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9 de enero 2004

Espolones de la adolescencia

Alberto Mosquera Moquillaza

«El hombre que más admiro es Newton porque descubrió
que los cuerpos se atraen mutuamente»
Brigitte Bardot

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Allí estábamos, como en los viejos tiempos, formaditos y formalitos, con la frente altanera y firme el corazón —como dice la Marcha Guadalupana— pero con una gran diferencia: las frentes ya no mostraban el desborde de las frondosas cabelleras, a lo Elvis Presley,  de hace cuarenta y pico de años, ahora lucían amplias y lustrosas bajo el sol de mediodía, que abusivamente plateaba aun más los mechones blancos de quienes, al igual como lo hacíamos en el lejano abril de 1959, nos habíamos formado de  a uno en el mismo patio del primer año, tomando distancia con el brazo derecho, luciendo ya no el uniforme caqui de antaño sino los ternos de ocasión, aunque castigados éstos en no pocos casos por las adiposidades con las que implacablemente nos suelen regalar el tiempo, la comida, el trago y la buena vida, porque eso sí nadie negará que en este Perú se sufre pero también se goza. Quizás por eso, pese a todo, ese sábado de reencuentro de noviembre de 2003    todavía podíamos exhibir los espolones de nuestra adolescencia inolvidable, que trascurrió entre las formalidades de un Colegio que se preciaba de ser el primer plantel estatal de la República, las mataperradas de dentro y fuera de las aulas, los primeros amores, reales o platónicos, y el culto a las estrellas del cine,  rubias o morenas, que colmaron nuestro naciente pero rutilante imaginario erótico.

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Para nosotros no existió la caja boba de la televisión, que hoy tanto preocupa a padres,  sociólogos, psicólogos y políticos. El cine fue nuestro vicio y cada barrio tenía sus salas emblemáticas. El cuartel primero de la vieja Lima podía jactarse de contar con el Alfa, el Astral, el Iris, el Columbia y el Colonial, hijos todos del viejo cine La Mutua,   de la época del cine mudo, entre los jirones Tayacaja y Huancavelica; mientras que en los Barrios Altos, cines como el Unión y el Francisco Pizarro, en la Plaza Italia,  o el Conde de Lemos  en  la señera plazuela Buenos Aires eran tan renombrados por las películas que exhibían  como por los artistas de fama internacional —Pedro Infante, Libertad Lamarque, Alfonso Ortiz Tirado o Hugo del Carril— que encandilaron a las plateas repletas por sus seguidores, modestos habitantes de casonas, solares y callejones, que entusiasmados hasta el delirio los obligaban cariñosamente incluso a cantar en la calle, a voz en cuello, para el beneplácito de aquellos que por falta de cupo o de dinero no habían ingresado al teatro, pero que  con una paciencia bíblica esperaban hasta el final del espectáculo para por lo menos ver de cerca a sus ídolos y constatar que eran de carne y hueso como todos los mortales.

Tiempos, además, en que el distrito del Rímac se enorgullecía de contar con el elegantón cine Perricholi, a pocas cuadras del Paseo de Aguas construido en el siglo XVIII por el célebre Virrey Amat, sexagenario pero ardiente amante  de ese pimpollo huanuqueño que se llamó Micaela Villegas, a la que seguramente harto de tanto requiebro le espetaba de cuando en cuando el calificativo de ¡perra-chola! expresión que según don Ricardo Palma se convertía en ¡perri-choli! en la boca desdentada del iracundo catalán. En tanto que el distrito de Breña quedará siempre en nuestra memoria porque en él se ubicaban cines como el Monumental, el Ritz, o el Capitol —preferidos por la muchachada guadalupana en las tardes de los grandes escapes de clases— el primero de los cuales, además,  solía calentar las siempre húmedas noches limeñas con sus encendidas y relumbrantes revistas de generosas bataclanas,  para escándalo de la mojigatería limeña, que con padres nuestros y avemarías en ristre  trataban siempre de calmar la avidez de adolescentes y jóvenes, no dispuestos éstos a  perderse un solo acto de la Bim Bam Bum y sus  provocativas Tongoleles criollas,  aunque luego desde los temidos púlpitos se nos condenase a  achicharrarnos  en el infierno.

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En los cines de barrio aprendimos a  soñar con las despampanantes beldades que nos trajo el celuloide de esos años. Quedaron atrás los justicieros del viejo Oeste:  El Llanero Solitario, Roy Rogers y Gene Autry, entre otros;  se volvieron aburridas las eternas escaramuzas entre los soldados buenos y blancos del 5to de Caballería y sus vistosos uniformes azules con los siempre malvados y pintarrajeados apaches, incluidos los raptos y liberaciones heroicas  de candorosas y bellas jovencitas, tramas todas que caracterizaron  al cine norteamericano. También pasaron a la historia las películas de rancheros mejicanos del tipo de Luis y Antonio Aguilar o Miguel Aceves Mejía, que entre huapangos, corridos, balazos,  botellazos y bigotazos chamuscados, deleitaron la primorosa niñez de aquellos años. Las hormonas pedían a gritos otras cosas y como caídas del cielo aterrizaron en aquellas modestas salas de barrio las más espectaculares estrellas femeninas del séptimo arte, donde los labios insinuantes o los ojos de ensueño eran algo así como las cerezas de sus provocativos cuerpos, donde  las hermosas piernas,  los pechos turgentes o exuberantes y los traseros de colección  parecían competir entre sí para atraerse las lánguidas miradas de sus admiradores.

No interesaba el tema de la película, lo que importaba era el nombre de la protagonista y lo que hacía en el film: la besaban o no, si la besaban,  cómo la besaban; se desvestía o no, y si se desvestía donde lo hacía y en que circunstancias;  hacía el amor o no, y si lo hacía, cómo lo hacía. Y todo al detalle, escena por escena, porque en la esquina del barrio o en el colegio la tira de amigos ansiosos no querían perderse ninguna toma, particularmente las de mayor voltaje, que alimentaban la lacerante libido y los  comentarios picantes. Si la memoria no nos traiciona,  el desfile de estrellas incluía a Marilyn Monroe, Elizabeth Taylor,  Gina Lollobrígida, Sofía Loren o Brigitte Bardot; pero la poco a poco desinhibida América Latina también puso sus sabrosonas  carnes al fuego, no estando a la zaga de las apetitosas rubias norteamericanas o europeas, descollando en ese terreno la mejicana Ana Bertha Lepe  y la argentina Isabel Sarli,  quienes con el valor agregado de su tez morena y el hablar de Cervantes,  se convertirían también en acompañantes obligadas de nuestros tempranos pero crecientes devaneos eróticos.

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Marilyn Monroe llevaba en su cuerpo un millón de hermosas razones para desquiciar a cualquier mortal. Nuestro  gran pintor, Víctor Humareda, pudo dar fe de ello: en toda rubia al pomo que poblaba los prostíbulos limeños creía encontrar al símbolo sexual de los años 50. Poco  importaba la nada santa hoja de vida de la blanquiñosa, todo se le perdonaba siempre y cuando no dejara de enseñar sus atributos naturales. Y de la misma manera todos andábamos cruzados con Brigitte Bardot, que con su figura de colegiala atrevida e indecente ingresó a la historia del cine universal para mostrar al mundo  los quilates de su desenfado provocador. Su  larga cabellera rubia, sus labios carnosos en una boca entreabierta, lista siempre al igual que sus pechos regalones para la dulce entrega, constituyeron en su cuerpo felino sus mejores armas para arrastrarnos a los sueños más desenfrenados, mientras más y más nos extraviábamos en los laberintos eróticos  de sus películas, en las que Roger Vadim, su marido, era el gran arquitecto. 

Pero dijimos que América Latina también tenía lo suyo. En la tierra de los charros brilló con luz propia Ana Bertha Lepe, paisana de Juan Rulfo y José Clemente Orozco, como que nació en Jalisco, de donde saltó a la fama llevada en hombros por sus compatriotas que la quisieron hacer Miss Universo. Pero si bien en una decisión muy controvertida no alcanzó ese preciado cetro, sí se ganó el reinado de la más deseada de las estrellas mejicanas de su tiempo, desplazando  a Silvia Pinal, Sonia Furió y Evangelina Elizondo entre otras bellas entre bellas del cine mejicano. Sin embargo, la que se llevó las palmas de oro de nuestras fantasías fue una argentina,  Isabel Sarli, la siempre bien amada «Coca» quien no tuvo ningún reparo en mostrarse una y otra vez tal y como dios la trajo al mundo, sabiendo como sabía lo que realmente valía,  no como actriz por supuesto sino como  portadora de una belleza genuina, salvaje, propia de las pampas argentinas.

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La Sarli puso el cuerpo y Armando Bo, su mentor y guía,  el intelecto. Poco importó que ella no supiera hablar o actuar, cantar o bailar. La gente no iba al cine para eso, por lo menos ello no fue el atractivo en la casi treintena de películas que filmó desde que apareció en el film «Un trueno entre las hojas». Sus seguidores simple y llanamente queríamos recrear la vista viéndola en las aguas de las cataratas de Iguazú o en la ducha, deseada y perseguida por camaleros o leñadores,  al pie de los árboles o sobre la hierba fresca,  contorneándose al ritmo de «Siboney» o sencillamente repasando sensualmente cada pulgada de su sensacional anatomía. Nada tenía que envidiarle a Marilyn ni a la Bardot; es más: podríamos asegurar que en esta parte del mundo se las llevó de encuentro porque el erotismo de sus películas llevaban el color, el olor, el sabor y la rudeza de nuestros ambientes y de nuestras gentes. Y como cada película provocaba un escándalo «por atentar contra la moral y las buenas costumbres», la «Coca» llevó siempre las de ganar  porque  cargó sobre su cuerpo y sus películas el delicioso estigma de lo prohibido, que multiplicó la curiosidad o las ansias de verla.

Y en la primera fila de la cazuela estábamos nosotros, regodeándonos con la «Coca» o la Brigitte, con la piel erizada,  la garganta seca y las palpitaciones a cien por hora, redondeando en la calle  las enseñanzas del glorioso Guadalupe, que con más de ciento cincuenta años de existencia mantiene las energías necesarias como para seguir cantando: Abrid ancho paso/ las palmas batid/ que va Guadalupe/ marchando a la lid, tal y como la entonamos en aquel sábado del último noviembre.

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© 2004, Alberto Mosquera Moquillaza
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Para citar este documento:
Mosquera Moquillaza, Alberto: «Espolones de la adolescencia», en Ciberayllu [en línea]


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