El amor en tiempo de bolero |
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Alberto Mosquera Moquillaza |
«Amor es el pan de la vida, / amor es la copa divina, /
amor es un algo sin nombre /
que obsesiona a un hombre / por una mujer»
(Pedro Flores1)
uando parecía que el proceso de deshumanización al que asistimos tocaba fondo, desgarrando fibras tan íntimas del ser humano como la inconmensurable necesidad de amar y ser amado, desde Cuba, el ombligo musical del mundo, un puñado de veteranos trovadores, sin más armas que sus voces, guitarras y trompetas desgastadas pero no derrotadas por la vida, nos están mostrando, con impecable maestría, que desde América Latina, dueña de una genuina cultura del amor, es posible nadar contra esa corriente que le está arrebatando al hombre su capacidad de intimar, de hablar y escuchar, de querer en tiempo real.
A «Buenavista Social Club», la banda cubana del momento, le corresponde el mérito de haberle puesto banderillas a la globalizada indolencia sentimental con la que Occidente ha cerrado el siglo XX. Sus sones y boleros de marca mayor, de tantos o más años que sus trajinados pero rejuvenecidos cantantes2, han vuelto a electrizar multitudes, como si se hubiera ingresado al túnel del tiempo para reencontrarnos con la pasión y el sabor del que hicieron gala nuestros padres y abuelos; cuando, pese a la dureza de la vida, el cantar y el bailar, al acercarlos, los hacía verdaderamente humanos.
Este calor vital, que sólo puede dar la interacción humana, prácticamente ha sido congelado por la avasallante presencia de una importada contracultura del amor, que ha surgido del hastío, el desencanto, y la soledad en la que se desenvuelven los hombres y mujeres de las viejas sociedades occidentales. La idolatrada tecnología, cara a una economía salvajemente expoliadora y sembradora de desigualdades y miserias3, le está cercenando al hombre sus capacidades afectivas, tendiendo incluso a automatizar sus sentimientos amorosos. Así, miles de hombres y mujeres intiman hoy, a través de las redes de Internet, convirtiendo a la computadora en el testigo mudo de sus apasionados romances, desencantos, ilusiones, traiciones y fantasías sexuales; mientras otros tantos, en el súmmum de sus ensueños, aspiran a una reproducción asexuada valiéndose de las aplicaciones tecnológicas de la genética.
La química del amor, que se procesa en una pareja desde el primer cruce de miradas, poniendo en pie de guerra glándulas y neuronas, erizando nervios y piel, coloreando mejillas, provocando tartamudeos, palpitaciones, sudores y vacíos internos, ha sido siempre la resultante del encuentro directo, cara a cara, plenamente existencial, del hombre y la mujer vinculados por la magia de una atracción ilimitada, en la que la razón, en no pocas oportunidades, se ve desbordada por la fuerza de la pasión y el deseo.
Para el goce del amor no hay límites en el tiempo porque, así como pueden haber amores que duren toda la vida, también pueden existir los borrascosamente efímeros pero de indelebles huellas, y –¿por qué no?– los amores de ocasión, se encuentren o no en la calle. La edad tampoco es una barrera insalvable: en cada uno de nosotros, hombre o mujer, puede anidar un Florentino Ariza o una Fermina Daza, los ancianos amantes de El Amor en los tiempos del cólera que, con sus corazones astillados –no precisamente por el tiempo, sino por el amor– alcanzaron el paraíso al filo de sus existencias. «Yo creo, con Florentino Ariza, que, si uno sigue, el cuerpo sigue. Y yo creo que uno sigue si hay amor. Siempre» diría García Márquez, autor de ese monumento literario, en una entrevista en torno al amor, la vejez y la muerte.4
Desde esos cruces de pasiones, con sus altas y sus bajas, surgió y se expandió el bolero5 para llevar al éxtasis los encuentros furtivos o abiertos, consentidos o prohibidos, o para mitigar en la nostalgia el dolor de la separación o de la traición trapera; aunque muchos prefieran el encantador celestinaje de sus versos y compases para exclamar, con la complicidad de Isolina Carrillo: Dos gardenias para ti: / con ellas quiero decir: / «Te quiero, te adoro, mi vida». / Ponle toda tu atención, / que serán tu corazón y el mío / ; oquizás desde nuestra ansiosa soledad, alentados por la creatividad de María Grever desear: Si yo encontrara un alma / como la mía, / ¡cuántas cosas secretas / le contaría!: / un alma que, al mirarme, sin decir nada, / me lo dijese todo / con la mirada; / un alma que embriagase / con suave aliento, / que al besarme sintiera / lo que yo siento.
No interesaba que Carrillo fuera cubana o Grever mexicana; lo más importante era su lenguaje, el del amor, cultivado y enriquecido en cada uno de los boleros que los inspirados creadores nos fueron entregando por décadas, en los que millones de latinoamericanos arrullaron sus ansiedades, sin saber muchas veces, en el caso de los varones, que podían estar ahogando sus emociones por una mujer en las sentimentales letras escritas por otra mujer. Porque si no era Carrillo o Graver, podía ser la mexicana Consuelo Velásquez, que embelesaba con su Bésame / bésame mucho / como si fuera esta noche / la última vez / Bésame / bésame mucho / que tengo miedo a perderte / perderte otra vez / .
Si Cuba fue la cuna del bolero, México y Puerto Rico lo perfilaron y universalizaron, haciendo de él, definitivamente, verso y danza, intimidad sin par, coloquio y sensualidad, donde la pareja iba fundiendo sentimientos y ansiedades, alimentando sueños y utopías románticas de alto voltaje, en un cadencioso movimiento corporal que para los eximios no debía sobrepasar el espacio de una loseta6. Y si nació en las calles y esquinas de Santiago de Cuba, desde la simple pero encendida inspiración de guitarristas enamorados virtuosos exponentes de la fusión de elementos hispanos, africanos y cubanos conforme avanzó hacia La Habana, Veracruz, San Juan u otras ciudades latinoamericanas, fue ganando en solidez musical y lirismo, para expresar con libertad las infinitas estaciones y situaciones del amor, que suelen ir desde el arrobamiento del alma por el amor anhelado o conquistado, hasta el dolor de una irreversible separación.
Así, desde las primeras décadas del siglo XX, el bolero abrió escenarios inéditos de identificación musical, que rebasó fronteras y demarcaciones sociales. Espléndidas generaciones de autores e intérpretes de leyenda, cantándole a la vida desde la vida, se confundieron en un solo haz de entregas musicales, en las que el bolero alcanzó nuevas dimensiones al confundirse y enriquecerse con el son, el chachachá y el mambo, de raigambre cubana, y la ranchera de origen mexicano; y cuyos cultores al hacer de la noche, la luna y las estrellas, un reino de fantasía ajeno a las convenciones e hipocresías sociales alimentaron la imaginación popular, sus mitos y rituales amorosos.
Precisamente al maestro Miguel Matamoros, también de Santiago de Cuba, le correspondió inyectarle cadencia tropical al bolero cubano. Su antológica «Lágrimas negras»: Aunque tú me has dejado en el abandono / aunque ya han muerto todas mis ilusiones / en vez de maldecirte con justo encono / en mis sueños te colmo de bendiciones / sigue siendo una invitación a compenetrarse con la sensualidad caribeña, la calidez de las calles habaneras y las fragancias y el sabor del ron cubano, lo interpreten el propio «Trío Matamoros», «Los Compadres», Rolando Laserie, o «Buenavista Social Club». Aunque no pocos sigan enamorados de los versos de Ernesto Lecuona que con «Damisela Encantadora»: Por tus ojazos negros llenos de amor / por tu boquita roja que es una flor / por tu cuerpo de palmera lindo y gentil / se muere mi corazón / , «Siboney», «Noche azul», «Siempre en mi corazón» (que hoy forman parte del repertorio del tenor Plácido Domingo) y su «Lecuona's Cuban Boys» se ganó los corazones de quienes en América Latina, Norteamérica y Europa tuvieron oportunidad de escucharlos para vivir y morir de amor.
Unos y otros, sin embargo, no escatiman sus preferencias por el maestro de maestros, el gran Benny Moré, quien era capaz de componer y entonar una guajira como un son montuno, un mambo como un bolero, donde daba rienda suelta a su inspiración callejera y montaraz. Nadie como él para cantarle a los amores perdidos: Para qué perder el tiempo / para qué volvernos locos / si tú sabes que nosotros / no nos comprendemos ya / tengo fe en que tú comprendas / como yo lo he comprendido / que nuestro amor se ha perdido / como una estrella fugaz / .
O, desde el dolor que provocan los desencuentros amorosos, clamar por el perdón y el reencuentro: Te he pedido perdón con el pensamiento / te he pedido perdón, vida, sin saberlo tú / y es tan grande la pena / que llevo en mi existencia / que no sé si es posible / resistir el dolor, / dolor que me ocasiona / y bien,este cruel remordimiento / dolor que llevo dentro / por lo mucho que has llorado. / Perdón, perdón, cariño santo, / perdón por haberte abandonado / hoy quiero ver feliz tu vida / y darte el verdadero amor.
El fonógrafo y el disco, la radio, el cine, y la propia televisión, hicieron lo suyo para la difusión de un género que, desde las noches de ronda y serenata, se colaría en hogares, exclusivos salones de baile, así como en los más famosos burdeles de las principales ciudades latinoamericanas. En uno de ellos, en México, Agustín Lara, lánguido de amor y al pie de un piano, comenzó a ganar eternidad en la letra y espíritu de cada una de sus composiciones, gran parte de las cuales reflejaría el frenesí de su azarosa vida sentimental, galardonada con la conquista de una mujer como María Félix, bella entre bellas; pero también con un chuzazo en el rostro, con el que una de sus amantes dejó la marca de sus endemoniados celos.
Con Agustín Lara, el amor llegó a ser efectivamente pan de la vida y sortilegio total. Nada escapó al genio y sentimiento jarocho: la entrega total, las ansias, los celos, la nostalgia arrebatadora, el culto a la mujer (en sus palabras: la más completa expresión de la belleza, / vida en donde principia la vida, / luz en donde el sol enciende los luceros, / ríos de todas las lágrimas / selva y rosal / amor y perdón), el dolor y la angustia provocados por la pasión (como diría Jorge Amado, «el amor no es una espina que se arranca, un tumor que se corta, es un dolor rebelde, pertinaz, que mata por dentro»), llevado al clímax en «Arráncame la vida»: Arráncame la vida con el último beso de amor / arráncala, toma mi corazón / arráncame la vida / y, si acaso te hiere un dolor, / ha de ser de no verme / porque al fin tus ojos me los llevo yo.
Sintonizando con los trajines amorosos de la vida, el mismo Amado se preguntaba ¿Quién puede entender las cosas del corazón, quien puede explicarlas? Lejos de aquellos ilustrados literatos y poetas que hacían serpentinas con sus versos, los mexicanos buscaron la respuesta en trovadores de la talla de Lara, mientras que los puertorriqueños vibraban con Pedro Flores, pero también con el mítico Rafael Hernández que hizo «Lamento Borincano», «Canción del Alma», «Diez Años», «Amigo», «No me quieras tanto» o «¿Qué te importa?», entre otras tantas creaciones de ensueño para los amantes de verdad.
En Argentina, el bolero le arrancó espacios importantes al tango. Quizás la temprana muerte de Carlos Gardel en 1935, las letras prostibularias del tango, la difusión radial, y la propia presencia en Buenos Aíres de celebridades del bolero como Agustín Lara, Pedro Vargas o José Mojica, permitieron que en ese país aparecieran, entre otros grandes compositores, un Don Fabián, para entregarnos «Dos almas», o un Mario Clavel y «Somos»: Después que nos besamos / con el alma y con la vida, / te fuiste con la noche / de aquella despedida , como demostración del arraigo que el género romántico había alcanzado en nuestra América. Porque así como en Argentina, los enamorados de Chile, Panamá, Venezuela, Perú, Colombia, Ecuador, etcétera, encontraron en el bolero el elixir musical para seguir soñando con el ser amado, o el antídoto para la frustración que suelen generar los amores inalcanzables.
Sin embargo, la fuerza seductora del bolero no estaba solamente en la letra y en el espíritu sentimental del bardo. Sería injusto subestimar la solidez interpretativa o musical de quienes encantaban con su voz o sus guitarras, cuando no con sus armoniosos sonidos orquestales. ¿Cómo escapar del influjo de voces como las de Pedro Vargas (Noche de Ronda, Vereda Tropical, Mujer), de Toña la Negra (Cenizas, Arráncame la vida, Cada noche un amor, Veracruz), de Bienvenido Granda (Señora, Angustia, Nostalgia, Por dos caminos), de Tito Rodríguez (Inolvidable, Llanto de luna, Tu pañuelo, Cuando ya no me quieras), de Lucho Gatica (Tú me acostumbraste, Encadenados, Si me comprendieras) de Javier Solís (Sigamos pecando, Llorarás, Perdóname, mi vida); de tríos como Los Panchos (Amorcito corazón, Rayito de luna, Flor de azalea, Perdida ) o Los Tres Diamantes (Usted, Sigamos pecando, Embrujo, Júrame); sin olvidar por supuesto el imán de orquestas como la eterna Sonora Matancera con sus boleristas de antología, donde Leo Marini, Celio González o Vicentico Valdés son algo así como la punta de un gigantesco iceberg formado de boleros y cantantes inmortales?
La lista de intérpretes es por supuesto mayor, como la relación de boleros creados, sobre todo entre 1935 y 1965, considerada la «época de oro», que va a epilogar gloriosamente con Armando Manzanero, el último de los grandes compositores e intérpretes, que con Adoro, Esta tarde vi llover, Mía, Aquel señor, Contigo aprendí y mil creaciones más, demostró que el amor es fuente inagotable de poesía y música, que en su interpretación en voces como las de Roberto Ledesma, o el propio Manzanero, van a seguir retroalimentando goces y pasiones, porque, parafraseando al ilustre mexicano, siempre habrá enamorados que, ciegos de amor buscarán, donde quiera que estén, contemplar la aurora, el brillar de la luna, o simplemente apagar la luz para dejar volar a la imaginación.
Cada cual le impuso al bolero su estilo propio, aprovechando al máximo, en el caso de los cantantes, las calidades de su voz, su fuerza interpretativa, su manera particular de palpar los sentimientos de sus seguidores. Por ejemplo, Lucho Gatica susurraba sus canciones, llevándolas desde el corazón a sus labios, apoyado en la dulzura de las letras de Roberto Cantoral (La barca, El reloj, Regálame esta noche, La noche del adiós, etcétera), que tanto encantaron a las beldades de los años 50; las mismas que se embelesaban con Nat King Cole y su manera tan especial de cantar Ansiedad, Cachito y Yo vendo unos ojos negros; en tanto que Javier Solís, tras las huellas de Jorge Negrete y Pedro Infante, hizo del bolero-ranchera una invitación a morir de amor, pero de pie, cantando y recordando, en el rincón de una cantina, exigiéndole más y más a la rockola, para que no dejara de incentivar el recuerdo amado o malquerido, con «Vendaval sin rumbo», «Escándalo», «Ay, cariño», «Que se mueran de envidia», entre tantas otras interpretaciones que en su momento invadieron hasta el último recoveco donde podía cobijarse un alma enamorada.
Muchos de esos intérpretes ya no existen. No obstante, sus voces siguen animando los desvelos amorosos de quienes encuentran en sus canciones un remanso sentimental. Los viejos discos de 33 y 45 revoluciones por minuto, hijos queridos de los discos de carbón, que se tocaban en los recordados pick-up y sus interminables agujas, o los modernos discos compactos, siguen manteniendo encendidas los recuerdos de los amores del pasado o refuerzan los del presente. Existe también en esa magia la leyenda que acompañó la vida de compositores y cantantes, que originó la mitificación de los mismos cuando sus seguidores encontraron en ellos modos de vida, costumbres, vivencias, historias, anhelos, con las que estaban plenamente identificados, al ser parte de sus propia cotidianidad o de sus más caras ilusiones.
Por eso es que Daniel Santos, el «Inquieto Anacobero» de Puerto Rico, fue y sigue siendo un paradigma existencial. Con su estilo inconfundible, ha pasado a la historia como el mejor de los intérpretes de las canciones de Rafael Hernández y Pedro Flores, o como el gran ídolo de Cuba en los tiempos de la Sonora Matancera, donde cantó y bailó durante 15 años ininterrumpidos. Empero, ha sido su vida misma, más allá de los escenarios, la que ayudó a convertirlo en un mito. La pobreza de sus orígenes, la leyenda de su acercamiento a las marquesinas del éxito, su deambular por el alcohol, las drogas y las cárceles, su patriotismo acendrado, su desfachatez para afrontar «el juego de la vida», o finalmente su turbulenta vida sentimental, lo convirtieron en un héroe para la imborrable imaginación popular. Y lo mismo podríamos decir de Julio Jaramillo, que dejó cinco esposas y veintiséis hijos, o del inolvidable Héctor Lavoe, cuya hoja de vida es tan mítica como sus electrizantes interpretaciones de «Taxi», «Ausencia», «Plazos traicioneros» o «Un amor de la calle», en las que el son, confundiéndose con el bolero, sigue dándole cuerda a los corazones enamorados, aunque el sonero, al igual que Daniel o Julio, ya no esté con nosotros.
A diferencia de lo que tradicionalmente se piensa, la música popular es un poderoso factor de identificación. Estamos pensando en aquellas creaciones que, por surgir desde abajo, desde la calle o la esquina, expresando sin ambages el trajinar y el sentir cotidiano de hombres y mujeres: su ancestral lucha por la supervivencia, sus alegrías, tristezas y amores, ganan rápidamente los sentimientos y la conciencia de las multitudes. El bolero es una de aquellas creaciones, que, al reflejar la idiosincrasia amorosa del latinoamericano, fue tejiendo una trama invisible que convirtió a nuestros padres y abuelos, cubanos, mexicanos, peruanos o puertorriqueños, en verdaderos militantes de la internacional del amor, sin más mandatos que el de su pasión amorosa, llevada siempre a flor de piel, presta a desbordarse al más leve impacto de los dardos almibarados de una sonrisa coqueta, de una mirada inquietante, o simplemente de un caminar insinuante.
Contra ello, sin embargo, han complotado, de un lado, la mercantilización de esas creaciones, que en ese proceso suelen perder sus esencias íntimas y poéticas, que las entrelazan con la vida misma; y de otro lado, la invasión de ritmos foráneos que, a través de grupos y cantantes de dudosa calidad y apoyados en una ruidosa tecnología, van arrinconando y diluyendo nuestra cultura musical y sentimental. Con el bolero ha pasado eso. Felizmente, iniciativas como las de «Buenavista Social Club», o la incursión en ese género de voces como las de Pablo Milanés, Tania Libertad y Soledad Bravo, tienden a revitalizar el bolero y restituirnos el sentimiento, la pasión, los estilos y hábitos de todo buen esclavo y amo del amor, porque, como solía cantar Roberto Ledesma allá por mil novecientos sesentaitantos, el día que deje de salir el Sol, / y la Luna deje de alumbrar, / y las estrellas dejen de brillar, ese día, tan solo ese día, dejaremos de amar.
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1 Al maestro Pedro Flores, de origen puertorriqueño, le corresponden dos grandes méritos en la historia de la música popular latinoamericana: ser autor de boleros como «Obsesión», un fragmento del cual citamos en el epígrafe, o «Amor»: amor, cuando tú sientas amor, / serán color rosa los colores, / habrá miel en todos los sabores / y amor en todo lo que es amor, presentes siempre en el currículum sentimental de todo buen amante; y, haber descubierto al inmortal Daniel Santos en los bares de Nueva York, donde hacía sus pininos como cantante, además de trompearse cotidianamente con las mesas, los parroquianos y el ron.
2 Cuando, en cualquiera de nuestros países, la miseria humana hace de nuestros mayores meros vejestorios, preocupados más de la muerte que de la vida, artistas como Francisco Repilado, el famoso «Compay Segundo», de 93 años, Rubén González, de 82 años, Ibrahím Ferrer, de 73 años, y la inacabable Omara Portuondo, que formó parte de la corriente bolerística que dio vida al feeling, nos están demostrando cuán fecunda puede ser nuestra existencia, sea cual fuere la carga de años que llevemos encima, sobre todo si de cantarle al amor se trata.
3 El último Informe del Banco Mundial sobre el desarrollo en los años
90, consigna que, a pesar de la opulencia del mundo desarrollado, casi la mitad
de la población mundial (2 800 millones de personas) vive con menos de dos
dólares diarios, y, de ellos, casi 1 200 millones, una quinta parte de la
humanidad, vive sólo con un dólar. En América Latina, la pobreza ha crecido
aproximadamente en un 20%.
http://www.elpais.es/p/d/20000913/sociedad/pobres.htm
4 Juan Cristóbal (Compilador), García Márquez y el amor, Lima, Ed. San Marcos, p. 46.
5 José Pepe Sánchez, un humilde trovador de Santiago de Cuba, ha pasado a la historia como el músico y cantante que definió los caracteres estilísticos del bolero, señalándose a «Tristezas», como la primera de las composiciones que puede llevar ese nombre: Tristezas me dan tus quejas, mujer;/profundo dolor que dudes de mí;/no hay prueba de amor que deje entrever/cuánto sufro o padezco por ti. Año: 1883. Pepe Sánchez formó parte de un grupo de humildes trabajadores que compartían sus oficios de carboneros, sastres, plomeros, etcétera, con el aprendizaje en vivo de la ejecución de la guitarra. Con ellos, la canción cubana va a echar raíces en su propia realidad económica, social, cultural y étnica.
6 El bolero no es solo canción y ritmo para escuchas desaprensivos: es
también baile, ritual sensual para los corazones enamorados, que «...te hace vivir recuerdos, heridas,
caminos, deseos, cuando bailas como pajarito pegado, pecho con pecho, cara con cara, beso con beso, suavecitos, como
lanitas tiradas al viento».
«Así se baila el bolero», en: Juan
Cristóbal, Agüita de coco, Lima, Ed.
San Marcos, 1998, p. 124.
Escriba al autor: © 2001, Alberto Mosquera Moquillaza, [email protected]
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