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Tania Libertad y Mario Benedetti: La vida ese paréntesis

Mario Libertad, le dice Saramago a Tania

La vida ese paréntesis, Tania Libertad interpreta poemas de Mario Benedetti. Música de Víctor Merino

Mulata Records, Alfaguara (CDTB001), 1998.

Qué tienen en común Mario Benedetti, Tania Libertad y José Saramago? Cosas que decir, cosas que cantar y, sobre todo, cosas que pensar. Y ahora un disco (La vida ese paréntesis, Mulata Records y Alfaguara, 1998): están de este lado, sin duda, cuando en tiempos dizque neoliberales estos tercos defensores de la humanidad escriben y cantan al amor y a la tristeza, a los niños, a las piernas de la amada, al viejo barrio. Saramago no canta, pero presenta, en dos párrafos lindos y redondos, a la mezcla de música y poesía: «Oyéndolas» —escribe el maestro de Lanzarote— «estamos más cerca del mundo, más cerca de la libertad, más cerca de nosotros mismos», recordando al lector por supuesto que el corazón de este disco va bien para la izquierda. Vale; y si se me permite subirme al carro de los contestatarios: «ladramos, Sancho».

Benedetti —poeta popular, ecuménico, latinoamericano de a verdad, quizá el único poeta vivo cuyo nombre es reconocido en todo el mundo lector de habla castellana— ha tomado parte en este trabajo, lo que le da al disco una legitimidad adicional que no siempre está presente, pues los poetas musicalizados suelen estar muertos, lo que en muchos casos les impide protestar, y en unos pocos apreciar el esfuerzo de los músicos. No le huye el poeta uruguayo a la música y la voz: uno se va al archivo y encuentra el disco-libro «A dos voces» (Visor, Alfaguara, 1993), en el que Benedetti lee —buen lector de su propia creación, lo que no es común— poemas y apostillas intercalados con canciones en la voz de Daniel Viglietti. (Uno de sus «Refranívocos» en esa entrega es imposible de olvidar: «Un torturador no se redime suicidándose. Pero algo es algo.»)

Y Tania Libertad —chiclayana y falsa «Contamanina» (nombre de la canción de cinco versos que la lanzó a la fama en el Perú, niña aún, en la que se habla de las mujeres de Contamana, pequeño puerto amazónico) y que devino definitivamente latinoamericana cuando su música y su voz maduraron en México, donde ahora vive—, esa Tania de nueva trova y rock and roll, de rumbas, boleros y danzones, de valses y landós, de rancheras y ropas vaporosas, de esa voz notable que ya ha aprendido, definitivamente, a controlar; esa Tania, decía, canta con propiedad todos los géneros que se le pongan al frente: y que pase el que siga.

Probablemente los puristas se revuelvan sobre sus tumbas (porque —dicen— en estas épocas globales, todos los puristas están muertos), pero a los eclécticos como el que esto escribe y este disco describe, éste es de escucharse una y mil veces. Género extraño y de resultados inciertos, la musicalización de poemas ha servido para que las gentes de hoy en día, que leen muy poca poesía, sepan de versos de otra forma inalcanzables. Algunos, como Paco Ibáñez, poniéndoles muy poquita música a los versos, nos hizo canturrear a León Felipe o a Gabriel Celaya. Otros, más recientes y mucho más populares como Serrat (que, dicho sea de paso, hace dúo con Tania en la primera pista de este disco), usan el poema con más flexibilidad, como en el siempre recordado «Cantares» de Machado. Hay de todo.

Si bien la poesía —cuando no se reduce a una colección de metáforas, lo que suele suceder en mucha poesía moderna— ofrece alguna forma de ritmo y música en la que las palabras se vuelven compases y notas, la poesía musicalizada no es necesariamente redundante, y éste es un buen ejemplo de cómo una buena musicalización y una impecable ejecución pueden crear hermosas y memorables canciones. Víctor Merino, que les ha puesto música a los diez poemas que se incluyen en este disco, se pasea con soltura por una serie de géneros. Llaman mucho la atención un par de tangos («El barrio» y «De vereda a vereda») y una pieza con fuertes resabios de la carnavalera murga («Niños y niñas», que incluye un par de versos en los que Tania transforma callejeramente su voz, como lo hace Jaime Roos, el cantautor uruguayo), e inclusive una pieza («Papam Habemus») con burlona y perfecta música sacra para sus cuatro versos lapidarios:

Tutor de los perdones
distribuidor de penas
condona las condenas
condena los condones

Y siguiendo a la elegía vaticana, nada menos que un bolero, suavecito, de bailar apretadito: «si se separan como bienvenida / las piernas de la amada hacen historia». ¡Toma, papa de Roma!

«Volver al barrio…» canta Tania, y ataca el tango —predecible, pero muy tango, como que hasta es triste— y nos habla de los niños que juegan y que ya son viejos. Quizá un poquito más de pecho en los coros hubiera dado más fuerza. Y algo más adelante, «De vereda a vereda» trae más tango. (Lo que, por alguna razón, me lleva a curiosear los nombres de los músicos, donde encuentro, oh sorpresa, interminable mundo de sorpresas, el nombre de un amigo que pasó por este pueblo, Columbia, Misuri, hace algunos años: Néstor Tedesco, cellista del Colón de Buenos Aires. ¿Cómo olvidar esa noche, para mí mágica, en la que con un tecladito de juguete, una guitarra y, creo, la flauta contralto que Alberto Fujimori, nada menos, me trajo del Japón en 1974 —regalo de un amigo común, en esos tiempos—, nos pusimos a improvisar y nos salieron cosas increíbles? Nunca se pudo repetir la vaina. ¡Tengo que buscar a Néstor, a quien dejé sin contestar un mensaje hace varios meses, cuando me decía que venía para Estados Unidos! Si seré bruto…)

Y al cierre, salsa, sí señores, y nada menos que con Willie Colón.


Comentarios al autor: © Domingo Martínez Castilla, 2000
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