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26 marzo 2003

La desintegración de la vida

Y una selección de poemas de Sylvia Plath

Cecilia Bustamante

 

El no ser perfecta, me hiere», escribió Sylvia Plath en su Diario en 1957.  En los años que trabajé en la traducción de su obra, estas palabras suyas han sido la vigilante mirada que juzga las versiones aparentemente terminadas de sus poemas al español.  Sylvia fue una morbosa amante de la perfección.  Aquello o aquellos que  perturbaron la anhelada armonía de ese paisaje que ella se había prometido en el gran escenario donde sería la estrella sin competencia posible, caerían presa de sus versos, diseccionados con fruición.  Mas fue ella su presa perfecta.

Sylvia comprobó en su condición humana, el mayor y más cruel impedimento para aquella correspondencia perfecta que quería plasmar entre la vida real y sus poemas.  Y se volvió contra ella misma hasta finalmente destruirse.

Traducir la poesía de la Plath significa acercarse cuanto sea posible a su perturbadora vida, a los acontecimientos que la rodearon fuera de su control y a otros que ella misma provocó.  Es también familiarizarse con los seres que la trataron.  Sylvia nació en Boston en 1932 y se suicidó en Londres en noviembre de 1963.  A los ocho años publicó su primer poema en un diario de Boston.  Siempre fue estudiante distinguida y trabajó casi patológicamente en el acuñamiento de su estilo.

Estudió eventualmente con el poeta Robert Lowell, quien años más tarde y cuando ya ella había muerto, escribió en el prólogo de Ariel que no había adivinado el genio de Sylvia Plath detrás de su máscara conformista y su aire de «enloquecedora docilidad».  El crítico A. Álvarez, amigo de la Plath, anotó también  sobre «aquel aire transatlántico de ansiosa complacencia.»

George Steiner, quien fue también su amigo, dice que, pese a su sonrisa de covergirl, este ser era «fieramente autonegador, autocontrolador, ansioso, reticente [...] logró una poesía de deslumbrante finura y control que sólo una necesidad irresistible pudo haberlos ocasionado».  Robert Lowell acierta sutilmente al hablarnos de su «controlada alucinación» y de que su poesía es «la autobiografía de la fiebre».  Que «la inmortalidad de su arte (tuvo como precio) la desintegración de la vida».

Esta desintegración es característica de su estilo, se suma o nace en su estado mental latente de esquizofrenia, lo que finalmente la llevará al suicidio después del fracaso de su matrimonio con el poeta inglés Ted Hughes.  Para su estado alienado, el matrimonio resultó un precipitante, otro incompatible con su furiosa búsqueda de la perfección artística.

Al confrontar las exigencias del amor, de la maternidad, no puede sino anotar que «la perfección es terrible, no puede tener hijos».  Helen Vendler, una de sus críticos, observa sin embargo que muchos de sus últimos poemas antes del suicidio son «contra la perfección y a favor de los niños».  Pero la mirada, como parafrasea el poeta valenciano Talens, no puede repetirse idílica sobre el mismo paisaje.

Traducir a la Plath hubiera sido casi imposible a menos que yo misma le dedicara mucho tiempo a expensas de mi propia poesía.  Se trataba de repetir el mismo afán perfeccionista.  Siempre he lamentado que triunfara en ella «el glamour final del suicidio» y me haya impedido trabajar consultándola como lo hice con Denise Levertov, Robert Duncan, Robert Bly y el mismo Robert Lowell  Cuando me quedaba indecisa sobre algún significado he recurrido a las grabaciones hechas por la BBC.  Con suerte, alguna connotación en el habla, ciertos espacios, me daban una clave efectiva.  En caso la duda no se disipara, he preferido esperar sin darme plazos, hasta que lo dicho, sugerido, pudiera transvasarse.

Algunas veces imaginaba que, si hubiera estado viva, ella habría sido con su exigencia, enemiga de los traductores.  A lo mejor hubiera acuñado otra frase tan pegajosa como la de Robert Frost:  «poesía es lo que se pierde en la traducción». Conocí a Robert Frost, en mi adolescencia en Lima; estaba con Ballanchine, amable y pausado en el pleno disfrute de su fama.  Me obsequió de su puño y letra aquellos famosos versos:  «…the woods are lovely dark and deep,/ but I have miles to go and promises to keep/ before I sleep...» Le guardé juvenil admiración pero su famosa frase me inhibió de intentar traducirlo, pese a que su poesía es la que los traductores califican como «fácil de traducir».

Lo positivo de esta timidez fue que sus palabras me hicieron precaver sobre ciertas palabras, ideas, mundos que la traducción a veces logra revertir.  Por lo general, ocurren cuando el pensamiento es hermético, oscuro o mal expresado.  Una creación literaria genial tendría la propiedad de ser interpretable lingüísticamente porque es a la vez una traducción íntima y personal de lo que el ojo físico y el ojo espiritual están discerniendo como existente y verdadero.  Los mecanismos expresivos que nos ofrecería son entonces abiertos y libres.

Los escritores usan las palabras como verdaderos elementos creativos que tienen la intrínseca cualidad de generar cambio: cuanto más profunda esta característica, más radical el lenguaje. Éstos son los autores que resultan más difíciles de traducir, como César Vallejo, cuya traducción por Eshelman y Barcia nunca ha sido bien examinada. 

No es pues, señor Frost, poesía lo que se pierde en la traducción, ahora que estoy en las últimas millas antes de dormir he aprendido que la traducción registra la debilidad del autor en el logro de su equivalencia entre la imagen, la forma, el contenido.  Se oye decir que poetas difíciles de traducir son César Vallejo, Rainer María Rilke y, naturalmente, Joyce.  Sin embargo, los intentos hechos por Clayton Eshelman y Robert Bly por traducir a Vallejo han servido para informar al mundo de habla inglesa. El interés de estos poetas-traductores en su tiempo ha incentivado, como hemos comprobado, la internacionalización de una obra.  El deseo de hacer conocer lo que es la vanguardia de otras partes e idiomas es positivo, heroico. 

Los traductores pueden dedicar mucho tiempo a este excesivo amor que no encontrará una correspondencia total.  Si existiera esa posibilidad, implicaríamos que las lenguas y los seres humanos son idénticos.  Y si insistiéramos en que la traducción debe lograr la perfección de correspondencia, corremos el peligro de auspiciar una forma estática, sin proyección, parecida a la muerte.  En Hebreos 11:5 se nos dice que la transportación (translación) de una condición a otra es, por definición, «sin muerte».

La traducción abre el camino hacia la universalidad con que sueñan todos os creadores, es la mayor posibilidad de translación de una cultura a otra.  Los mecanismos de desmontaje y análisis operando en la traducción son para el autor una prueba de fuego, el aguarregia que desnudan el genio y la mediocridad.  La dinámica de la traducción da vida nueva a una obra, en que el hecho de aceptar la propiedad intrínseca de traducible proviene esencialmente de una interpretación (del mundo).

Sylvia Plath hubiera sido, si viviera, imposible de satisfacer en cuanto a sus traducciones.  Aún más considerando que lo que recalca desde los primeros versos es que no quiere revelar el nombre: «ese nombre que no quiero pronunciar». Nomenest Omen, pero ella quiere esquivar su destino intuido y cercano.  Sylvia se desespera por «los siglos que me quedan por comprender antes de dormir» (los miles togo, de Frost). Los amables y seductores bosques de Robert Frost la aprisionan en su luz y también en su oscuridad.  El camino que ella quiere recorrer es un desafío al entendimiento, un riesgo de muerte.  La autenticidad de su visión no le da espacio para hacer un tratado con la vida y esta poeta, maga y vidente, bruja y adivina, amante del conocimiento oculto en su vida real, conjura poesía y vida, su propia historia en búsqueda de la verdad.

Sylvia jugó siempre en las zonas prohibidas del ocultismo, el espiritismo y con su propia mente. Las dos primeras aficiones abandoné a tiempo, pero ayudaron a descifrar los signos de sus poemas. Ella se desplaza familiarizándose con la presencia de la muerte en un juego extraño en el que se comprende con Ann Sexton—y de allí extrae para sus lectores, poemas tremantes, tenebrosos, desnudos, hirientes—.  Cuando escribe su poema «The Disquieting Muses» nos revela: «he tenido en la mente a lo largo de todo el poema las enigmáticas figuras del cuadro, tres terribles maniquíes sin rostro, sus vestidos helénicos... bajo una extraña y clara luz que proyectan alargadas sombras características de la primera obra de de Chirico. Los maniquíes sugieren una versión siglo XX de otros siniestros tríos de mujeres: las tres parcas, las tres brujas de Macbeth y las hermanas de la locura, de Quincey.»

Con estos datos y elementos plásticos tenemos los instrumentos para reordenar en el otro idioma la visión poética bajo la presencia del mito.  Las formas deberán cobrar contenido dentro de esa «luz clara, extraña» que le es tan querida, habrá que convocarlas y hacerlas convergir en una aproximación al destino.  Todo su discurso será elaboradamente trabajado, las palabras han sido elegidas, desechadas, cinceladas, confrontadas creativamente, funcionalmente, atentos el ojo y el oído y algo olvidado, el corazón.  Todo este proceso lo describe el poeta en el gran poema que es toda su obra, para que el lector lo acompañe a pronunciar el nombre final: el destino que como una premisa se negó inicialmente a pronunciar.

Traducir esta vida y destino final es un acto audaz y amoroso.  Durante la decodificación-translación-transportación de un sistema a otro de signos, es posible que se inmiscuyan otros signos adicionales intentando definir a otros originales y rebeldes, difíciles, cuya equivalencia puede hacernos sufrir, pero jamás traicionar aquella integridad que poseyó, por ejemplo, la Plath.

El lector puede ahora, gracias a la traducción, conocer ese mundo alucinado de esta «heroína clásica, surreal, hipnótica… este ser frágil ante lo implacable, pero persistente y a veces negativo del mundo natural…» Podemos percibir en cualquier idioma, el zumbido de «la abeja reina» que se detiene en sus poemas.  Podemos reconocer mientras traducimos que el hecho de haberse identificado como imperfecta, nos hirió también.

* * *

Una versión previa se leyó en el simposio Literary Relations and International Literature. Universidad de Texas en Austin, 1980. 


Cuatro poemas de Sylvia Plath
Traducciones © Cecilia Bustamante

Lady Lazarus

Lo logré otra vez,
Me las arreglo —
Una vez cada diez años.

Especie de fantasmal milagro, mi piel
Brillante como una pantalla nazi,
Mi diestro pie

Es un pisapapel,
Mi rostro un fino lienzo
Judío y sin rasgos.

Descascara la envoltura
Oh, mi enemigo,
¿Aterro acaso? —

¿La nariz, las cuencas vacías, los dientes?
El apestoso aliento
Se desvanecerá en un día.

Pronto, muy pronto, la carne
Que la tumba devoró
Se sentirá bien en mí

Y yo una mujer que sonríe.
Tengo sólo treinta años.
Y como gato he de morir nueve veces.

Esta es la Número Tres.
Qué desperdicio
Eso de aniquilarse cada década.

Qué millón de filamentos.
La multitud mascando maní se agolpa
Para verlos.

Cómo me desenvuelven la mano, el pie —
El gran desnudamiento.
Damas y caballeros.

Estas son mis manos
Mis rodillas.
Soy tal vez huesos y pellejo.

Sin embargo, soy la misma, idéntica mujer.
La primera vez que sucedió tenía diez.
Fue un accidente.

La segunda vez pretendí
Superarme y no regresar jamás.
Oscilé callada.

Como una concha marina.
Tenían que llamar y llamar
Recoger mis gusanos como perlas pegajosas/

Morir
Es un arte, como cualquier otra cosa.
Yo lo hago excepcionalmente bien.

Lo hago para sentirme hasta las heces.
Lo ejecuto para sentirlo real.
Podemos decir que poseo el don.

Es bastante fácil hacerlo en una celda.
Muy fácil hacerlo y no perder las formas.
Es el mismo

Retorno teatral a pleno día
Al mismo lugar, mismo rostro, grito brutal
Y divertido:

'Milagro!'
Que me liquida.
Luego una carga a fondo

Para ojear mis cicatrices, y otra
Para escucharme el corazón –
De verdad sigue latiendo.

Y hay otra y otra arremetida grande
Por una palabra, por tocar
O por un poquito de sangre

O por unos cabellos o por mi ropa.
Bien, bien, está bien HerrDoktor.
Bien. Herr Enemigo.

Yo soy vuestra obra maestra,
Su pieza de valor,
La bebe de oro puro

Que se disuelve con un chillido.
Me doy vuelta y ardo.
No creas que no valoro tu gran cuidado.

Ceniza, ceniza —
Ustedes atizan, remueven.
Carne, hueso, nada queda 00

Una barra de jabón,
Una alianza de bodas.
Un empaste de oro.

Herr Dios, Herr Lucifer
Cuidado.
Cuidado.

Desde las cenizas me levanto
Con mi cabello rojo
Y devoro hombres como el aire.

De Ariel, Harper & Row.New York, 1965.  pp 16-19

 

Hombre de negro

Reciben el ímpetu
Y se amamantan de la mar gris

A la izquierda y la ola
Abre su puño contra el elevado
Promontorio alambrado de púas

De la prisión de Deer Island
Con sus cuidados criaderos,
Corrales y pastos de ganado

A la derecha, el hielo de marzo
Abrillanta aún los pocitos en las peñas,
Acantilados de arenas penetrantes

Se levantan de un gran banco de piedra
Y tú, contra esas blancas piedras
Caminabas en tu ófrica chaqueta

Negra, negros zapatos, cabello negro
Te detuviste allí,
Detenido vértice

En la punta lejana,
Afianzando piedras, aire,
Todo ello, al unísono.

De The Colossus and other poems, c. 1962. Knopf, New York. 1967

 

Daddy

Ya no me quedas no me calzas más
zapato negro, nunca más.
Allí dentro vivía como un pie
durante treintaitantos años, pobre y blanca,
sin atreverme a respirar ni decir achú.

Papacito he tenido que liquidarte.
Estabas muerto antes de que hubiese tenido tiempo
Pesado como mármol, talega llena de Dios,
estatua lúgubre una sola pezuña parda
Grande como un sello de San Francisco.

Una sola cabeza sobre el caprichoso Atlántico
Donde derrama granos verdes sobre el azul
Aguas afuera de la hermosa Nauset.
Me acostumbré a rezar para que volvieras.
Ach, du.

En la lengua alemana, en el pueblo polaco,
Raídos, nivelados por la aplanadora
De las guerras, las guerras, las guerras.
Pero el nombre del pueblo no es extraño.
Dice mi amigo el polaco.

Que hay más de una docena
De modo que no puedo acertar dónde
Tú pusiste la planta, tu raíz,
Yo nunca pude hablarte
Se me pegaba la lengua al paladar.

Se trabó en una trampa alambrada de púas
Ich, ich, yo, yo.
Apenas si podía hablar,
Creía que todo alemán eras tú
Y el obsceno lenguaje

Una máquina, era una máquina
Insultándome como a una judía.
Otro judío a Dachau, Auschwitz, Belsen.
Como judía empecé a hablar
Y pienso que muy bien judía puedo ser.

Las nieves del Tirol, la cerveza de Viena
No son tan puras ni tan auténticas.
Con mi linaje gitano y mi extraña suerte
Y mi mazo de Tarot, mis cartas de Tarot
Muy bien puedo ser algo judía.

Siempre te he tenido a ti
Con tu Luftwaffe, con tu glugluglú,
Y tu recortado bigote
Y tu ojo ario, azul celeste.
Hombre-panzer. Oh, tú...

No Dios, sino una esvástica
Tan negra que ningún cielo podría cernirse.
Toda mujer adora a un fascista,
la bota en la cara, el brutal
brutal corazón de una bestia como tú.

De pie estás en la pizarra, papi,
En la fotografía que tengo de ti,
Una hendidura en la barbilla
En vez de en tu pie.
Pero no menos demonio por eso, no,
No menos que el hombre de negro.

Que puso freno a mi lindo y rojo corazón
Tenía diez años cuando te enterraron.
A los veinte intenté morir
Y regresé, regresé a ti
Pensé que hasta mis huesos volverían también.

Pero me sacaron de la talega
Y me reconstruyeron con goma.
Y entonces supe qué hacer.
Hice un modelo de ti.
Un hombre de negro con aire de Meinkampf.

Amante del tormento y la deformación
Yo dije sí, sí quiero.
Así, papito, he terminado al fin.
El teléfono se arrancó de raíz,
Las voces ya no pueden carcomerme más.

He matado a un hombre, he matado a dos
Al vampiro que dijo ser tú
Y bebió de mi sangre todo un año,
Siete años si quieres enterarte,
Papito, puedes descansar en paz ahora.

Hay una estaca en tu negro, burdo corazón,
A los aldeanos nunca les gustaste.
Están bailando y zapateando sobre ti,
siempre supieron que eras tú
Papito, papito: escúchame bastardo, acabada estoy.

De Ariel. pp. 54-56

 

Amapolas en julio

Pequeñas amapolas, llamitas infernales,
¿es que daño no hacéis?

Se apagan y reviven. No puedo tocarlas.
En su fuego pongo las manos.  Nada se incendia.

Contemplarlas me consume
Llameando así, su rojo ajado y brillante como piel
de alguna boca.

Una boca recién ensangrentada
pequeñas faldas sangrientas!

Hay efluvios que no puedo asir.
¿ Dónde están tus opios, tus asquerosas cápsulas?

¡Si pudiera desangrarme y dormir! —
¡ Si pudiera mi boca unir a una herida así!

Oh, vuestros líquidos rezuman en mí, cápsula de vidrio
Apagándose y aquietándose.

Mas, sin color, sin color.  Descoloridamente.

De Ariel.  p.82


© 2003, Cecilia Bustamante
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Para citar este documento:
Bustamante, Cecilia: «La desintegración de la vida», en Ciberayllu [en línea], 26 de marzo del 2003.


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