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Dentro del gris: A propósito de Golpe de gracia, de Isaac Goldemberg

Prólogo a Golpe de gracia: farsa en un acto. Maracay: Ediciones Umbra, 2003.

 

La alteridad del espacio teatral se exhibe desde el personaje y su complexión ante el público, por medio de la acción que se desarrolla desde y en el lenguaje: la estructura de los diálogos no garantiza por sí sola que la pieza de teatro mantenga su modalidad comunicacional: el público ve el discurso que le entretiene. Como es sabido, se consigue cuando éste, el lenguaje teatral, se ha estructurado en su contexto: «la palabra —dice Leonardo Azparren Jiménez— en el teatro se ve» y no se lee.  Digo todo esto porque hasta ahora hemos tenido la oportunidad, —el placer—, de conocer la narrativa y la poesía de Goldemberg, para no citar su otra pieza teatral Hotel AmériKKa (en tanto versión dramática de La vida a plazos de don Jacobo Lerner), en la que la extensión «narrativa» adquiere una poética comprometida con lo judeo-Cubierta de librolatinoamericano, como bien lo sabemos los lectores y se evidencia cuando, desde un discurso ortodoxo, desarrollamos una lectura superficial en la cual no se duda en calificar, no sin cierto eufemismo, de realismo mágico (lo que no deja de ser cierto, pero no exclusivo para el análisis de su obra), quizás se hace, a partir de cierta crítica, por facilidad discursiva o intelectual, en la que nos vemos tentados cuando no profundizamos sobre otros aspectos del lenguaje. Cada lector es libre de hacerlo. Por el contrario, hay en Golpe de gracia: farsa en un acto —o el autor lo quiere así en esta ocasión—, una búsqueda arraigada en el hecho latinoamericano. El hecho como tal no posee sólo una figura epistemológica de carácter histórico sino que es, por lo demás, lúdico. Esta relación lúdica viene al caso cuando se establece cierta (inter)teatralidad en el texto dramático:

CORONEL (Al PROFESOR, como tomándole un examen.). —A ver, la relación entre el tiempo y la historia…

PROFESOR.— Pues…la relación entre tiempo e historia salta a la vista, ¿no? (Pausa.) Sin embargo, como en el caso de la poesía y de la religión, no se conoce ningún tratado, moderno o antiguo, que explique, sin huecos ni sin lugar a dudas, cuál es exactamente esa relación.

CORONEL.— ¡Bravo, bravo! Usted ya está listo para las tablas. (Volviéndose súbitamente hacia el PRESIDENTE.) ¿Te das cuenta? ¡Palabras! ¡Puras palabras para la platea! (Volviéndose a la PRIMERA DAMA, melancólico.) Es lo que te decía hace un rato: un mar de distancia. Pero no me lamento. Todos debemos aceptar con humildad y entereza, el papel que nos ha tocado desempeñar a cada uno de nosotros en el gran teatro del mundo…como le dicen a la vida los entendidos en este tipo de cosas… (Al PRESIDENTE.) ¿No es cierto? (El PRESIDENTE lo mira intrigado.) A mí, amurallado en este Colegio, el papel de espectador de la Historia. A ti, mi querido Javier, en Palacio, de protagonista. ¿Sabes tú quién soy yo en este Colegio? Sí sí, ya sé: el Coronel Director. ¿Acaso alguien piensa en mí como en el héroe de Leticia? ¡Qué va! Aquí yo soy el Coronel… ¿Cómo me llaman los cadetes a mis espaldas? (Coge el maniquí y se pone a bailar con él a ritmo de merengue, cojeando.) ¡Merengue! Sí señor: ¡el Coronel Merengue!

La realidad se transgrede por medio de este juego teatral, teatro dentro del teatro, espacio diferenciado entre la realidad del espectador y de la escena propiamente. Con la intención de edificar otra realidad que bien es una imagen de lo latinoamericano o, como se ha dicho en otros lugares, una metáfora del poder. Se nos dice de la marginalidad del poder por medio de la palabra como alteridad de la realidad y se confirma aquella (inter)teatralidad cuando los personajes se colocan en el lugar de los espectadores a objeto de descubrir la máscara, la cual les permite saber qué hay de literalidad en la historia política de Latinoamérica, cuánto hay de despreciable en su condición de personajes; por ejemplo, el maniquí, siendo un dispositivo escénico, es, por consecuencia, un elemento de trasgresión que identifica la visión real del espectador. Es decir, sobre el maniquí cada personaje esconde sus valores, temores, sentimientos y depresiones emocionales. Entabla una relación emocional compleja con el espectador y, como nos interesa, lúdica para que el entretenimiento se instaure y el público se someta a la alegría y a la emoción de estar ante una obra de teatro. Por lo que el discurso escénico no se pierde en el texto teatral, diferenciándose de la narrativa que conocemos de Goldemberg. La estructura teatral alcanza convenios con el humor y lo escatológico como indicios de una concordancia preescrita con la audiencia. El público, decía ahora, necesita ver y oír, luego reírse  de su propia anécdota, del sentido de su realidad o de su contexto del país. De lo contrario permanecerá en la butaca cansado y aburrido mientras transcurren las escenas. Goldemberg se cuida de estos aspectos en esta propuesta teatral que le son propios al discurso teatral: el humor y el sarcasmo que rodea al hecho político permanecen junto al quien «ve» o «lee» esta pieza. Siendo el humor un recurso de la alteridad, puesto que la realidad es transgredida por medio del humor: los personajes se contienen sobre su imagen. De allí que el espejo —aquel otro dispositivo— permite que éstos puedan verse o reflejarse, aun cuando su propia imagen no les satisfaga por la burla y la sátira. El espejo-cuadro en el foyer del palacio (donde al mismo tiempo se ha improvisado un pequeño escenario con butacas) es un marco de la desfigurada realidad que se representa o se denota en la intimidad de la vida doméstica de estos personajes que no hacen sino identificar la podredumbre de nuestros políticos.

Claro que, visto desde una retrospectiva histórica, tenemos en el personaje principal «Presidente» el arquetipo del tirano latinoamericano. El «Presidente», junto al resto de los personajes, no es otra cosa que una máscara, una debilidad moral y psicológica. Y todo se desarrolla en la intimidad del palacio presidencial: lo doméstico como escala del poder y burla de la historia. Allí, el «Presidente» y su contrario próximo, «Coronel», se entienden con sus aduladores de turno: autoritarismo, prostitución, infedilidad, militarismo, corrupción adquieren un mismo lugar común. Con ello quiero decir que lo importante acá no es el tema sino lo estilístico, esto es, el tratamiento lúdico que se hace de los personajes y cómo adquiere para la literatura valor: esto por supuesto se lo dejo a los lectores. En lo que creo que estaremos de acuerdo es en lo que nos importa de Goldemberg aquí: un giro estilístico fiel a las estructuras dramáticas. Por una razón muy sencilla que todo autor tiene presente: es el texto quien le exige al autor y no el autor al texto. Valiéndose de esa premisa nos asomaremos a nuevas posibilidades creadoras. Si por el contrario sólo esperamos el paradigma judeo-latinoamericano, nos vamos a encontrar con una sorpresa, pero me atrevo a anunciar (sin querer perjudicar lectura alguna), como he hecho en otra oportunidad,  que esa modalidad del pensamiento judío es estructurante y no ideológica, está presente en forma intrínseca en el texto, es un sustrato que sólo quiere valerse de esa modalidad del pensamiento literario, presente, como ritmo escritural y no como mala propaganda. Y eso es la ideología: propaganda.

También hay que decir que el recurso de la (inter)teatralidad es muy usado por el teatro en general y  el teatro latinoamericano en particular. Lo que por ahora me recuerda la exitosa versión teatral que hiciera el grupo de teatro venezolano Rajatabla de El Señor Presidente de Miguel Ángel Asturias, en donde la teatralidad viene dada por ese hecho del teatro dentro del teatro, el juego, dentro del juego como recurso satírico y burla del poder para poder identificar al principal personaje (otro presidente más de cualquier república latinoamericana) con la corrupción y el militarismo. Para ello se valió la dirección —nuestro destacado director Carlos Giménez, ya fallecido—, de introducir todos los elementos lúdicos posibles que podemos hallar en el claroscuro de los personajes y su desfigura, acercándonos a modelos expresionistas, en tanto que los personajes son (des)animados y contenidos por un ambiente oscuro y tenue para crear una atmósfera grisácea de tenue psicología y así demarcar la depresión política de nuestros países. Aquí, en Sr. Presidente, se logra con la versión de una obra narrativa. En cambio, con Golpe de gracia tenemos, desde el mismo texto teatral, aquella experiencia expresionista y, después de todo, lúdica que nos exige toda obra de teatro que se califique de ser tal. Y es precisamente desde el hecho expresionista que Goldemberg adquiere su ritmo escritural, explicándonos cómo nuestros personajes latinoamericanos se han venido desfigurando con la historia. Cabe decir aquí que el expresionismo es una modalidad de interpretación psicológica y, especialmente, estética que tiene su utilidad a la hora de comprender la relación que establece el público con los personajes. De alguna manera esa relación tiene una representación orgánica. Ésta es la manera en que el espectador se emociona y siente a los personajes y luego racionaliza en forma de interpretación, creando una desproporción de la realidad y un sentido de alteridad. Entonces lo que el público siente y luego racionaliza es el conjunto de la palabra, la acción y la escenificación de lo que ve. Por la tanto lo que ve es un «reflejo» de la realidad, pero transferido a otro contexto, por ejemplo,  en cierta circunstancia, a la hora de ver la puesta en escena de Golpe de gracia, el «Presidente» es visto con un rostro (¿máscara?) desfigurado y sacado de su trama para erigir una alteridad de la realidad y una metáfora del poder. Y al mismo tiempo aquella desfiguración del personaje dependerá del estado de ánimo del espectador que asciende hacia una interpretación racional de la historia. Vuelvo a decirlo: ver en estos personajes nuestros fracasos humanos, sociales y políticos, se logra solamente ante la preponderancia estética.

Juan Manuel Martins

   

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