¿Un ave que duerme tranquila?
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César Ángeles L. |
¿si
estos años ya no enseñan nada
más que
el mismo sol ocultándose en cualquier cosa
qué pasión queda entonces en los signos?
(en
Canciones de un bar en la frontera,
fragmento, p.69)
La poesía de Ildefonso, en sus dos libros editados, ancla sus filiaciones en el pathos del artista marginal, rebelde, callejero. De ahí que no llame la atención que en su primera publicación hubiese un declarado homenaje al pintor puneño, radicado y fallecido en Lima, Víctor Humareda. Más específicamente, diremos que, en la tradición literaria occidental, Ildefonso parece aunarse sobre todo a la veta abierta por los poetas del simbolismo francés: Baudelaire, Verlaine, Apollinaire, así como al mismísimo Rimbaud, más joven que todos ellos y correspondiente más bien a una poética post-simbolista.
En términos locales, y por esa mencionada vocación callejera, mundana y de cierto individualismo que lo conduce a asumir el oficio de poeta como arte de iluminación («...agujero negro has que todo/en mí sea original/con metáforas indescifrables que ya no sean/del amor y de la muerte/que ya no sean de mí/te ruego oh Señor que aparezcas de una vez», de Canciones..., p.64), Ildefonso se aproxima a otras propuestas semejantes que, en los 80, tuvieron en el Movimiento Kloaka su más descarnada expresión1. De hecho, dos de sus más preclaros exponentes, como Róger Santiváñez y Domingo de Ramos, hoy por hoy transitan sendas poéticas que ellos mismos han denominado «mística negativa», y que también podría denominarse «mística pagana»: en el sentido de buscar cierta redención y exorcismo existencial mediante un lenguaje poético que, al mismo tiempo que exprese las voces íntimas del poeta, no descuide su conexión y referencia a signos, motivos y temas de la realidad urbana; esta realidad limeña, cotidiana, conflictiva e intensamente mestiza, no pocas veces lumpenizada, en deterioro.
El título del segundo libro de Ildefonso remite a «cantar desde un bar». Al mismo tiempo sitúa ese canto en una «frontera»; que es tanto la actual ubicación geográfica del autor2, como esa condición o anhelo fronterizos de este poeta y esta poética aludidas anteriormente. Se trata, sin duda, de una publicación superior a la anterior, en tanto existe mejor dominio del lenguaje, mayor soltura y plasticidad, y que anuncia en su autor la mentada madurez como creador verbal, en este caso mediante la poesía.
El libro se divide en cuatro partes: Cuaderno del desierto de El Paso, Cuaderno del invierno de Lima, Cuaderno de los mitos muertos y Cuaderno de las palabras muertas. Esta organización en «cuadernos» evoca los cuadernos de gráfica y poesía, otrora dispersos e inéditos, de Luis Hernández (Lima 1941-Buenos Aires 1977): otro autor marginal y hasta no hace mucho marginado por la institucionalidad literaria, aunque de la promoción de los 60.
Quizá si de algo se resiente la poesía de Ildefonso es de no procesar sus adhesiones de modo tal que finalmente desaparezcan más de la superficie, y queden en cambio asumidas en las profundidades del lenguaje y sensibilidad del poeta. Esto vale asimismo para sus referencias y guiños a la tradición literaria de Occidente: a alguna escenas de íconos prestigiados como Dante, Homero, Lorca, Neruda, Kavafis, Holderlin, Kafka... En la primera parte del libro, que contiene buenos poemas, se ahonda en referencias al movimiento beat, a sus autores; y asimismo se inicia al lector en ese tópico actual del «desierto», como espacio de tránsito solitario donde se busca algún tipo de iluminación3. Pero podría, digo, hacerse todo ello desapareciendo esas referencias. Y es que para hablar de un sentimiento o de un lugar no hay necesariamente que nombrar a autores o lugares concretos. Lo importante siempre es que el torrente pase/viva/palpite por dentro. Es curioso, sin embargo, que un autor de los 90 -cuando, al menos en la poesía que ha circulado más, predomina este vaciamiento de referentes notorios, y se deja prevalecer, en cambio, una palabra que no remite claramente a nombres o lugares- realice precisamente este ejercicio de denotaciones.
Las partes 3 y 4 son más originales y personales. Hay allí un poema desmesurado, ejemplar barroco y sensual, que cifra muy bien lo dicho y que así resulta de los mejores del libro: «Pachakamak» (ver fragmento, al final). Y es en ellas donde se da curso más libre al acento puesto por muchos autores surgidos en esta última década; algo que, parafraseando a Martín Adán, podría llamarse el síndrome de la mano desasida: siendo que se tematiza (y ya sé que toda generalización de este tipo puede inducir a errores, por las excepciones a la regla) ese No-Hallazgo de la plenitud, ese tender hacia una dimensión donde ya no es vigente la palabra, ningún tipo de palabra, sino sólo ese recorrido, de antemano perdido, hacia una suerte de primer paraíso, irrecuperable. Creo que muchos creadores de los 90 enfatizan esto, y de manera desencantada dialogan con una tradición literaria y artística donde, en medio de todo, había rendijas para que asome su cabeza la utopía, el sentimiento de cambiar la vida4. En las creaciones de estos años y el poemario de Ildefonso es una muestra el distinto sentimiento discurre más bien por sendas vacías de ello, y que son habitadas sólo por la pretensión de coherencia entre el desencanto, la sinceridad de los gestos mínimos y un lenguaje que sirva para recomponer cierta armonía que en cualquier otro campo es imposible de hallar, de asir: «(...) nunca había sentido esa sensación en toda su vida, era como una idea en blanco que se había anclado en su corazón. No importaba si estaba con la soga en el cuello colgado en su cuarto, o somnoliento en la ventana de un tren, la sensación de haber sido herido mortalmente era contundente. Nunca en toda su vida había sentido la verdad con tal estremecimiento (...)» (del poema «Quimera vacía o la perversión del aire», p.72).
He aquí el aporte novedoso de esta década en la que Ildefonso inscribe un buen libro, con justicia representativo con sus contradicciones incluidas de todo ello.
Ese espacio, donde se halle cierta paz para que «un ave duerma tranquila» (p.73), será a costa de pagar el precio del fin de los grandes sueños; o como dice el último poema del libro, de donde se toma el verso como título a este artículo, el adiós a «los grandes temas de la poesía» (íbid). Será con esta actitud que, como se dice en el mismo poema, supuestamente se irán también como si de lo mismo se tratase «la semilla y los horros del sueño» (p.73)
Pero quizá esos «grandes temas» (¿cuáles? ¿el amor, el desencuentro, la vida, la muerte...?) sí están finalmente en esta poesía; y el cambio se dé en la actitud ante ellos. Algo que surge como repliegue y descreimiento ante los grandes proyectos del hombre, especialmente al interior de las clases medias de Occidente, debido a varias razones; quizá sobre todo a dos: 1) la decidida expansión del liberalismo, en su fase actual, durante los 80-90, acompañada de variadas formas de represión contra todo lo que se le opusiera, y 2) el envejecimiento y devaluación de la retórica falsa de aquellos políticos y organizaciones que desde décadas anteriores, y aun en los 80, hablaron de cambios y revoluciones mientras que en la práctica sólo labraban en pro de sus propios intereses individuales y grupales.
Extrapolando ello a la poesía, es quizá a lo que también se alude en esos últimos versos citados del libro de Ildefonso. Estas voces literarias y artísticas, escépticas, nihilistas, centradas en el individuo, provienen de autores forjados en esa realidad anteriormente reseñada. ¿Es aquella actitud aludida la única posible y existente en estos tiempos recientes? ¿O es una entre otras? ¿Y de qué están hechas esas otras voces, si fuese así?5
En todo caso, la poesía de Ildefonso se ubica en la tendencia más notoria de estos años, aquella del desencanto histórico y la apuesta por hallar alguna alternativa en la concreción, más pura y dura, del individuo. Y, sin embargo, encierra en sus elementos contradictorios las posibilidades de otras respuestas, otra poética, en relación con el presente. Su devenir dependerá del proceso y práctica de su autor, de su modo de interacción con la realidad misma, con la historia cotidiana de nuestras sociedades. Pero esto ya pertenece al futuro, y es mejor detenernos por ahora aquí. El tiempo dirá en qué rumbo se asienta mejor un poeta de talento como Ildefonso.
4 diciembre, 2001.
(poemas del libro Canciones de un bar en la frontera)
1 Al respecto, una referencia pertinente se da también dentro del propio Movimiento Neón; con el caso de Carlos Oliva y su inconcluso proceso literario (debido a su temprana muerte) plasmado en su único libro editado: Lima o el largo camino de la desesperación (editorial Hispanolatinoamericana, agosto 1995).
2 En esa conflictiva frontera entre México-EE.UU., que es un espacio neurálgico donde se da la constante migración mexicana hacia el imperio del norte; lo cual produce diversos trasvases de todo tipo, como ése que en el plano social se denomina «cultura chicana», o esa otra resultante fronteriza que es la caprichosa mezcla lingüística entre español e inglés denominada «spanglish».
3Las referencias al desierto en la poesía peruana más reciente son múltiples y variadas. Véase el primer libro de Róger Santiváñez Antes de la muerte (Cuadernos del Hipocampo, set. 1979), concretamente los poemas «Las persianas», «Poema al desierto», y este otro, «En el tiempo», dedicado a Luis Hernández, que termina diciendo: «En su paz partió [...] para ser acaso [...] el finísimo desierto». Domingo de Ramos, específicamente en Pastor de perros (Editorial Colmillo Blanco & Asaltoalcielo / editores, 1993), presenta al desierto (muchas veces denominado como arenal) como una referencia concreta dentro del «paisaje» o «lugar» en el que se desarrollan los poemas. Mario Montalbetti tiene un libro titulado precisamente Fin desierto y otros poemas (Studio A Editores 1995 y Hueso Húmero 1997). Eduardo Chirinos, en cuya poesía abundan sobre todo referencias al mar, tiene el poema «UN VIENTO CÁLIDO SOPLA EN LAS DUNAS DEL DESIERTO / Crónica novelada de dos conquistadores en el Reyno del Perú (homenaje a José María Arguedas & Pedro Cieza de León )» en Archivo de huellas digitales (Ediciones Copé, 1985), y que es de alguna forma una visión particular del Perú. Al igual que el extenso poema de Jorge Frisancho «Desiertos del Perú» (publicado en Márgenes, dic. 1998, pero escrito en 1992), mucho más reflexivo. Rocío Silva Santisteban en Mariposa negra (Jaime Campodónico / editor, abril 1993) tiene un largo poema en prosa dedicado a «El desierto de Atacama». También en el libro de Rodrigo Quijano Una procesión entera va por dentro (Ritual de lo habitual, mayo 1998), especialmente en los poemas 4, 11 y 14, el tema del desierto se pone de manifiesto. Finalmente está el caso de Paolo de Lima (otrora integrante de Neón, al igual que Ildefonso, y quien ya finalizó la misma maestría que éste viene estudiando en El Paso) con Mundo arcano (Contracultura ediciones: En prensa); fragmentos de un poema de este libro, titulado precisamente «De-ciertos», apareció en Sieteculebras Nº 15 (Cusco, diciembre/enero 2001).
4 Como esto no es un ensayo sino sólo una reseña crítica no hay espacio para ahondar en algunos temas aquí planteados (pueden verse, sin embargo, ensayos míos sobre poesía peruana actual en Ciberayllu). Mas sobre las diferentes actitudes y sensibilidades entre escritores y artistas peruanos aparecidos en las últimas décadas, y específicamente sobre la presencia o ausencia de utopías y mitos sociales, puede volverse la vista a un libro representativo de los 80: la polémica selección de poesía peruana en esos años, La Última Cena (Asaltoalcielo/editores & Naylamp editores, 1987). Allí se registran dos tendencias en los jóvenes autores de entonces; y se ofrece un prólogo (elaborado por tres conocidos escritores de aquel período, también presentes en dicha muestra: José Antonio Mazzotti, Róger Santiváñez y Rafael Dávila Franco) donde se aprecia que las referencias a la realidad social e histórica y correlativas tomas de posición, en concreto sobre el difícil momento bélico en el Perú de aquel entonces, son centrales en el análisis ahí emprendido y aun rescatadas como valor en el quehacer literario. Esas referencias se corroboran y muestran, «transposición poética» mediante, en algunos de los poemas seleccionados. Todo ello marca, sin duda, una diferencia cualitativa con el ánimo y poética que veo prevalecer en los 90; de lo cual, a grosso modo, se da cuenta en este artículo. Creo no equivocarme si trasladamos estos mismos supuestos a lo ocurrido en otras propuestas y lenguajes artísticos, como el rock peruano, las artes plásticas y el teatro.
5 Al respecto, es pertinente citar la opinión de otro poeta aparecido en la pasada década: Víctor Coral (lo dicho autocríticamente aquí por él sobre el centralismo limeño que afecta también los ámbitos de la literatura y las artes vale también para la historiografía y crítica literarias en nuestro país): «Acabo de escuchar en un coloquio a un norteamericano que hablaba sobre la violencia política y la narrativa en el Perú, y de todos los escritores que citó, la mayoría era escritores que en mi vida los había escuchado (...), y toda esa gente escribía y sigue escribiendo sobre la violencia, y sus libros se publican y tienen 500 ó 1000 ejemplares, como los libros de acá, sólo que se publican en Huancayo, Abancay, Ayacucho» ; y más adelante agrega: «Quería volver a que hay mucha gente escribiendo en provincias y es el viejo problema de siempre: nos reunimos los mismos si es que nos reunimos y siempre hablamos de lo que hacemos nosotros y hay (mucha) gente que está haciendo otras cosas (...). Y no se trata de un juicio de valor, no se puede decir que sea mejor, lo que pasa es que ocurre y no llegamos a conocerlo (...), pero hay que conocerlo» (del especial: Poesía de los noventa, p.55, en la revista Flecha en el azul, n° 15, 2001).
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