Las huellas del pasado |
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Alberto Mosquera Moquillaza |
«Ayer se cumplieron diez años
de no ver tu cara, de no mirar tus ojos, de no besar tu boca
ayer fue tan grande la pena que sintió mi alma
al recordar que tú fuiste mi primer amor»
Rafael Hernández
ecordar es volver a vivir, dice un aserto popular que ha tomado fuerza en los últimos tiempos. Pareciera que en medio del vértigo de los días que vivimos, tendiéramos más a refugiarnos en los recuerdos que el implacable paso de los años suele borronear. Recordar, sin embargo, no es lo mismo que nostalgiar, escribió alguna vez Alfredo Bryce Echenique, para quien los recuerdos, relacionados siempre con la voluntad de cada quien, con su buena o mala memoria, pueden ser buenos, malos, o de repente regulares y nada más. La nostalgia, decía, a diferencia de los recuerdos, puede atraparnos repentinamente, al margen de nuestra voluntad, sumergida como ella está en las profundidades de nuestro inconsciente, desde donde «nos invade, nos llena, nos moja por dentro», hasta el punto de convertir el pasado en presente y determinar incluso nuestro futuro, porque en tanto el recuerdo es algo acabado, la nostalgia encierra experiencias vividas a medias, mal vividas o mal entendidas.
La nostalgia es una maravilla, escribió a su vez Gabriel García Márquez, maestro en el arte de llevar la añoranza al papel impreso; como en su momento lo fue Marcel Proust, para quien la memoria voluntaria, la de la inteligencia, no conservaba nada vivo, distinguiéndola del recuerdo intempestivo generado por las sensaciones, como lo demuestra el narrador que deseando refundirse en su infancia apela sin éxito a la evocación racional. No sabía que el simple sabor de un bollo de magdalena mezclado con té lo iba a trasladar de golpe a ese pasado añorado. Pueblo, jardines, personajes, calles, plazas, fueron saliendo de la taza de té, como demostración de que cuando han desaparecido los seres y las cosas, el olor y el sabor perduran mucho más, soportando sobre sí la mole del recuerdo.
Por su parte, Milan Kundera nos dice que la nostalgia es el sufrimiento originado por el deseo incumplido de regresar. Se desea volver al pasado, a la infancia perdida, a la juventud pasajera, a los amores inolvidables, al barrio que dejamos con amistades inconclusas, a la tierra que nos vio nacer, para embriagarnos en sus aires, en la fragancia de sus flores o de sus campos. Añoramos regresar, volver tras nuestros pasos porque ya no soportamos el dolor de la ausencia de lo que quedó atrás. En tanto que Laura Esquivel, se pregunta: ¿Qué es lo que nos lleva a sacar una foto del cajón de los recuerdos, a leer la primera carta de amor que recibimos, o a buscar la rosa marchita entregada en un baile inolvidable? La respuesta es precisa: el deseo de volver a sentir el mismo amor, los mismos besos, el mismo contacto con otra piel.
La vida está preñada de recuerdos, de la niñez, de la juventud, de la adultez, y no se necesita llegar a la ancianidad para que ellos afloren lentamente o a borbotones, sistemáticamente convocados, o buscando aquí y allá un detonante: la flor, la carta o la foto de las que nos habla la Esquivel; tratando quizás de rastrearlos, algo así como sin querer queriendo, como cuando se vuelve al añorado barrio y a la esquina, testigos de nuestros nacimiento, de nuestras primeras andanzas, de nuestros amores primerizos, a sabiendas de que en cada paso podemos darnos cara a cara con el pasado: el amigo o la amiga a las que se ve después de décadas, el tendero, la escuela, el callejón o la casona que en algún momento nos llenaron de felicidad.
Cada metro cuadrado de ese barrio tiene una historia particular para nosotros; aquí se peloteaba, allí nos juntábamos para conversar y conversar; acullá se parrandeaba hasta las últimas consecuencias. O cada personaje estuvo en algún momento metido en nuestras vidas como parte de una amistad cincelada en medio de la pobreza, de las alegrías o tristezas; o si de una mujer se tratara, pues al volverla a ver hasta podríamos avergonzarnos del candor platónico con el que en algún momento la amamos. Y en ese éxtasis, hasta el olor de adobe o quincha, que caracterizan a las construcciones de la vieja Lima, bien podrían trasladarnos de golpe a los escenarios de la infancia o juventud, cuando nos considerábamos inmortales porque el tiempo era una variable que sencillamente no era tomada en cuenta.
Para ejemplo nadie como Felipe Pinglo Alva (1899-1936 ) el inolvidable bardo criollo, quien después de vivir apenas dos años de agitada bohemia y amor ilimitado en el barrio de La Victoria, regresa a sus Barrios Altos querido, donde había vivido, para encontrar una realidad diferente, donde las ausencias arropan la nostalgia del compositor. Las calles ya no son las mismas, la tira de amigos tampoco y se extraña a los ausentes, precipitando la sentida añoranza, que el compositor estampa sentimentalmente en el vals «De vuelta al barrio».
«De nuevo al retornar al barrio que dejé/ la guardia vieja es hoy/ los muchachos de ayer»
Como reza un viejo tango, es prácticamente el adiós muchachos compañeros de mi vida, porque éstos han ingresado a otra etapa de sus existencias, en un proceso que seguramente se inició antes de la ida de Pinglo a La Victoria, y que imperceptiblemente ha ido convirtiendo a los jóvenes de antes en la guardia vieja del barrio criollo y jaranero. La vida, que no le pone reparos al paso de los años y a las transiciones generacionales, ha motivado que incluso en la propia bohemia se esté produciendo un cambio en el liderazgo musical. Pinglo lo advierte en el mismo vals al escribir que a los nuevos bohemios entrega su pendón musical «para que lo conserven y siempre hagan flamear/ celosos de su barrio y de su tradición».
No se piense que el compositor es ya un anciano. Apenas tiene 24 años, pero ya es un hombre curtido y trajinado, todo un personaje en el mundo de la jarana criolla: en Monserrate y La Victoria, en Cinco Esquinas y Cocharcas, en el Rímac y el Callao; y más de una mujer se reclama ser la musa de sus canciones: «Amelia», «Porfiria», «Rosa Luz», «Angélica», entre otras en las que el célebre compositor revela pasajes de su vida sentimental, que más adelante redondearía con «El Plebeyo», el himno de los amores imposibles.
«no existe ya el café ni el criollo restaurant /ni el italiano está donde era su vender /ha muerto doña Cruz que juntito al solar se solía poner/ a realizar su venta al atardecer de picantes y té/ no hay ya los picarones de la abuela Isabel/ »
¿Qué extraña Pinglo cuando repara en la ausencia de locales y personajes tan relevantes en los Barrios Altos? Señalemos que la Lima tradicional era conocida por el sabor de su arte culinario, de sus dulces y potajes mil en el que se entrecruzaban los gustos y costumbres de indios, negros, chinos, japoneses y europeos, particularmente italianos. Los barrios limeños estaban impregnados de olores y sabores de comidas y dulces que formaban parte de su identidad, como sucedía en los Barrios Altos, donde no podía faltar un buen pan con pescado, un cebiche de bonito, o un seco de gato, preparado por los italianos; mientras las negras a la entrada de los callejones ofertaban los picarones calientitos, las humitas y el zanguito, el dulce de camote, la mazamorra morada o la de «cochinitos» y el frijol colado. Un buen criollo en la Lima de antaño no estaba al margen de esa culinaria y Pinglo en «De vuelta al barrio» revela que siente esas ausencias, en medio de las que había pasado su infancia y juventud.
«todo, todo se ha ido los años al correr».
El paso inexorable de los años le ha ido amputando al barrio trozos significativos de su existencia, que agrietan el alma del trovador porque le han arrancado partes del paisaje urbano en el que ha ido creciendo como hombre y compositor, realidades que le han servido de fuente de inspiración. Lo más sentido, como también lo expresa el vate, es que esos tiempos salvo en la sentida evocación ya no volverán, porque sencillamente forman parte del devenir misterioso de la vida, que se nos revela brutalmente conforme vamos trotando por los diversos caminos de nuestra existencia. Como lo escribió Machado: «Al andar se hace camino,/ y al volver la vista atrás/ se ve la senda que nunca/ se ha de volver a pisar.»
¿Recordar o nostalgiar? Depende de las circunstancias, de nuestro estado de ánimo, de nuestra capacidad de soñar despiertos aunque los sueños sean dolorosos para algunos o para otros dignos de recordarlos y por qué no de contarlos, como suele hacerlo un viejo soldado, cargado de medallas y honores, pero también de cicatrices, de heridas que si bien cerraron han dejado huellas profundas en el alma y en la memoria, sobre todo si de cicatrices del amor se trata. Pinglo murió muy joven, a los 36 años, golpeado por las interminables noches de bohemia en una Lima húmeda que no perdona los excesos. Casi un año antes de fallecer, enfermo ya, nos entregó el «Espejo de mi vida», otro obelisco a la nostalgia, en este caso a la juventud que se fue, que se nos escapó de las manos, como la arena se nos resbala entre los dedos por más esfuerzos que hagamos por retenerla.
«Tuve amores y mujeres a porfía/ fui mimado y halagado con afán/ mas aquella juventud que yo vivía/ fue muy loca y no supe meditar/ con los años huyeron mis privilegios/ uno a uno mis idilios vi fugar/ hoy tan solo de ese apogeo me quedan/ bucles, retratos, pañuelos, cartas de amor y nada más».
La reflexión convertida en verso se da frente al espejo amigo, al que acudimos todas las mañanas para encontrar en él, conscientemente o no, las huellas del tiempo, y que en el caso del compositor, ha sacado a luz las arrugas de la frente y el débil mirar de las pupilas, aunque los estrujados labios «saboreando están los besos que ayer dieron y hoy no dan». No hay duda, Pinglo está proyectando una especie de balance de su vida sentimental, que puede resultar doloroso al reconocerse vacíos que se explican por el paso de los años, pero que al mismo tiempo le permite recrear la sensación de «saborear» aun los besos del pasado, que lo llena de orgullo, porque como escribe en el mismo vals: «pobre viejo dirán todos al mirarme/ pobre viejo el eco repetirá/ y este viejo ensayando una sonrisa/ una mueca de desprecio con orgullo ofrecerá».
La añoranza nos hace volver, en tiempo real o en el recuerdo, y aunque se diga lo contrario la distancia en años o en kilómetros no es sinónimo de olvido, ellos no matan los recuerdos. «Todos vuelven», escribió César Miró (1907-1999), otro renombrado compositor peruano, al crear un vals que le dio en la yema del gusto a los nostálgicos de todas las edades: llevada a los más diversos ritmos ha sido considerada como una de las más escuchadas del siglo en América Latina; tierra ahora fecunda en entregar al mundo viajeros impenitentes que hoy están aquí y mañana allá, habiendo encontrado en la creación de Miró un salvavidas sentimental que les permite seguir aferrados a la tierra lejana, a sus aires, sus flores, sus hombres y mujeres, sus sabores.
«Todos vuelven a la tierra en que nacieron/ al embrujo incomparable de su sol/ todos vuelven al rincón donde vivieron/ donde acaso floreció más de un amor», nos dice el vals taxativamente, porque finalmente o se regresa físicamente, o es el recuerdo y /o la nostalgia las que nos llevan mágicamente hacia aquellas grietas que el tiempo abrió, por donde anhelamos volver a transitar, ora para recobrar la ingenuidad perdida, ora para volvernos a sentir inmortales, lejos, muy lejos, de los ruidos del presente. Como dijo Miró, bastaría con colocarnos «bajo el árbol solitario del pasado» para ponernos a soñar con los aromas del ayer, de nardo y de rosa, de luna y de miel.
Lima, abril de 2004
© 2004, Alberto Mosquera Moquillaza
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