|
s sorprendente lo que los buenos
libros hacen por nosotros. Durante los días finales de julio había querido
hacer un viaje fuera de Lima, lo más cerca posible de las montañas porque
extrañaba respirar aire seco, observar hojas de eucalipto alejándose en una
corriente de agua, dormir en el silencio más entero. El viaje no ocurrió, pero
de alguna forma sí ocurrió, y fue avanzando sobre los pequeños textos reunidos
en este libro, que he leído durante estos días con la gratitud de quien llega
a una casa en medio de la lluvia (por cierto, hemos tenido lluvia), una casa
cuya puerta se abre por sí misma y nos muestra un fuego en la chimenea que
mantiene a distancia los perros bravos del tiempo y sus urgencias, e invita a
recluirse en ese silencio grande cerca de las montañas por donde baja un agua
limpia que no sabemos dónde habrá de terminar.
De hecho, es una casa el espacio donde se concentra el calor de estas historias, una casa eternizada en la estación de vacaciones, en Santa Rosa de Ocopa, en el valle del Mantaro, atravesada por las flores y la luz, y por la presencia de tías abuelas que se esfuerzan por darle forma a la felicidad de cada día. A esta casa, que ha quedado lejos en el tiempo y el espacio, regresa una de sus antiguas moradoras para evocar su infancia y, paso a paso, recámaras y patios ahora desiertos y descascarados cobran vida a medida que su memoria reconstruye escenas en las que están presentes quienes las habitaron: la tía abuela María Ernestina, que es también madrina de la narradora; la madre; los hermanos Zoili, Maru y Mingo; el taciturno tío Juan; los primos, Cali, Pili, Toño; la compañera de juegos, Anita; los criados; los trajes y blondas; las viejas fotografías, las partituras, las cartas sin abrir. Una a una, convocadas por la memoria y la escritura, van saliendo de los muros las figuras, las conversaciones, las menudas representaciones de la vida diaria, con sus zonas de luz (esa felicidad de echar las cortinas a un lado y dejar que el sol nuevo se desparrame por los dormitorios) y sus zonas de sombra (las palabras silenciadas de pronto, los gestos que quedan a medio camino).
Si bien la voz narrativa se dirige en segunda persona a la niña que fue ella misma, no se siente una intromisión del presente en el pasado, pues la mirada y los pasos que da se alinean diestramente al candor de la mirada y los pasos de la infancia. Por ellos muchas de estas páginas nos llegan con el aliento encantado de los relatos feéricos, donde la casa es vista como un castillo en el que hay una madrina que actúa con la bonhomía de las hadas, pero también con la severidad que se asocia con las madrastras, y donde incluso la heroína elegirá su propio nombre, Beatriz, distinto del que le asignaron, Bertha, para enfrentarse, en pequeñas aventuras domésticas, a los misterios que consiguen empozarse aun en las habitaciones o las horas más iluminadas.
La curiosidad vital de la protagonista niña la lleva a ver siempre más allá de lo evidente, más allá de la ventana que debiera detenerla - y que por fortuna no la detiene- como cuando la vemos seguir la corriente de la acequia y preguntar y preguntarse hasta dónde llega, o cuando descubre en un rostro la fiebre súbita del amor o del desencanto.
En contacto con los miembros de su familia, sobre todo de aquella madrina que dirige con mano firme y con elegancia la vida dentro de la casa y aun en las extensas tierras aledañas, va formándose -en cada temporada de vacaciones- su sensibilidad, la percepción de la belleza y la bondad, pero también de supersticiones mortales, de jerarquías incomprensibles y dolorosas. En este contexto de aprendizaje, su primer acto de creación será cambiar su nombre. A partir de ello puede también alterar el orden establecido, por ejemplo, cuando en la mesa familiar decide colocar en un lugar preferente los cubiertos de aquel tío misterioso que se asume a sí mismo como un paria. Su rebeldía es gentil, pero es rebeldía. Las injusticias que va percibiendo, las coloca delicadamente ante nuestros ojos, con la gracia de una niña que juega al té, pero con tacitas de porcelana de verdad.
Todo puede ocurrir en esa casa y todo ocurre. Es sorprendente observar cómo el mundo puede brillar, entero, en una gota de agua, como decía el poeta Odiseo Elytis.
Los parientes y criados reaparecen no solo convocados por la memoria y la voz de quien narra, sino por ellos mismos, gracias a que en varios capítulos se registran directamente sus discursos, con sus particulares modos de hablar o escribir cartas y documentos, o de enfocar los hechos. Allí están, por ejemplo, Lorenzo, el criado de casa, o Jerucho, el viejo pastor, y con ellos oímos el castellano andinizado y revitalizado por las formas sorprendentes en que una lengua encuentra su lugar entre los espacios de otra.
Aunque el libro está conformado por escenas individuales, estampas o viñetas, el conjunto logra una atmósfera cercana a la novela, pues hay hilos conductores, misterios que deseamos desentrañar, pasadizos permitidos o negados por los que avanzamos o retrocedemos. ¿Cuál fue el verdadero motivo por el que el piano se silenció para siempre?, ¿por qué ese tío que enciende las lámparas cada noche ocupa un lugar secundario en la mesa?, ¿por qué alguien alzaría un puñal contra un niño?, ¿adónde va el agua que baja de los nevados?... pregunta esta última que recorre como un verdadero leit motiv todo el libro, incluso a través de versos y canciones, y que quizá es otro modo de preguntarse adónde se va todo cuando se va, adónde va el tiempo vivido.
«El agua que baja de los nevados, y que en su camino recoge no solo la lluvia sino también los secretos de las casas, de la gente. Siempre lo sentiste así, desde hace mucho, pero aún no sabes adónde va. ¿A quién preguntarle ahora?» (159).
La niña que sigue la corriente del agua, sigue también los pasos del tío misterioso que enciende una a una las lámparas de la casa, y también las conversaciones que no terminan y que preservan más aún el misterio. Vemos, así, a esta pequeña recorriendo esos hilos de agua, de luz, de palabras, e indagando y respondiéndose a sí misma, intentando unir las piezas.
Nada escapa a su mirada alerta y sensitiva, y es conciente de que las cosas siempre se mueven, y que ese movimiento hacia adelante significa pérdidas, que más tarde se harán añoranzas, que más tarde podrían convertirse en olvido. De allí, la necesidad de escribir, porque escribir es una forma de preservar el mundo, es una forma de memoria. Por eso también la acertada presencia de los versos del Deuteronomio al comenzar estas evocaciones: «No vayas a olvidarte de estas cosas que tus ojos han visto, no dejes que se aparten de tu corazón en todos los día de tu vida».
Quiero referirme aquí a una escena del libro que considero emblemática, no solo por su precisa belleza, sino por su contenido simbólico:
«Anita entró a tu dormitorio y, muy emocionada, te dijo: 'Mira, niña', al tiempo que pulsaba por primera vez el interruptor instalado varias semanas atrás. Cuando lo hizo, una luz clarísima invadió con insolencia todos los rincones de la habitación, dejando a la vista el descolorido papel de las paredes (...). Alzaste la mirada, y viste que habían desaparecido todos los dioses, ángeles y demonios, las serpientes, todas las mágicas figuras que desde siempre habían habitado el cielo raso. En su lugar, con esa luz inesperada, nueva, solo se veían oxidadas manchas de humedad.
No esperaste más, y ante el asombro de tu acompañante bajaste la llave. Así solo quedó encendida la luz del lamparín de tu velador, como antes (...). Una vez que te encontraste sola, te pusiste a pensar en cuántas veces, fascinada, con el mismo respeto que guardabas en misa, habías caminado tras los pasos del viejo tío cuando encendía, una por una, todas las lámparas de la casa. Cuántas» (62-63).
En esta escena está la protagonista entera: su delicada rebeldía, su conciencia del paso del tiempo, la sensación de que es necesario para que la vida no sea una sucesión de hechos llanos y prosaicos un cierto tipo de luz, una luz tan mansa, íntima y silenciosa que bien podría identificarse con la escritura. Escribir es, pues, de algún modo, encender una lámpara que convoca el pasado y con él el hechizo de la nostalgia, el rescate de la realidad por la fantasía.
Si es cierto que los ríos van a dar a la mar, no es menos cierto que se salvan si pasan por las palabras. Ese río de Jorge Manrique ya no fue a dar a la mar, a la muerte, sino a nuestra memoria colectiva, a nuestra vida. Quizá esa sea la respuesta a la pregunta de adónde va el agua de la acequia, a dónde van a dar los grandes y pequeños actos... Van a dar a las páginas de este libro, por ejemplo, a su posibilidad de preservar en el tiempo la estación de las vacaciones, los brazos que se abren en afable gesto de bienvenida de María Ernestina, las lámparas del tío Juan, las notas del piano, la cándida muchacha sorprendida bañándose en el río, los niños que desde fuera intentan ver por la ventana lo que ocurre dentro de esa magnífica casa en la que una niña decide cambiar de nombre, salir en busca del agua de la acequia y crecer en el trayecto hasta entregarnos estas hermosas páginas, cuya lectura, una vez más, agradezco.
Rosella di Paolo
Bertha Martínez Castilla: Más allá de la ventana. Lima: Lluvia Editores, 2003. 159 pp.
ISBN: 9972-627-53-5
Para citar este documento:
di Paolo, Rossella: «Más allá de la ventana, libro de Bertha Martínez Castilla», en Ciberayllu [en línea],
|