Lil Picado, la intuición inteligente
|
|
[Texto leído en la presentación del libro de Lil Picado Cancionero del tiempo en flor, en el vestíbulo del Teatro Nacional, San José, Costa Rica, el 2 de setiembre de 1998.] Buenas noches. Muchos años en periódicos me enseñaron que el tiempo es el gran jefe de redacción; perdónenme ustedes, entonces, si solo me limito a señalar algunos aspectos de la poesía de Lil Picado. Trataré de ser breve: yo también he sido público. En mi país, el Perú, trabajé en una revista de tan poca circulación, que publicarlo en ella era la mejor forma de guardar un secreto. Habituado, pues, a los secretos, he creído hallar algunos en la poesía de Lil Picado. El primero es este: el arte de la inspiración controlada por la inteligencia. Antes de que la mano del poeta lo termine, todo poema es un diccionario en estado líquido. El poeta es así un domador del desorden, un dios momentáneo que separa las aguas en su mente antes de formar el cielo y la tierra de sus textos. Ese viajar entre extremos como entre dos tentaciones, es notable en el Cancionero del tiempo en flor. El libro delata una tensión continua entre la poesía popular y la clásica; entre el lenguaje coloquial y el culto; entre el ameno desorden del diálogo y la sintaxis deliberada; entre el lenguaje llano y la fiesta retórica; entre el verso libre y el escandido; entre la alegría y la pena; entre la pasión arrebatada y la distancia de la ironía; entre el «yo poético» que nos habla, y su otro yo, la misma poetisa, quien crea y es creada por sus versos. La de Lil es una poesía del equilibrio sobre el doble acantilado de lo natural y lo arduo, de la tradición y la sorpresa. Habita un segundo secreto en esta obra, oculto tras su continua evocación de la lírica popular de romances y cancioneros del Siglo de Oro. A primera vista, esa evocación es clara: está en el título del libro; en el ambiente bucólico; en la identidad con los seres de la naturaleza; en los arabismos; en el monólogo con el amado ausente; en los temas de la búsqueda del amor, de la distancia y de la pérdida del amante. El poemario se abre así como una luz dorada y antigua sobre huertos andaluces, sobre campos y mares, tramado todo con una rara perfección que evoca la lírica amorosa previa al Siglo de Oro y las mejores traducciones del Cantar de los cantares. Vaya un ejemplo: cuando Lil escribe: «castañuela de marfil, / una solica / que la otra a mi madre se la di», ‘solica’ es un viaje a la memoria de la poesía popular de fines de la Edad Media, y hace recordar estos versos antiquísimos: «Aquel pajecico de aquel plumaje, / aguilica sería quien lo alcanzase». Cuando Lil reúne una floresta de palabras árabes, estas van también desde el habla cotidiana hasta la exótica: desde ‘alhelíes’ y ‘limones’, hasta ‘aljófares’ y ‘adelfas’ palabras estas que me han hecho pasear por jardines y por diccionarios. Sin embargo, ese anverso de antigua belleza, de un evidente exotismo, oculta una trama de ríos líricos que fecundaron la creación de este libro. Nunca es injusto hablar de influencias porque nadie crea de la nada. La literatura es un palimpsesto donde escribimos para que otros escriban. En literatura, la recepción es el oficio; la devolución creadora es el arte. Sería injusto limitarnos a señalar que Lil renueva temas clásicos, como la búsqueda y la pérdida del amante, o el panteísmo erótico de la poesía árabe y persa, tan fértil en España. No solo en los temas poéticos está la herencia, sino también en la forma de abordarlos: un viejo romance sobre la guerra de Troya está mucho más cerca de García Lorca que los hexámetros griegos de Homero. Junto a la antigua lírica popular y del Renacimiento, en la obra de Lil respiran, por lo menos, otras dos presencias: la del barroco y la de la vanguardia del siglo XX; vale decir, dos vanguardias, pues el barroco fue la vanguardia del siglo XVII. Muchas de las más admirables figuras del Cancionero del tiempo en flor se entroncan con el conceptismo barroco. Vayan solo unos ejemplos: una aliteración: «plácida, plena»; un oxímoron: «tengo violetas blancas»; un zeugma: «sobrevolé trigales y quebrantos»; una paradoja: «Qué muerta me estoy quedando, / ¡ay!, viva de puro ayer»; una figura etimológica (con aliteración): «el que mora en mi amor enamorado»; una ironía: «me moriré entre mis brazos». Todas estas figuras habrían complacido a don Francisco de Quevedo y a su conceptismo, cuya concisión es lo más cerca de la mudez que puede llegar la elegancia. A la otra vanguardia, la del siglo XX, podrían deberse metáforas que danzan el baile del absurdo y del asombro: «me cortaré las trenzas un día del ayer», «ser luz que tú desvistes», «cabalgando en los primeros / rayos del sol que sollozo cada día». No obstante, pese a una u otra influencia, la auténtica creación está siempre en el mismo poeta, en la misma poetisa. ¿Cómo no sentir que estrenamos la luz de otra belleza cuando leemos: «mi dolor de flor a la deriva», «se pone la luna entre mis senos», «lavada por un llanto de palomas», «mar, tiempo de una sola agua», «yo siempre te llevaré / dentro de mí, conmigo, / como lleva la caracola al mar / en su sonido»? Hay, en estos versos y en muchísimos otros, una belleza original que a nadie sino a Lil Picado debe su forma feliz, su vida relumbrante. Curiosamente, no solo en la figuras, sino en la propia métrica de Lil se encubre otro legado: esta vez, la herencia de los viejos metros castellanos (de ocho o menos sílabas), y la herencia de la métrica italiana, renacentista, del endecasílabo. Al estudiar ciertos versos de san Juan de la Cruz, el gran crítico Dámaso Alonso encontró «un híbrido, inconcebiblemente raro, de dos mundos literarios: uno, el tradicional; otro, el italianizante». Aquel híbrido maravilloso del Siglo de Oro es la presencia de versos breves que, sumados por el lector, forman un verso de once sílabas; es decir, una ilusión fónica donde la métrica de arte menor y la de arte mayor se unen sin diluirse. Esta magia vive también en el libro de Lil Picado. Así, en la Arábiga del agua, leemos: «y lo arropa, / y lo acuna, / y lo serena»: tres versos breves que crean uno de once sílabas. Siempre hay hermandades sutiles entre los poetas. Hemos descubierto una con san Juan de la Cruz, cuyo día natal se ignora; pero, ya que sabemos el de Lil Picado, podríamos decir que Lil y san Juan son dos capricornios que son géminis. Antes de que el tiempo, con su pasar, me lleve, quisiera aludir a un último aspecto de la poesía de Lil Picado: su perenne respeto por la música. En el algún momento de este siglo, muchos poetas se fueron con la música a otra parte: regresaron sin ella. El verso libre es nuestra herencia de ese viaje. No pienso que el verso libre sea bueno o malo; simplemente, creo que ha perdido algo esencial que mostró la poesía europea de siempre: la medida de las sílabas y el caer de los acentos. Un poema en verso libre puede contener la belleza de la idea, pero ha renunciado al sonido lo que equivale, en la pintura, a renunciar al color. Musicalmente hablando, el verso libre es al verso medido, lo que Gloria Estefan es a Olga Guillot. Mucho tiempo atrás, Juan Ramón Jiménez anotó que un ciego «siempre es una gran autoridad para la escritura poética». El ciego no puede leer un poema; entonces, debe guiarse por la rima o por los acentos para saber dónde terminan los versos. Si no hay rima o si no hay ritmo, para el ciego, todo poema será prosa. Lil Picado lo sabe; sabe también que la poesía no se lee con la vista, sino con el oído. Es innecesario recitar algún poema de Lil Picado que pruebe aquel aserto, pues leer uno es cantar todos. Juan Ramón estaría feliz de que la poesía de Lil Picado lo cegase con su música. Agradezcamos a Lil que, mientras la otra utopía sea de mirar y no tocar, Lil Picado y los demás artistas nos hagan vivir en la utopía de la belleza, donde todos somos iguales, pero donde los poetas son los mejores. Artistas como Lil Picado nos confirman que la poesía es la pariente rica de la música. Muchas gracias. Víctor Hurtado Oviedo. Ciberayllu ofrece una selección de cinco poemas de este libro. ©Víctor Hurtado Oviedo, 1998, [email protected] Editorial de la Universidad Nacional de Costa Rica. San José, 1998: [email protected] |
|