aquí sitúo —o desde aquí hago partir— la quinta premisa de este trabajo, cual es que es tiempo de abrirnos a la luz y al destino de liberación y de grandeza para nuestra patria el Perú.
6. Aquellas palabras, asimismo, las escribe Arguedas líneas antes de estas otras estremecedoras: «...último diario, si el balazo se da y acierta. Estoy seguro que es ya la única chispa que puedo encender...» Y esta es la sexta premisa del planteamiento sobre literatura e identidad que quiero hacer y que está encerrada en esa frase: «La chispa que puedo encender», frase que dicha en ese trance, con el cañón de un revolver apuntándole a la sien, no por mano ajena sino propia, no asediado ni presionado por alguien sino por el mundo que se subleva dentro de sí mismo, dicha por el transido e inmenso José María Arguedas, esa humana fortaleza comparable a Sacsayhuamán; ese río más profundo que todos los ríos profundos abismales del planeta, esa flor translúcida de pisonay; es algo estremecedor y pendiente —como una espada en el aire— que nos da un mensaje que quiero interpretar como el grado de heroicidad que tenemos que poner siempre para vivir en el Perú.
Esa frase es un reto y desafío a la literatura, a la reflexión y a la vida, sabiendo que esa bala detonó, que fue certera y segó, ese disparo, la vida no diremos del novelista más grande del Perú (porque esa es una consideración vacua y superflua, porque finalmente qué diablos interesa quién sea el novelista más grande, como no interesa qué caballo es el que corre más en el hipódromo), sino que esa bala segó la vida del hombre que reveló un mundo, el del Perú profundo y milenario que estaba oculto por siglos, mundo y cultura que están pendientes de ser redimidos, y esa bala segó la vida también de uno de los apóstoles y profetas más prístinos de una patria nueva y mejor y de una humanidad más justa, lúcida y solidaria como nos corresponde cumplir que sea el Perú ahora y siempre.
Son pues palabras límites. Ante esas palabras es imprescindible e ineludible guardar silencio, reflexionar profundamente y luego tomar posición, porque José María Arguedas es cruce de caminos —como lo es César Vallejo— un divortium aquarum, un nudo y un encuentro, tanto de las aguas que corren hacia adelante, o que avanzan hacia el futuro, como de las que se deslizan hacia atrás, en la conflagración de mundos en pugna.
7. Él mismo, en su ser y en su persona es la pelea de esos adversarios inclementes. En el ser íntimo de Arguedas se destrozan a pedazos dos zorros irreconciliables, o más justicieramente el zorro que es el mundo andino y el lobo que es el mundo occidental. En su entraña y en su ser íntimo se arrancan la carne a dentelladas sea el demonio que encarna el toro negro, o bien sea la vida y la luz que destella en el toro albo de su cuento «El torito de la piel brillante», sea el pongo o sea el patrón de «El sueño del pongo», sea la Justinacha o sea el hacendado que la viola en «Warma Kuyay».
Porque no se ha resuelto todavía que ambos mundos puedan vivir en paz. El lobo devora al zorro. Y éste se consuela o arde según sea el tiempo de la calandria consoladora o el tiempo de la calandria de fuego. De allí que sea iluminadora la respuesta que Arguedas pronunciara ante la pregunta de César Calvo (lamentablemente desaparecido y quien se identificó tanto con el mundo andino, como también con esa región alucinante y estremecida que es la Amazonía del Perú y que —pese a que tenía los atributos de aureola y simpatía para ser un favorito del sistema— no claudicó y prefirió el ostracismo y finalmente el martirio en que se convirtió su vida antes que entroparse a la jauría de lobos).
César Calvo le pregunta a José María Arguedas lo siguiente:
—José María, ¿qué podríamos hacer tus amigos, que te queremos tanto, para que tú no te mates? —. Y la respuesta de Arguedas fue esta:
—Eviten la llegada de los conquistadores españoles.
Con lo que quería decir que era irremediable que se mate, que ese zorro y ese lobo, que esos dos mundos estallaban dentro de su ser, que había un signo fatal en lo más profundo, esencial y hondo de su vida. Que la lucha encarnizada de esos toros en pugna no había terminado, conflicto de lobo y zorro que se devoraban, que él sufre hasta el cáliz de la amargura más atroz (como Vallejo en la circunstancia de la Guerra Civil Española). Porque el propio Arguedas es escenario de esa conflagración. Lo dice él mismo de este modo:
¿Hasta cuándo durará la dualidad trágica de lo indio y lo occidental en estos países descendientes del Tahuantinsuyo y de España? ¿Qué profundidad tiene ahora la corriente que los separa? Una angustia creciente oprime a quien desde lo interno del drama contempla el porvenir. Este pueblo empecinado —el indio— que transforma todo lo ajeno antes de incorporarlo a su mundo, que no se deja ni destruir, ha demostrado que no cederá sino ante una solución total.
Y el otro bando, la otra corriente? Esa es aún más compleja, intrincada, turbia, cambiante, de varia y contradictoria entraña, en los «pueblos grandes». Los antiguos terratenientes, antiguos por el espíritu, están serenos, libres de escrúpulos de conciencia; el patrón de su conducta no ha sido perturbado, manejan los puños, blanden el garrote e hincan las espuelas, duramente; son los dueños.
8. El conflicto incluso empieza con el uso, abuso —amor odio— de creación de un nuevo lenguaje, conflicto, desesperación, invención a fragua viva que es necesario resolver para seguir viviendo.
En este sentido, me conmueve mucho, porque es como una concesión y un fracaso límite, que Arguedas declarase expresamente en su artículo «La novela y el problema de la expresión literaria en el Perú», que había necesariamente que escribir en castellano, él que sentía, amaba, sufría y se esperanzaba en quechua, que fue consolado en su abandono y en sus orfandades en quechua, confesándonos cómo marca el consuelo que dan los que sufren más (como eran y son los indios) a los que sufren menos; él que aprendió a amar en quechua en la quebrada de Viseca, tiene que aceptar en su trabajo de escritor —y frente al dilema irresoluble, sabiendo que cuando los indios en sus novelas hablan en ese idioma es una ficción o una farsa, porque eso no ocurre en la realidad— había que aceptar necesariamente que ellos hablen y él escriba en castellano.
9. Hay allí un pozo, la pugna al rojo vivo de esas dos orillas o vertientes que no corren armoniosas o parejas sino que se atacan y mutuamente se matan, tanto en nuestro país como al interior de nosotros mismos, aunque como Vallejo en Trilce y después en España, aparta de mí este cáliz, tengan que meter al castellano en un caldero ardiente, a fuego intenso y sacarlo al rojo vivo y chancarlo inclementes con riesgo primero (como lo dice Vallejo al declarar respecto a la construcción del lenguaje en Trilce, que «Sólo Dios sabe hasta qué bordes espeluznantes me he asomado y en donde pudo fenecer mi pobre ánima viva») para sacar un producto nuevo, un castellano indianizado, que es lo que ocurre con José María Arguedas, para finalmente ambos inmolar su vida en aras de este fuego sagrado, la literatura a la cual nos acercamos reverentes porque la sentimos en ellos auténtica piedra sagrada, ara de altar, luz de verdad y por cuya razón nosotros mismos ofrendamos también nuestra vida.
10. Y así como para José María Arguedas era Vallejo el principio y el fin, quien pone la otra piedra angular en la construcción de la literatura, la poesía, el pensamiento y la identidad en el Perú, en su presente y en su futuro es, para nosotros —y junto con César Vallejo— José María Arguedas. Con esas dos rocas o piedras angulares nos corresponde ahora a nosotros erigir el puente, la fortaleza y el templo —o la red de tambos y caminos— que podemos hacer los que escuchen que lo que antes era queja y voz delgada de consuelo —de la calandria consoladora— levantarse ahora como bola de fuego, o como avellana que revienta en el cielo, o como río profundo o, como dice César Vallejo en ese evangelio humano que es el poema «Masa»: «[...] incorporóse lentamente / abrazó al primer hombre; echóse a andar...».
© 2003, Danilo Sánchez Lihón
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Sánchez Lihón, Danilo: «Calandrias del consuelo y de fuego»,
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